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Authors: Arthur C. Clarke y Gentry Lee

Tags: #Ciencia Ficción

Rama II (51 page)

BOOK: Rama II
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Richard sonrió.

—No —dijo—, pero me gusta su deriva general. Ha mencionado usted la palabra clave. Cualidad... ¿Ha pensado alguna vez en el suicidio? —preguntó de pronto.

—No —respondió Nicole, sacudiendo la cabeza—. Nunca. Siempre ha habido demasiadas cosas por las que vivir.
—Tiene que haber alguna razón para esta pregunta,
pensó, —¿Y usted? —dijo, tras un corto silencio—. ¿Pensó alguna vez en el suicidio durante sus problemas con su padre?

—Sorprendentemente, no —respondió él—. Las palizas de mi padre nunca me hicieron perder mis ansias por vivir. Había demasiado que aprender. Y yo sabía que me haría más fuerte que él y que finalmente podría tomar mis propias decisiones. —Hizo una larga pausa antes de proseguir: —Pero hubo un período en mi vida en el que sí pensé seriamente en el suicidio. Mi dolor y mi furia fueron tan grandes que no creí que pudiera soportarlos.

Guardó silencio, encerrado en sus pensamientos. Nicole aguardó pacientemente. Al final, deslizó su brazo bajo el de él.

—Bien, amigo mío —dijo con voz animada—, puede contármelo algún día. Ninguno de los dos está acostumbrado a compartir nuestros más profundos secretos. Quizás aprendamos con el tiempo. Voy a empezar diciéndole por qué creo que no vamos a morir, y por qué creo que lo primero que deberíamos hacer sería explorar la zona en torno de la plaza occidental.

Nicole nunca le había contado nada a nadie, ni siquiera a su padre, su "viaje" durante el Poro. Antes de terminar de contarle la historia a Richard, no sólo le había relatado lo que le había ocurrido a los siete años en el Poro, sino también la historia de la visita de Omeh a Roma, las profecías senoufo acerca de la "mujer sin compañero" que dispersa su progenie "entre las estrellas", y los detalles de su visión después de beber el Trasquilo en el fondo del pozo.

Richard fue incapaz de decir nada. El conjunto de aquellas historias era tan extraño a su mente matemática que ni siquiera sabía cómo reaccionar. Miró a Nicole con sorpresa y maravilla. Finalmente, azorado por su silencio, empezó a hablar.

—No sé qué decir...

Nicole llevó sus dedos a los labios de él.

—No necesita decir nada —indicó—. Puedo leer su reacción en su rostro. Podemos hablar de ello mañana, después que haya tenido algo de tiempo para pensar en lo que he dicho.

Nicole bostezó y consultó su reloj. Extrajo su saco de dormir de su mochila y lo desenrolló en el suelo.

—Estoy agotada —declaró—. No hay nada como un poco de terror para producir una fatiga instantánea. Volveremos a vernos dentro de cuatro horas.

—Llevamos hora y media explorando —dijo impacientemente Richard—. Mire este mapa. No hay ningún lugar dentro de un radio de quinientos metros del centro de la plaza donde no hayamos estado al menos un par de veces.

—Entonces estamos haciendo algo mal —respondió Nicole—. Había
tres
fuentes de calor en mi visión. —Richard frunció el entrecejo. —O seamos lógicos, si lo prefiere. ¿Por qué debería haber tres plazas y sólo dos entradas a un mundo subterráneo? Usted mismo dijo que los ramanes siempre siguen un plan razonable.

Estaban de pie frente a un dodecaedro que miraba hacia la plaza oriental.

—Y otra cosa —gruñó Richard, casi para sí mismo—, ¿cuál es el propósito de estos malditos poliedros? Hay uno en cada sector, y los tres más grandes están en las plazas... Espere un momento —dijo, mientras sus ojos iban de una de las doce caras del dodecaedro a un rascacielos en el lado opuesto. Luego su cabeza recorrió rápidamente toda la plaza. —¿Es posible? —murmuró—. No —se respondió a sí mismo—, tiene que ser imposible.

Se dio cuenta de que Nicole lo estaba mirando fijamente.

—Tengo una idea —dijo excitadamente—. Puede que sea completamente loca...

¿Recuerda al doctor Bardolini y sus matrices progresivas? ¿Con los delfines? ¿Y si los ramanes hubieran dejado también un esquema aquí en Nueva York de sutiles diferencias que cambian de plaza en plaza y de sección en sección? Mire... no es algo más loco que sus visiones.

Richard estaba ya de rodillas en el suelo, trabajando con sus mapas de Nueva York.

—¿Puedo usar también su ordenador? —le dijo a Nicole unos momentos más tarde—. Eso acelerará el proceso.

Durante horas, Richard Wakefield estuvo sentado delante de los dos ordenadores, murmurando para sí mismo e intentando resolver el rompecabezas de Nueva York. Cuando hizo una pausa para comer algo ante la insistencia de Nicole, le explicó a ésta que la localización del tercer agujero al subsuelo sólo podía ser determinada si comprendía exhaustivamente las relaciones geométricas entre los poliedros, las tres plazas, y todos los rascacielos inmediatamente opuestos a las caras principales de los poliedros en cada uno de los nueve sectores. Dos horas antes de que se hiciera de nuevo oscuro Richard corrió apresuradamente a una sección adyacente para obtener unos datos extras que no había registrado todavía en sus mapas por ordenador.

Ni siquiera cuando se apagaron las luces dejó de trabajar. Nicole durmió la primera parte de la noche de quince horas. Cuando despertó después de cinco horas, Richard aún seguía trabajando febrilmente en su proyecto. Ni siquiera oyó carraspear a Nicole. Ésta se levantó en silencio y apoyó ambas manos en sus hombros.

—Tiene que dormir un poco, Richard —dijo suavemente.

—Ya casi lo he conseguido —dijo él. Ella vio las bolsas bajo sus ojos cuando se volvió para mirarla. —No más de otra hora.

Nicole regresó a su saco de dormir. Cuando Richard la despertó más tarde, estaba lleno de entusiasmo.

—¿No quiere saberlo? —le dijo con una sonrisa—. Hay tres soluciones posibles, cada una consistente con todos los esquemas. —Caminó de un lado para otro durante casi un minuto. —¿Podemos ir a comprobarlo ahora? —dijo, casi suplicante—. No creo que pueda dormir hasta que lo descubra.

Ninguna de las tres soluciones para la localización de la tercera entrada estaba cerca de la plaza. La primera estaba a más de un kilómetro de distancia, en el borde de Nueva York opuesto al Hemicilindro Norte. No encontraron nada allí. Luego caminaron otros quince minutos en la oscuridad hasta la segunda localización posible, un lugar muy cerca de la esquina sudeste de la ciudad.

Richard y Nicole recorrieron la calle indicada y hallaron la cubierta en el lugar exacto que Richard había predicho.

—¡Aleluya! —exclamó éste, extendiendo su saco de dormir junto a la cubierta—. Hurra por las matemáticas.

Hurra por Omeh,
pensó Nicole. Ya no tenía sueño, pero no se sentía ansiosa de explorar por sí misma ningún nuevo territorio en la oscuridad.
¿Qué viene primero?,
se preguntó mientras permanecía tendida, despierta, en su saco.
¿La intuición o las matemáticas? ¿Usamos modelos para ayudarnos a descubrir la verdad? ¿O sabemos la verdad primero, y luego desarrollamos las matemáticas para explicarla?

Se levantaron al amanecer.

—Los días siguen siendo cada vez más cortos —mencionó Richard a Nicole—. Pero la suma del tiempo diurno y del nocturno sigue estando establecida en cuarenta y seis horas, cuatro minutos y catorce segundos.

—¿Cuánto tiempo queda antes de que alcancemos la Tierra? —preguntó Nicole mientras metía su saco de dormir en su bolsa protectora.

—Veinte días y tres horas —respondió él tras consultar su ordenador—. ¿Está preparada para otra aventura? Ella asintió.

—Supongo que también sabrá dónde hallar el panel que abre esta cubierta.

—No —dijo él confiadamente—, pero apuesto a que no será difícil de hallar. Y, una vez que hallemos esto, la apertura del nido de las aves será un juego de niños, porque habremos descubierto el esquema.

Diez minutos más tarde, Richard apretaba una placa de metal y la tercera cubierta se abría. El descenso en ese tercer agujero se efectuaba por una amplia escalera interrumpida por ocasionales descansillos. Utilizaron sus linternas para descubrir el camino, puesto que ninguna luz iluminó su descenso.

La sala del agua estaba en el mismo lugar que en los otros dos reinos subterráneos. No hubo ningún sonido en los túneles horizontales que partían de la escalera central en ninguno de los dos niveles principales.

—No creo que nadie viva aquí —dijo Richard.

—Al menos todavía no —respondió Nicole.

48 - Bienvenidos, terrestres

Richard estaba desconcertado. En la primera sala fuera de uno de los túneles horizontales superiores había hallado una colección de extraños artilugios que había decodificado en menos de una hora. Ahora sabía cómo regular las luces y la temperatura de cada parte en particular del mundo subterráneo. Pero si era tan fácil, y todas aquellas estructuras estaban construidas de una forma similar, ¿por qué las aves no utilizaban las luces de las que disponían? Mientras estaban desayunando, Richard le pidió a Nicole que le diera detalles del nido de las aves.

—No debemos dejar a un lado aspectos más fundamentales —dijo Nicole mientras daba un mordisco a su melón maná—. Las aves no son importantes por sí mismas. La auténtica cuestión es: ¿dónde están los ramanes? Y, por encima de todo, ¿por qué situaron esos agujeros debajo de Nueva York?

—Quizá todos ellos sean ramanes —respondió Richard—. Los biots, las aves, las octoarañas... quizá todos procedieron originalmente del mismo planeta. Al principio, todos eran una familia feliz. Pero, a medida que transcurrían los años y las generaciones, las distintas especies evolucionaron de formas separadas. Fueron construidos esos refugios individuales y...

—Hay demasiados problemas en este escenario —interrumpió Nicole—. En primer lugar, los biots son definitivamente máquinas. Las aves pueden serlo o no. Las octoarañas casi con toda seguridad no lo son, aunque un nivel tecnológico que puede construir esta nave espacial puede haber avanzado en inteligencia artificial más allá de todo lo que podemos imaginar. Mi intuición, sin embargo, me dice que todas esas cosas son orgánicas.

—Nosotros los humanos nunca seremos capaces de distinguir entre una criatura viva y una máquina versátil creada por una especie realmente avanzada.

—Estoy de acuerdo en eso. Pero no podemos resolver esta cuestión por nosotros mismos. Además, hay otra cosa que querría discutir aquí.

—¿Cuál es? —preguntó Richard.

—¿Existían también las aves y las octoarañas y esas regiones subterráneas en Rama I? Si es así, ¿por qué Norton y su equipo no llegaron a descubrir su existencia? Si no, ¿por qué se hallan en esta nave espacial y no en la primera?

Richard guardó silencio durante varios segundos.

—Sé adonde quiere ir a parar —dijo finalmente—. La premisa fundamental ha sido siempre que las naves espaciales Rama fueron creadas hace millones de años por unos seres desconocidos de otra región de la galaxia, y que se desentendieron totalmente de ellas y de todo lo que encontraran durante su viaje. Si fueron creadas hace tanto tiempo, ¿por qué dos vehículos que presumiblemente fueron construidos y enviados al mismo tiempo poseen tan notables diferencias?

—Estoy empezando a creer que nuestro colega de Kyoto tenía razón —respondió Nicole—. Quizás existe un esquema significativo en todo esto. Estoy casi segura de que el equipo Norton fue concienzudo y preciso en su exploración, y que todas las distinciones entre Rama I y Rama II son reales. Tan pronto como admitamos que las dos naves espaciales son distintas, nos enfrentamos a un asunto mucho más difícil.
¿Por qué son diferentes?

Richard había terminado de comer y ahora estaba yendo de un lado para otro en el túnel débilmente iluminado.

—Hubo una discusión muy parecida a ésta, antes que se decidiera abortar la misión. En la teleconferencia, la cuestión principal planteada fue: ¿por qué los ramanes han cambiado el rumbo para acudir al encuentro de la Tierra? Puesto que la primera nave espacial no lo hizo, esto fue considerado como una clara prueba de que Rama II era diferente. Y la gente que participó en esa reunión no sabía nada de las aves ni las octoarañas.

—Al general Borzov le hubieran encantado las aves —comentó Nicole tras un corto silencio—. Creía que volar era el mayor placer del mundo. —Se echó a reír. —En una ocasión me dijo que su secreta esperanza en la vida era que la reencarnación fuera un hecho y que él pudiera volver como un pájaro.

—Era un hombre estupendo —admitió Richard, deteniendo momentáneamente su marcha—. No creo que apreciáramos como correspondía todos sus talentos.

Mientras Nicole volvía a guardar parte del melón maná en su mochila y se preparaba para proseguir la exploración, sonrió a su peripatético amigo.

—¿Una pregunta más, Richard? Él asintió.

—¿Cree que todavía no hemos encontrado a ningún ramane? Me refiero a las criaturas que construyeron este vehículo. O a cualquiera de sus descendientes.

Richard sacudió vigorosamente la cabeza.

—Absolutamente no —dijo—. Quizás hayamos encontrado algunas de sus creaciones. O incluso otras especies del mismo planeta. Pero todavía no hemos visto a los personajes principales.

Hallaron la Sala Blanca a la izquierda de un túnel horizontal en el segundo nivel bajo la superficie. Hasta entonces la exploración había sido casi aburrida. Habían recorrido varios túneles y mirado habitación vacía tras habitación vacía. En cuatro ocasiones hallaron un conjunto de dispositivos de regulación de las luces y la temperatura. Hasta que alcanzaron la Sala Blanca, no encontraron nada de interés.

Tanto Richard como Nicole se quedaron asombrados cuando entraron en una sala cuyas paredes estaban pintadas de un blanco deslumbrante. Además de la pintura, la sala era fascinante porque un rincón estaba atestado de objetos que, una vez examinados de cerca, resultaron ser completamente familiares. Había un peine y un cepillo, un lápiz de labios vacío, varias monedas, una colección de llaves, e incluso algo que parecía un antiguo walkie-talkie. En otra pila había un anillo y un reloj de pulsera, un tubo de pasta dentífrica, una lima de uñas y un pequeño teclado de ordenador con alfabeto latino. Richard y Nicole se quedaron asombrados.

—Muy bien, genio —dijo ella con un gesto de su mano—. Explique esto, si puede.

Él tomó el tubo de pasta dentífrica, desenroscó el tapón y apretó. Brotó una sustancia blanca. Richard tomó un poco con el dedo y se la llevó a la boca.

—Uf —dijo, escupiéndola—. Traiga su espectómetro de masas.

BOOK: Rama II
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