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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (22 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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Al otro lado de la calle había gente holgazaneando, marineros y trabajadores vestidos con ropas informes. Esporádicamente, algún murmullo cruzaba la calle, se convertía en un denso rugido si abrían la puerta y la luz velada por el humo iluminaba los adoquines. Dentro habría aún centenares de clientes, personas que no se irían a la cama hasta el alba, o hasta que se durmieran borrachas allí donde estuvieran sentadas. A poca distancia, al fondo de un sombrío callejón, las luces de los barcos centelleaban sobre las aguas sucias del Támesis. De vez en cuando echaba una ojeada a mi espalda. ¿Podía haber alguien acechando entre las tumbas? Agucé el oído y me pareció oír un sonido sobre mi cabeza, un ruido metálico tenue, apagado.

Pero entonces llegó un griterío inesperado cuando un grupo de hombres cruzó dando tumbos la puerta de Las Tres Amigas y continuó una reyerta de borrachos a base de empujones para la que no había espacio dentro de la taberna. A uno de los hombres lo estaban echando los otros. Estaba tan borracho que iba chocando contra la pared, mientras se tambaleaba calle abajo. Una ventana del piso de arriba se abrió con un crujido, y se oyó gritar a una mujer:

—¡Que te sirva de ejemplo, cerdo asqueroso! ¡Vuelve cuando aprendas a comportarte! ¡Cerdo!

Algunos clientes más se habían apiñado en la puerta para verlo marchar, y alborotaban divertidos; otros miraban hacia la ventana en lo alto mientras la mujer la cerraba de un golpe. Yo estaba demasiado lejos para poder distinguir los rostros de los hombres que seguían ante la puerta, con las siluetas recortadas contra la luz de la taberna, pero cuanto más los observaba, más convencido estaba de que reconocería a uno de ellos. En ese momento, reía y señalaba al borracho con el dedo, pero la última vez que lo había visto se hallaba desplomado en una de las butacas de casa de Hethick, silencioso y ausente.

Cuando el griterío se hubo calmado, volví a tener la sensación de que algo se movía a mi espalda, entre las tumbas, pero lo único que pude ver al volverme fue el silencioso cementerio, con la pared blanca de la iglesia detrás. Contemplé el patio de la iglesia durante unos momentos, vigilando por si se movía algo, forzando la vista en la oscuridad. Y entonces sí que vi algo moverse, junto a la misma verja por la que yo había entrado.

La figura de un hombre corpulento salió de las sombras y atravesó la calle hacia la taberna. Me agarré con fuerza a los ladrillos del muro. El hombre miraba a izquierda y derecha, nervioso, y en lugar de entrar en la taberna, se ocultó entre las sombras de la pared, a esperar.

Coben.

El hombre que yo conocía de casa de Flethick también había visto a Coben, y un par de segundos después lo vi acercarse para charlar con él. Agucé el oído, tratando de captar lo que decían, pero sus palabras se perdieron bajo el ruido de los cascos de un caballo. En aquel mismo instante, un carruaje dobló la esquina, subió por la calle y se detuvo justo delante de la taberna, tapándome la visión de los dos malhechores. El lustroso caballo negro relinchó y sacudió la cabeza con un repicar metálico. El animal parecía mirar por encima del hombro a la gente pobremente vestida que rondaba por la taberna y me fijé en que tenía una cicatriz larga y brillante en el costado.

El cochero estaba agachado y decía algo a un hombre. Se oyó un murmullo y después un gran grito.

—¡Su Señoría te reclama! —gritó alguien—. Su señoría quiere hablar contigo.

El carruaje se quedó allí parado, negro y silencioso. Nadie bajó de él, pero Coben apareció por detrás, con expresión asustada. Se acercó a la ventanilla del carruaje y se puso a hablar con alguien que estaba dentro. Coben era un hombre robusto y brutal, pero de repente pareció haber encogido, achicado por el miedo y por la brillante rueda roja del carruaje, que era casi tan alta como él. No era un hombre acostumbrado a mostrar respeto a nadie, pero a juzgar por sus gestos, lo estaba intentando. No paraba de lanzar nerviosas miradas a un lado y a otro, y también hacia el cementerio, donde yo estaba escondido. Agaché la cabeza, convencido de que me había visto, pero apartó la mirada y siguió hablando con el hombre del carruaje.

—No lo sé —le oí decir de repente, en voz alta—. ¡Le he contado todo lo que sé!

Hubo una pausa mientras el hombre del carruaje le decía algo. Coben contestó, como de costumbre, en una jerga tan cerrada que no lo pude entender.

—Lo soltó por el ras de la napia —así fue como sonaron sus palabras—. El chandra del contramaestre.

Otra réplica desde la ventana del carruaje, que tampoco pude oír.

—Sí, Damyata se lo tendrá bien merecido —gruñó Coben y dio un manotazo con la palma de la mano contra la pared del carruaje. El cochero sacudió las riendas y el orgulloso caballo emprendió la marcha. Coben se quedó solo en la calle, mirando el carruaje con una expresión que, incluso en la penumbra, pude ver que era indescriptiblemente desagradable.

Vi como se iba por la calle, sin determinación, como si se estuviera preguntado qué tenía que hacer a continuación. Clavó la mirada en la reja del cementerio, y tras unos segundos de deliberación, se fue corriendo en la dirección opuesta y dobló la sombría esquina de detrás de Las Tres Amigas. De la taberna surgía un griterío de risas y canciones que se volvía ensordecedor en algunos momentos. A pesar de todo, esa algarabía carecía de alegría, era incluso descorazonadora, y cuanto más escuchaba esas risas más me parecían transformarse en un gran lamento, como si la taberna estuviera llena de almas atormentadas. Contemplé la luz mortecina y parpadeante que salía de sus ventanas y de repente sentí frío.

Coben había desaparecido por completo. No era muy probable que pasara algo más aquella noche. Levanté la mirada hacia el campanario decorado de la iglesia. Si duda había sido completamente blanco en el momento de su construcción, pero el hollín de años se había acumulado en sus relieves, de la misma manera que las sombras se acumulan en el rabillo del ojo cuando no se ha dormido lo suficiente. La letra de una canción pareció quedar suspendida en el aire nocturno. Venía de Las Tres Amigas: unas voces que se alzaban en una melodía lenta, melancólica, ronca y temblorosa, imitando el tañido de las campanas.

Din, don, din, don
,

qué bonita canción
:

Din, don, din, don
,

ya murió su son.

Noté que se me cerraban los párpados y me dije que en mi cama, en la imprenta, estaría mucho más cómodo que apoyado contra esa dura pared. Con cuidado de no ser visto, me arrastré hasta la verja del cementerio y me fui en dirección a casa, mientras a mi espalda las voces de los borrachos resonaban hasta llegar al río, sobre los negros tejados y a través del neblinoso aire nocturno de la ciudad, hasta llegar a los lejanos campos y los silenciosos pantanos.

No tengo ni idea de qué hora era cuando llegué a casa aquella noche. Me había arrastrado a través de las calles en estado de trance, agotado, apenas consciente, y cuando abrí con llave la pesada puerta de la imprenta y me sumergí en la oscuridad del taller,
Lash
me dio la bienvenida con el fervor propio de un perro que se ha convencido de que su amo no volverá jamás. Encendí la lámpara y me la lleve al cuarto, aliviado de volver a estar en casa.

Pero seguía lo bastante despierto para querer comprobar algo antes de meterme en la cama. Aquella noche había oído el nombre «Damyata». «Damyata se lo tendrá bien merecido», había gruñido Coben. Pero había oído ese nombre antes. Lo había visto en el documento que encontré en la cabina del capitán, a bordo de
El Sol de Calcuta
. Y también estaba seguro de haberlo visto en uno de los papeles que me había llevado del sótano de Jiggs.

Por segunda vez aquella noche, fui a por mi caja de galletas, llena de tesoros, que me aguardaba en el estante del armario. Sentado en la cama, abrí la tapa de la caja.

¡Estaba vacía!

Debía de haberme olvidado de volver a guardar las cosas dentro cuando las había sacado antes. ¿Las había dejado en otro estante del armario? No. ¿Habían caído debajo de la cama? Busqué por toda la habitación, sintiéndome cada vez más desesperado. Finalmente me convencí de que mis cosas no estaban en ninguna parte. Se habían llevado todas las notas de los ladrones.
El libro de Mog
también había desaparecido, y con él mis últimos pensamientos y secretos; mi muñequita de madera se había esfumado, y lo que era peor, mi brazalete.

Me puse a temblar. Me senté en la cama, con
Lash
entre las rodillas, mirándome, e intenté pensar. Estaba tan agotado que no podía recordar si realmente había vuelto a guardar mis cosas dentro de la lata, pero no había ni rastro de mis objetos en ningún rincón de la habitación y sabía que no me los había llevado conmigo. Entonces, ¿dónde estaban? Me di cuenta, con una sensación desagradable, que sólo había una explicación posible. Mientras había estado fuera, durante esas pocas horas de la noche, alguien había entrado y se había llevado mis tesoros.

¿Podría haber vuelto Cramplock mientras yo estaba fuera? ¿Podía ser que hubiese entrado a altas horas de la noche, hubiese encontrado la imprenta vacía, hubiese hurgado en mi habitación y hubiese encontrado la caja de galletas? ¿O quizá había venido a buscarme, se había encontrado a
Lash
solo, había descubierto la caja accidentalmente y se había llevado las cosas de dentro por curiosidad?

No parecía nada convincente. Pero pensé que existía otra posibilidad, mientras contemplaba el armario abierto. El hombre de Calcuta podía haber cogido la caja del armario a través de la pared sin que
Lash
se enterara. Habría ido a por los papeles, con todos los mensajes escritos y las listas de nombres: eso debía de ser justamente lo que andaba buscando. Ya era mala suerte perder todos los papeles, pero el brazalete… ¡mi tesoro más preciado, perdido! Habría visto que era de valor, e incluso debió reconocer los dibujos grabados, igual que yo.

Aguantándome las lágrimas, me abracé al cuello de
Lash
y le susurré mis pensamientos en voz alta. Cada pocas palabras, volvía la cabeza y me lamía la sal de las mejillas.

—El hombre de Calcuta tiene mis cosas —le dije—. Tiene los papeles,
Lash
, y todos los nombres de los que están metidos en el asunto.

Cuanto más pensaba en la lista de nombres, más importante me parecía. Me había quedado con esos papeles convencido de que contenían información vital, pero en medio de todo el revuelo no había tenido tiempo de leerlos. En su momento había supuesto que lo podría hacer en cualquier momento. Pero por lo que parecía, ya era tarde.

—Y tiene el brazalete de mi madre —gemí, recordando, y entonces no pude contener las lágrimas. Lo último que recuerdo, antes de dormirme de puro cansancio, fue la sensación de
Lash
intentando lamerme la cara, mientras yo apoyaba la frente sobre el pelaje de su cuello, sollozando.

Al día siguiente, en la imprenta, me sentía aturdido. El alba pareció llegar justo cuando me dormía, y seguramente sólo había dormido un par de horas cuando me despertaron los ruidos de Cramplock entrando en el local. Había vuelto a tener unos sueños muy vividos, y los rostros que se me habían aparecido entre la niebla estaban más angustiados que nunca. Por segunda vez en muy poco tiempo, mi madre había vuelto a aparecer. Se cogía el brazo y se señalaba la muñeca con el dedo. «¡Lo he perdido, mamá!», sollocé mientras ella se rodeaba la muñeca con los dedos de la otra mano, formando un brazalete. «¡Lo he perdido! ¡Lo siento! ¡Lo siento!» Y su boca formaba palabras en silencio y en sus labios me pareció leer la palabra «Encuéntralo», con una expresión angustiada y suplicante, alejándose de mí.

Al despertarme, todo me parecía todavía irreal. Con cautela, a primera hora, le pregunté a Cramplock sobre mi caja de galletas. Me dijo que no sabía nada, tal como me temía que respondería, pero no me atreví a decirle nada más, no fuera que empezara a hacer preguntas extrañas sobre lo que había dentro y por qué era tan importante. Cerré la boca y me dediqué a mis tareas.

Esperaba que el señor Glibstaff viniera a buscar sus anuncios del asesinato. Eran cincuenta y estaban apilados cuidadosamente sobre el mostrador. Si me salía con la mía, pensaba sonsacarle alguna información sobre la investigación del asesinato. A eso de las diez y media entró en la imprenta, con su caminar fanfarrón y su aire entrometido. Se apoyaba en un bastón nudoso e irregular, que siempre llevaba consigo y que solía blandir ante el rostro de la gente a modo de amenaza. Era otro día de mucho calor, y su horrible bigotito negro, de cerdas tan gruesas como los cepillos que se usan para quitar el barro de las suelas de las botas, brillaba por el sudor. Tuve que esforzarme mucho para ser amable con él.

—Hola, señor Glibstaff —le dije con tanta simpatía como pude—. Aquí tiene sus carteles, señor. —Miré hacia el taller, donde Cramplock estaba ocupado manipulando una ruidosa imprenta, y me incliné sobre el mostrador—. Un caso fascinante, ¿no es verdad, señor? —le dije poniendo la típica voz de niñito entusiasmado—. He estado leyendo cosas en el periódico, señor. ¡No mostraba señales de violencia! Curioso, ¿verdad?

Glibstaff me miraba receloso.

—¿Ya saben de qué murió, señor? —le pregunté.

—Sí, según parece ya lo saben —contestó entornando los ojos y levantando el mentón, como si quisiera evitar que mirara dentro de su cabeza buscando información.

—No me extrañaría que fuera con veneno —seguí hablando, observando si le cambiaba la expresión—. Un asunto bien extraño, ¿no cree? Por aquí hay asesinatos de todo tipo, señor Glibstaff, tantos que no lo creería. Hace sólo una semana un asesino se escapó de la Prisión Nueva. No sé si ya lo han atrapado, ¡pero qué pinta de criminal tenía!

Mis tácticas funcionaron. Glibstaff no podía resistirse a demostrar que sabía más que nadie. Le hacía sentir importante.

—Pues los dos casos están relacionados —repuso pomposamente—. Se cree que la víctima de este caso y el preso fugitivo se conocían bien.

Fingí cara de asombro.

—¿Puede ser verdad? —exclamé con los ojos abiertos como platos.

—Así que si ves algo sospechoso —continuó—, estaremos muy agradecidos por la información.

¡La de cosas sospechosas que podría explicarle! Tenía tanta información en la cabeza que estaba a punto de estallarme. Se me ocurrió que podía divertirme un rato despistándolo con pistas falsas, pero miré el grueso bastón y me lo pensé mejor. Lo primero que querría averiguar sería cómo me había llegado la información, y eso era muy difícil de explicar. Seguramente acabaría metiéndome en un lío mucho peor.

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