De qué hablo cuando hablo de correr

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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En 1982, tras dejar el local de jazz que regentaba y decidir que, en adelante, se dedicaría exclusivamente a escribir, Haruki Murakami comenzó también a correr. Al año siguiente correría en solitario el trayecto que separa Atenas de Maratón, su bautizo en esta carrera clásica. Ahora, ya con numerosos libros publicados con gran éxito en todo el mundo, y después de participar en muchas carreras de larga distancia en diferentes ciudades y parajes, Murakami reflexiona sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida y en su obra. Mientras habla de sus duros entrenamientos diarios y su afán de superación, de su pasión por la música o de los lugares a los que viaja, va dibujándose la idea de que, para Murakami, escribir y correr se han convertido en una actitud vital. Reflexivo y divertido, filosófico y lleno de anécdotas, este volumen nos adentra plenamente en el universo de un autor que ha deslumbrado a la crítica más exigente y hechizado a miles de lectores.

Haruki Murakami

De qué hablo cuando hablo de correr

走ることについて語るときに僕の語ること

ePUB v1.1

Mística
13.05.12

Título original:
走ることについて語るときに僕の語ること
(Hashiru koto ni tsuite kataru toki ni boku no kataru koto)

Haruki Murakami, 2007

Traducción: Francisco Barberán Pelegrín

Diseño/retoque portada: Mística

Editor original: Mística

ePub base v2.0

Título original:
走ることについて語るときに僕の語ること

Traducción: Francisco Barberán Pelegrín

Prefacio
El sufrimiento como opción

La existencia de una máxima que dice que un auténtico caballero nunca habla de las damas con las que ha roto, ni de los impuestos que ha pagado es..., es una mentira como una catedral. De hecho, acabo de inventármela. Disculpen. Pero, si de veras existiera una máxima como ésta, tal vez otra de las condiciones para ser un auténtico caballero sería la de no hablar nunca de los métodos que utiliza para conservar su salud. En efecto, los caballeros de verdad no suelen prodigar charlas en público sobre este tema. Al menos así me lo parece a mí.

Por supuesto, como todos saben, yo no soy un auténtico caballero, de modo que estas cosas tampoco me preocupan en exceso, pero, aun así, escribir un libro como éste me causa cierto apuro. Y lo siento si esto suena a excusa, pero, aunque este libro trate sobre el hecho de correr, no trata sobre métodos para la conservación de la salud. No pretendo aquí promocionar ideas del tipo: «Venga, salgamos todos a correr cada día y llevemos una vida saludable». Como mucho, me limitaré unas veces a reflexionar y otras a preguntarme sobre lo que ha supuesto para mí, como persona, el hecho de correr habitualmente.

Somerset Maugham escribió que «todo afeitado encierra también su filosofía». Viene a decir con eso que al realizar cualquier acto, por trivial que sea, con el paso de los días acaba por surgir algo similar a una contemplación filosófica. También yo quiero sumarme, de corazón, a esta teoría de Maugham. Por ello, aunque sea en mi condición de escritor o en la de corredor escriba ahora este modesto texto privado sobre el hecho de correr, lo ponga en letras de imprenta y lo publique, no creo que me aparte de mi camino. Tal vez se deba a mi complicada manera de ser, pero, como soy una persona incapaz de pensar a fondo sobre algo si antes no intento convertirlo en letras, también para poder reflexionar sobre el sentido del correr tenía que ponerme manos a la obra e intentar escribir un texto como éste.

Un día, mientras leía el
International Herald Tribune
tumbado en la habitación de un hotel de París, encontré por casualidad un especial dedicado a los corredores de maratón. En él entrevistaban a un montón de corredores famosos y, entre otras cosas, les preguntaban qué clase de mantras recitaban en el interior de sus mentes para conseguir autoestimularse durante la carrera. Era muy interesante. Cuando lo leí, quedé admirado al comprobar las cosas tan diversas que la gente pensaba para poder correr aquellos 42,195 kilómetros. Así de terriblemente despiadado era el maratón: un deporte imposible de practicar si uno no se recitaba mantras a sí mismo o hacía algo por el estilo.

Había un corredor que decía que, ya desde que empezaba a correr, y luego durante toda la carrera, no hacía más que rumiar para sus adentros una frase que le había enseñado su hermano, que también era corredor:
Pain is inevitable. Suffering is optional
, el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, depende de uno. Por ejemplo, cuando una persona que está corriendo piensa: «Uf, qué duro, no puedo más», lo de la dureza es un hecho inevitable, pero lo de poder o no poder más, eso queda ya al arbitrio del interesado. Creo que estas palabras resumen de manera clara y concisa lo más importante de un maratón.

Lo de intentar escribir un libro sobre correr se me ocurrió, entre unas cosas y otras, hace ya más de diez años, pero desde entonces, atormentado porque no acababa de dar con lo que buscaba, fueron pasando los días sin que me pusiera a ello. Correr. Dicho así, en una sola palabra, resulta un tema tan vago e impreciso que no sabía ni qué ni cómo escribir sobre él. No conseguía ordenar mis pensamientos.

Pero, cierto día, de repente me dije: «Voy a intentar transmitir lo que siento, lo que pienso, en un texto escrito a mi manera, de modo natural, volcando en él las cosas tal como están en mi cabeza. Al fin y al cabo, no hay otra manera de empezar», así que, a partir del verano de 2005, empecé a escribir partiendo desde cero, paso a paso, y en otoño de 2006 había terminado. En alguna ocasión reproduzco textos que escribí en el pasado, pero la mayor parte de lo escrito es sólo «mi sentir actual». Y es que escribir honestamente sobre el hecho de correr es también (en cierta medida) escribir honestamente sobre mí. Me di cuenta de ello cuando iba por la mitad. De ahí que suponga que no tendrán ustedes inconveniente en leer este libro tomándolo como una especie de «memorias» que giran en torno al hecho de correr.

Creo que esta obra aborda unos cuantos aspectos que, aunque no puedan calificarse de «filosóficos», sí son al menos una especie de reglas de experiencia. Tal vez no sean gran cosa, pero, al menos, son lo que he aprendido, a título estrictamente personal, a través de ese sufrimiento opcional derivado de haber puesto en funcionamiento mi cuerpo. Tal vez no resulten de mucha utilidad, pero, en cualquier caso, esto soy yo como persona.

Uno
5 de agosto de 2005 - Isla de Kauai (Hawai)

¿Quién puede reírse de Mick Jagger?

Hoy es viernes, 5 de agosto de 2005. Estoy en la costa norte de la isla de Kauai, en Hawai. El cielo está tan claro y despejado que me pasma.

Ni una nube. Ahora mismo no se aprecian siquiera indicios del concepto de nube. Llegué aquí a finales de julio. Como siempre, alquilé un apartamento y aprovecho el fresco de las mañanas para ponerme a trabajar en mi escritorio. Por ejemplo, ahora estoy escribiendo esto, un texto sobre el hecho de correr. Es verano, así que, por supuesto, hace calor. Se dice que Hawai es el archipiélago del eterno verano, pero como, a fin de cuentas, está en el hemisferio norte, cuenta con las cuatro estaciones. El verano es (relativamente) más cálido que el invierno. Pero, comparado con el calor sofocante, semejante a una tortura, que se siente entre el hormigón y el ladrillo de Cambridge (Massachusetts), lo de Hawai es como estar en el paraíso. No hace falta el aire acondicionado. Basta con dejar la ventana abierta para que entre una refrescante brisa. Cuando les digo que me voy a pasar agosto a Hawai, toda la gente de Cambridge siempre se sorprende: «Pero ¿tú estás bien? Con el calor que hace allí, ¿te vas en pleno verano a un sitio como ése?». Es porque no lo saben. No saben hasta qué punto consiguen los vientos alisios, que soplan incesantes desde el nordeste, refrescar el verano de Hawai. Tampoco saben lo felices que nos hace, a los que estamos aquí, esta vida en la que puedes disfrutar de la lectura a la fresca sombra de un aguacate y luego, cuando te apetece, irte sin más a dar un baño en una cala del Pacífico Sur.

Desde que llegué a Hawai también he salido a correr sin falta a diario. Pronto se cumplirán dos meses y medio desde que retomé la costumbre de correr todos los días, sin saltarme ni uno, salvo cuando me es absolutamente imposible. Esta mañana he metido en mi
walkman
un
minidisc
en el que había grabado dos álbumes de los Lovin' Spoonful,
Daydream
y
Hums of the Lovin' Spoonful
, y he corrido durante una hora y diez minutos escuchándolos.

Como estoy en un periodo en que lo que busco es aguantar y aumentar la distancia que recorro, por ahora los tiempos no me preocupan. Simplemente me lo tomo con calma y voy aumentando poco a poco la distancia que recorro. Cuando siento la necesidad de correr más rápido, simplemente incremento la velocidad. Pero, si aumento el ritmo, acorto el tiempo de carrera, así que procuro conservar y aplazar hasta el día siguiente las buenas sensaciones que experimenta mi cuerpo al correr. Idéntico truco utilizo cuando escribo una novela larga: dejo de escribir en el preciso momento en que siento que podría seguir escribiendo. Si lo hago así, al día siguiente me resulta mucho más fácil reanudar la tarea. Creo que Ernest Hemingway también escribió algo parecido, del estilo «continuar es no romper el ritmo». Para los proyectos a largo plazo, eso es lo más importante. Una vez que ajustas tu ritmo, lo demás viene por sí solo. Lo que sucede es que, hasta que el volante de inercia empieza a girar a una velocidad constante, todo el interés que se ponga en continuar nunca es suficiente.

Mientras corría ha llovido un poco, pero ha sido sólo una lluvia corta y agradable que ha refrescado mi cuerpo. Una densa nube se ha aproximado desde el mar y se ha situado sobre mí, ha descargado con prisas su fina lluvia, corta e intensa, como diciendo: «Tengo otros asuntos urgentes que atender», y, sin volver la vista atrás, se ha ido a alguna otra parte. Entonces ha vuelto el sol de siempre, ese que no hace distingos, y ha irradiado la tierra con ardor. Es un clima fácil de entender. No hay en él ni ambivalencias ni dificultades de comprensión, y tampoco contiene metáforas ni simbolismos. Por el camino me he encontrado con otros corredores. Había aproximadamente el mismo número de hombres que de mujeres. Los más vigorosos, los que corren golpeando con fuerza el suelo y cortando el viento al avanzar, parece que los persiga una cuadrilla de bandoleros. Por otro lado, están los corredores entrados en carnes, que corren con enorme sufrimiento: los ojos entornados, los hombros caídos y resoplando ruidosamente. Tal vez la semana pasada, después de que les diagnosticaran diabetes, su médico de cabecera les recomendó encarecidamente el ejercicio diario. Yo estoy un poco a caballo entre ambos.

La música de los Lovin' Spoonful, la escuches cuando la escuches, es estupenda. No pretende mostrar más de sí que lo necesario. Cuando escucho esta relajante música, los recuerdos de diversas cosas que me ocurrieron a mediados de los sesenta pasan lentamente ante mis ojos. Ninguno de esos episodios fue nada del otro mundo. Si se hiciera una película sobre mi vida (aunque el mero hecho de pensar en ello ya me horroriza), todas las escenas acabarían suprimidas en la sala de montaje. Seguro que dirían algo así: «Esta escena no hace falta que aparezca. No está mal, pero tampoco tiene nada de especial». Eso es. Son sólo pequeños acontecimientos sin importancia. Pero para mí son recuerdos valiosos llenos de sentido. Puede que, mientras voy recordando esto y aquello, esboce inconscientemente una sonrisa o ponga sin querer el gesto algo serio. Y, al final de ese cúmulo de recuerdos de vivencias normales y corrientes, estoy yo. Yo, aquí y ahora. En la costa norte de Kauai. Cuando pienso en la vida, a veces tengo la impresión de que no soy más que un tronco a la deriva, arrastrado por las aguas hasta una playa. Los alisios que soplan desde el faro agitan las hojas de los eucaliptos sobre mi cabeza.

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