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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

De qué hablo cuando hablo de correr (4 page)

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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Mientras corro pienso, de improviso, que tampoco pasa nada si no consigo mejorar mis marcas. He envejecido y el tiempo se va cobrando sus cuotas. Nadie tiene la culpa. Son las reglas del juego. Es igual que los ríos que fluyen hacia el mar. Sólo puedes aceptar esa imagen tuya tal como es, como una parte más del paisaje natural. Quizá no resulte una tarea muy grata. Y quizá lo que descubras tampoco te guste particularmente. Pero pienso que nada puedo hacer. Hasta ahora, a mi manera —y aunque no quepa decir que haya sido suficiente—, he venido disfrutando más o menos de la vida.

No es que presuma de ello (¿quién podría presumir de algo así?), pero reconozco que no soy muy inteligente. Soy de los que no adquieren conciencia clara de las cosas si no las viven en carne propia, si no tocan la materia con las manos. Sea como sea, hasta que no transformo las cosas en algo visible no quedo satisfecho. Soy una persona con una estructura más física que inteligente. Por supuesto, también tengo algo de inteligencia. O eso creo. Porque si no tuviera ni una pizca de inteligencia no podría escribir novelas por mucho que me empeñara. Pero no soy de los que viven elaborando teorías y razonamientos puros. Y tampoco de los que avanzan utilizando el razonamiento especulativo como combustible. Más bien soy de los que, a base de someter el propio cuerpo a cargas reales y de hacer que los músculos se quejen (a veces con grandes alaridos), van consiguiendo que suba de veras la aguja del indicador de su grado de comprensión hasta que, por fin, quedan satisfechos. Ni que decir tiene que se tarda bastante tiempo en subir uno a uno todos esos peldaños hasta que por fin llegas a una conclusión. Y conlleva molestias. A veces, se tarda tanto tiempo que, para cuando quedas convencido, ya es demasiado tarde. Pero qué se le va a hacer. Así soy yo.

Mientras corro, tal vez piense en los ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío. Es realmente estupendo. Digan lo que digan.

Dos
14 de agosto de 2005 - Isla de Kauai (Hawai)

¿Cómo se convierte alguien
en un novelista que corre?

Domingo, 14 de agosto. Por la mañana, corro una hora y cuarto mientras escucho en el
minidisc
música de Carla Thomas y Otis Redding. Por la tarde nado mil trescientos metros en la piscina del gimnasio y, al anochecer, me voy a bañar a la playa. Después, en el restaurante Dolphin, que está a la entrada de la ciudad de Hanalei, me tomo una cerveza y como pescado. Un pescado blanco que se llama
walu
. Me lo preparan a la brasa y le pongo salsa de soja. La guarnición es
kebab
vegetal. Me traen también una ensalada grande.

Desde comienzos de agosto hasta hoy, he corrido ciento cincuenta kilómetros justos.

Hace ya mucho tiempo que empecé a correr cada día. Para ser exactos, fue en otoño de 1982. Yo tenía entonces treinta y tres años.

Hasta un poco antes, regentaba algo parecido a un club de jazz cerca de la estación de Sendagaya, en Tokio. Nada más graduarme en la universidad (o, mejor dicho, cuando aún estaba en ella, porque entonces andaba muy liado con mis trabajillos temporales y todavía me faltaban algunos créditos para graduarme), abrí un local al lado de la puerta sur de la estación de Kokubunji y, tras llevarlo durante unos tres años, tuve que trasladarme al centro porque iban a reformar el edificio en el que se hallaba. No era en absoluto un local grande, pero tampoco era tan pequeño. Lo justo para que cupieran un piano de cola y un quinteto. Durante el día servíamos cafés y por las noches se transformaba en bar. También servíamos alguna cosilla de comer y, los fines de semana, programábamos alguna actuación en vivo. Como en aquella época este tipo de establecimientos todavía eran inusuales, acudían clientes y el negocio iba tirando.

Mucha gente de mi entorno, que consideraba imposible que un ignorante como yo tuviera talento para los negocios, pronosticaba que un negocio tipo
hobby
como ése nunca funcionaría, pero sus predicciones fallaron estrepitosamente. Para ser honestos, tampoco me considero especialmente dotado para los negocios. Fue sólo que, si fracasaba, ya no habría un después, de modo que tuve que dejarme la piel. Mis únicos puntos fuertes, antes como ahora, han sido siempre la diligencia, el aguante y la fuerza física. Si habláramos de caballos, estaría más cerca de un percherón que de uno de carreras. Soy hijo de oficinista, así que no sabía mucho de negocios, pero mi mujer sí que nació en una familia de comerciantes, y esa especie de intuición natural que ella tiene me ayudó bastante. Y es que, por muy buen percherón que sea, seguro que no habría podido hacerlo yo solo.

El trabajo en sí era bastante duro. Trabajaba hasta quedar reventado desde por la mañana hasta bien entrada la noche. Hubo ocasiones en que las pasé verdaderamente canutas, otras en las que tuve que devanarme los sesos en busca de soluciones y, también, muchas otras en las que salí muy decepcionado. Pero, volcado en cuerpo y alma en el trabajo, poco a poco fui contratando a gente y me fueron saliendo las cuentas. Y, a punto de cumplir los treinta años, por fin pude respirar aliviado. Como había pedido prestado todo el dinero posible y en todos los sitios posibles, cuando vi que las deudas ya no podían ahogarme sentí por fin que había culminado una etapa. Hasta entonces todo se resumía en intentar subsistir y sacar la cabeza a la superficie, sin poder pensar en prácticamente nada más. Al superar por fin una de esas escarpadas pendientes que hay en la vida y conseguir salir un poco a campo abierto, surgió cierta confianza en mí mismo que me decía que, si había logrado llegar hasta allí, aunque en adelante me topara con alguna que otra dificultad, sería capaz de capearla. Respiré profundamente, miré lentamente a mi alrededor, volví la vista hacia el camino que había recorrido y pensé en la siguiente etapa que debía acometer. La treintena estaba ya ante mis ojos. Me aproximaba a una edad en la que ya no se puede decir que uno sea joven. Fue entonces cuando decidí (y lo cierto es que no lo tenía previsto) escribir una novela.

Puedo especificar el día y la hora en que tomé esa decisión. Fue aproximadamente a la una y media de la tarde del 1 de abril de 1978. Ese día estaba solo en la grada exterior del estadio Jingu viendo un partido de béisbol mientras tomaba una cerveza. El estadio Jingu quedaba muy cerca del apartamento en que yo vivía, tanto que podía ir a pie, y en aquella época yo era un ferviente seguidor de los Yakult Swallows. Hacía un espléndido día de primavera al que no se le podía poner ni un pero. No había ni una nube y soplaba un viento cálido. En aquella época, en la grada exterior del estadio Jingu no había asientos, sólo la hierba que se extendía a lo largo de toda la pendiente. Miraba tranquilamente el partido tumbado en la hierba, dando sorbos a mi cerveza fría y alzando de vez en cuando la mirada para contemplar el cielo. Como de costumbre, no había demasiados espectadores. Era el partido de apertura de la temporada, y los Yakult recibían en su estadio a los Hiroshima Carp. Recuerdo que el pitcher de los Yakult era Yasuda, un lanzador regordete y de baja estatura que lanzaba con un efecto endiablado. Superó con facilidad la primera entrada dejando a cero el ataque del Hiroshima. En el turno de bateo de los Yakult, el primer bateador, Dave Hilton, un joven
outfielder
recién llegado de Estados Unidos, golpeó la bola hacia la línea exterior izquierda. El agudo sonido del bate impactando de lleno en aquella bola rápida resonó en todo el estadio. Hilton superó ágilmente la primera base y alcanzó con facilidad la segunda. En ese preciso instante me dije: «Ya está, voy a probar a escribir una novela». Todavía recuerdo con nitidez el cielo completamente despejado, el tacto de la hierba fresca que acababa de reverdecer y el agradable sonido del bate. En ese momento, algo cayó suave y silenciosamente desde el cielo y yo, sin duda, lo recibí.

No ambicionaba convertirme en novelista, ni nada parecido. Simplemente, quería escribir una novela, sin mayores pretensiones. No tenía ninguna idea concreta sobre qué podría escribir, pero sentí que, en ese momento, sería capaz de escribir algo con cierta enjundia. Al volver a casa, me senté frente a la mesa y me dispuse a intentar escribir algo, pero —hasta ese momento no había caído en la cuenta— resultó que no tenía ni una sola estilográfica decente. Así que fui a la librería Kinokuniya de Shinjuku y me compré un paquete de folios con cuadrícula y una pluma Sailor de unos mil yenes. Fue una inversión de capital muy modesta.

Eso fue en primavera, y para otoño ya había terminado de escribir una obra de unas doscientas páginas, de unos cuatrocientos caracteres por página. Cuando puse el punto final, me sentí muy bien. Como no sabía a ciencia cierta qué hacer con mi obra recién terminada, una especie de ímpetu me llevó a enviarla a un concurso para escritores noveles que convocaba una revista literaria. Ni siquiera me guardé una copia, por lo que deduzco que no me importaba mucho que, en caso de no pasar la selección, el original acabara perdido en alguna parte. Era la obra que actualmente está publicada con el título
Oíd cantar al viento
. Y es que a mí, más que si mi obra llegaba o no a ver la luz, lo que me interesaba era el hecho de concluirla.

Aquel otoño, los Yakult Swallows, que perdían año tras año, obtuvieron la victoria en la liga de la zona central, pasaron a las series nacionales y consiguieron el título absoluto tras derrotar a los Hankyu Braves. En varias ocasiones acudí lleno de ilusión al estadio Korakuen, donde se celebraban los partidos de las series nacionales (como ni la propia sociedad deportiva Yakult confiaba en su victoria, había cedido los derechos de uso de su estadio, el Jingu, a la liga universitaria). Por eso los recuerdos de ese otoño permanecen tan frescos en mi memoria. Fue un otoño particularmente hermoso y en el que hizo un tiempo espléndido. El cielo, de tan alto y tan claro, parecía que iba a salirse de la bóveda, y las hileras de ginkgos de la Pinacoteca de Meiji lanzaban destellos dorados más nítidos que nunca. Era mi último otoño antes de entrar en la treintena.

Cuando, a principios de la primavera del siguiente año, recibí una llamada telefónica de la redacción de la revista
Gunzo
en la que me informaban de que mi obra había resultado seleccionada para la fase final, me había olvidado por completo de que la había enviado a un concurso. Y es que mi vida cotidiana era demasiado ajetreada. Por eso, cuando recibí la sorpresiva noticia, al principio no entendía bien de qué me estaban hablando. La sensación fue algo así como un «¿Eeeh?». El caso es que esa obra acabó alzándose con el premio y, en verano, se publicó como volumen independiente. El libro no tuvo una mala acogida. De modo que yo, a mis treinta años, sin saber muy bien qué ocurría y sin haberlo buscado, había efectuado ya mi debut como escritor novel. Estaba sorprendido, pero supongo que la gente a mi alrededor lo estaba aún más.

Tras ello escribí, sin dejar de llevar el bar, mi segunda obra,
Pinball
1973
, una novela larga que no lo era tanto y, en las pausas, además, escribí varias novelas cortas, e incluso traduje algún relato de Scott Fitzgerald.
Oíd cantar al viento
y
Pinball
1973
fueron candidatas al Premio Akutagawa y de ambas se decía que eran serias aspirantes al triunfo, pero, al final, no lo lograron. Sin embargo a mí, para ser honesto, eso me daba igual. Y es que, si hubiera ganado el premio, seguramente se habrían sucedido las entrevistas y los encargos para que escribiera más cosas, lo que sin duda habría interferido en el negocio del bar, que era lo que me preocupaba.

Durante cerca de tres años, mi vida consistió en dirigir el negocio (llevar las cuentas, comprobar las existencias, ajustar los horarios de los empleados, etc.), pasar yo mismo a la barra a preparar cócteles y comidas, cerrar el establecimiento bien entrada la noche y, de regreso a casa, sentarme frente a la mesa y escribir hasta quedarme dormido. Tenía la impresión de estar viviendo el doble de vida que una persona normal. Por supuesto, era físicamente muy duro y, por el hecho de simultanear la escritura con un negocio abierto al público, tuve que hacer frente a muy diversas preocupaciones. En el negocio de la hostelería uno no puede elegir a su antojo a los clientes. Venga quien venga (a no ser que sea verdaderamente impresentable), hay que acogerlo con una sonrisa, una inclinación de cabeza y unas palabras de bienvenida. Por fortuna, tuve ocasión de conocer a mucha gente curiosa y viví experiencias inimaginables. En aquella época fui aprendiendo y absorbiendo, con humildad y con ganas, un montón de cosas. En líneas generales, creo que disfrutaba esa nueva vida y de los nuevos estímulos que me proporcionaba.

Pero el deseo de escribir una novela de mayor calado me perseguía. Escribí mis dos primeras novelas,
Oíd cantar al viento
y
Pinball
1973
, para disfrutar del hecho de escribir, pero había ciertos aspectos que no terminaban de convencerme. En cuanto encontraba un hueco en el trabajo, fuera una hora o treinta minutos, me enfrentaba al papel y, cansado como estaba, hacía correr por él la pluma como si compitiera contra el tiempo, así que me costaba mucho concentrarme. Trabajando de aquella forma tan desordenada, aunque consiguiera escribir algo en cierta medida interesante o novedoso, no era capaz de escribir una novela profunda, algo con auténtica enjundia. Pensaba: «Ya que se me ha dado la oportunidad de poder ser novelista (y no hace falta decir que no todo el mundo tiene esa suerte), me gustaría echar el resto y escribir una novela, aunque sólo fuera una, que me dejara de veras satisfecho». Era natural que surgiera en mí ese deseo. También pensaba que era capaz de escribir una obra de mayor calado. Así que, tras meditarlo bien, decidí cerrar temporalmente el negocio y dedicarme durante una temporada a escribir. En aquel entonces mis ingresos del bar eran mayores que los que obtenía como novelista, pero no me quedó más remedio que renunciar por completo a ellos.

Las personas de mi entorno se opusieron, en su mayoría, a mi decisión. O albergaban serias dudas acerca de ella. Me aconsejaban que, ahora que el negocio iba bien, cediera su administración a otro mientras yo me dedicaba a escribir, si eso era lo que me apetecía. Creo que, a los ojos de la sociedad, aquello hubiera sido lo correcto. Al parecer, no creían que lograra sobrevivir como novelista. Pero no pude seguir su consejo. Debido a mi carácter, cuando proyecto hacer algo, sea lo que sea, no me quedo satisfecho si no me involucro al cien por cien. Yo habría sido absolutamente incapaz de hacer una jugada tan buena como la de confiarle mi negocio al primero que pasara mientras yo me iba a escribir a otra parte. Si me ponía a ello con toda mi alma y, aun así, no funcionaba, acabaría por resignarme. Pero, si fracasaba por haberlo intentado sólo a medias, iba a lamentarlo el resto de mis días.

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