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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

De qué hablo cuando hablo de correr (3 page)

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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Tal vez sea porque allí se celebra el Maratón de Boston, pero el caso es que en Cambridge hay muchos corredores. Los caminos para hacer
footing
se prolongan a lo largo de toda la ribera del río Charles, de modo que, si a uno le apetece, puede ir corriendo hasta donde quiera y durante todo el tiempo que quiera. Eso sí, como se trata de vías de uso compartido con las bicicletas, siempre hay que tener en cuenta que una de ellas puede aparecer detrás de ti a toda velocidad. Y, como también hay muchas grietas en el piso, es preciso estar atento para no tropezar. También resulta exasperante quedarse atrapado en un semáforo y tener que esperar. Al margen de eso, los recorridos son muy agradables.

Cuando corro, por lo general, escucho música rock. A veces también jazz. Pero, desde el punto de vista de la adecuación al ritmo de carrera, el rock se me antoja lo más recomendable como acompañamiento. Por ejemplo, los Red Hot Chili Peppers, los Gorillaz, o los Beck, o grupos más antiguos, como los Creedence Clearwater Revival o los Beach Boys. Lo mejor es un ritmo lo más simple posible. Actualmente muchos escuchan su
iPod
mientras corren, pero yo prefiero el
minidisc
, al que estoy acostumbrado. En comparación con el
iPod
, es un poco más grande y su capacidad de almacenamiento es notablemente inferior, pero para mí es más que suficiente. Por ahora, no quiero mezclar la música con la informática. Es lo mismo que lo de no mezclar la amistad o el trabajo con el sexo.

Como ya he dicho, en julio corrí trescientos diez kilómetros. Hubo dos días de lluvia y otros dos en que, a causa del traslado, no pude correr. Y hubo muchos días en los que el calor se volvió insoportable. Así pues, que consiguiera correr trescientos diez kilómetros no estaba mal. No estaba nada mal. Si correr doscientos sesenta kilómetros al mes es «correr en serio», lograr trescientos diez debería ser ya «correr muy en serio». A medida que aumentaba la distancia de carrera, mi peso también disminuía. En dos meses y medio bajé siete libras y la grasa que había empezado a acumularse ligeramente alrededor de mi estómago también se esfumó. Siete libras. Eso son unos tres kilos largos. Me gustaría que imaginaran que van a una carnicería, piden tres kilos de carne y luego vuelven a casa caminando con ellos en la mano; tal vez así puedan hacerse una idea de lo que significa cargar con ese peso. Cuando pienso que vivía con semejante peso adherido a mi cuerpo, experimento un sentimiento bastante complejo. Y es que, aunque en mi vida en Boston nunca faltan la cerveza de barril (la Summer Ale de Samuel Adams) ni los Dunkin' Donuts, los resultados del ejercicio físico continuado hablan por sí solos.

Tal vez parezca un poco estúpido que alguien de mi edad deje constancia por escrito y a estas alturas de lo que ahora comentaré, pero, para dejar claras las cosas, debo decir que soy más bien de los que prefieren estar solos. O, para expresarlo con mayor precisión, yo soy de esos a los que no les produce tanto sufrimiento el hecho de estar solos. Correr cada día completamente solo durante una hora o dos sin hablar con nadie, o pasar cuatro o cinco horas escribiendo a solas y en silencio frente a una mesa, no me resulta especialmente duro ni aburrido. Ha sido así, sin grandes cambios, desde que era joven. Prefería leer un libro a solas y en silencio, o escuchar música concentrado, a hacer algo con alguien. Si se trataba de hacer algo solo, se me podían ocurrir un montón de cosas.

Sin embargo, desde que me casé, cosa que hice cuando era muy joven (tenía veintidós años), también me fui acostumbrando a vivir en compañía de alguien. Y, desde que salí de la universidad, regenté un bar, así que también aprendí la importancia de relacionarme con los demás. Aunque sea un hecho evidente, no se puede vivir completamente solo, y eso lo aprendí por propia experiencia. En consecuencia, y tal vez de un modo algo distorsionado, poco a poco fui haciendo mía una suerte de sociabilidad. En retrospectiva, me parece que entre los veinte y los treinta mi visión del mundo experimentó no pocos cambios y, como persona, también crecí algo. Y es que, a fuerza de golpearme la cabeza por las esquinas, fui aprendiendo algunos trucos prácticos para sobrevivir. Si a lo largo de esos diez años no hubiera vivido esas duras experiencias, sin duda tampoco habría escrito nunca una novela o, aunque me lo hubiera planteado, no habría podido escribirla. Aun así, el carácter de una persona tampoco puede variar esencialmente de una manera drástica. En mi interior siempre ha anidado el deseo de permanecer completamente solo. Por eso, el simple hecho de correr una hora todos los días, asegurándome con ello un tiempo de silencio sólo para mí, se convirtió en un hábito decisivo para mi salud mental. Al menos cuando corría no tenía que hablar con nadie ni que escuchar a nadie. Bastaba con contemplar el paisaje que me rodeaba y mirar hacia mi interior. Eran momentos preciosos e insustituibles.

A menudo me preguntan en qué pienso cuando estoy corriendo. Los que me formulan preguntas de esta índole son, por lo general, personas que nunca han vivido la experiencia de correr durante una larga temporada. Y cada vez que me hacen una pregunta de esta clase, no puedo evitar sumirme en una profunda reflexión: «Vamos a ver, ¿realmente en qué pienso mientras corro?». Y, para ser franco, no consigo recordar bien en qué he venido pensando hasta ahora mientras corría.

Ciertamente, los días en que hace frío, pienso un poco en el frío. Los días en que hace calor, pienso un poco en el calor. Cuando estoy triste, pienso un poco en la tristeza. Cuando estoy alegre, pienso un poco en la alegría. Como ya he comentado, en ocasiones recuerdo de manera deslavazada sucesos que ocurrieron hace mucho. De vez en cuando (aunque esto no me ocurre más que muy de vez en cuando) me viene de pronto a la mente alguna idea, apenas un esbozo, para una novela. Pese a todo, realmente casi nunca pienso en nada serio.

Mientras corro, simplemente corro. Como norma, corro en medio del vacío. Dicho a la inversa, tal vez cabría afirmar que corro para lograr el vacío. Y también es en el vacío donde se sumergen esos pensamientos esporádicos. Es lógico. Porque en el interior de la mente humana es imposible lograr el vacío absoluto. El espíritu humano no es ni tan fuerte ni tan consistente como para poder albergar el vacío absoluto. Sin embargo, esos pensamientos (o esas ideas) que penetran en mi espíritu mientras corro no son, en definitiva, más que meros accesorios del vacío. No son contenido, son pensamientos generados en torno al eje de la vacuidad.

Los pensamientos que acuden a mi mente cuando corro se parecen a las nubes del cielo. Nubes de diversas formas y tamaños. Nubes que vienen y se van. Pero el cielo siempre es el cielo. Las nubes son sólo meras invitadas. Algo que pasa de largo y se dispersa. Y sólo queda el cielo. El cielo es algo que, al tiempo que existe, no existe. Algo material y, a la vez, inmaterial. Y a nosotros no nos queda sino aceptar la existencia de ese inmenso recipiente tal cual es e intentar ir asimilándola.

He rebasado ya los cincuenta y cinco años de edad. De joven me resultaba inconcebible que llegara el siglo XXI y que yo superara la cincuentena. Por supuesto, era evidente que algún día llegaría el siglo XXI (a no ser que ocurriera algo) y que para entonces yo habría rebasado la cincuentena, pero, de joven, imaginarme a mí mismo con esa edad me costaba tanto como intentar imaginar al detalle el mundo de ultratumba. Cuando Mick Jagger era joven, se jactó de que preferiría morir antes que seguir cantando «Satisfaction» a los cuarenta y cinco. Pero lo cierto es que, incluso ahora que ya ha superado los sesenta, sigue cantando «Satisfaction». Hay quien se ríe de ello. Yo no puedo. Porque, de joven, Mick Jagger tampoco era capaz de imaginarse a sí mismo con cuarenta y cinco años. Y lo mismo me pasaba a mí. ¿Puedo reírme yo de Mick Jagger? No. Lo que pasa es que, por azar, yo no era un joven y afamado cantante de rock como él. Así pues, aunque en aquella época yo dijera cosas muy estúpidas, ahora nadie las recuerda, de modo que tampoco pueden ser reproducidas. ¿No es acaso ésa la única diferencia?

Y, ahora, me hallo ya y vivo dentro de ese mundo «antes inimaginable». Si lo pienso, me resulta algo curioso. Ni yo mismo soy capaz de discernir con claridad si la persona que soy, y que se encuentra en ese mundo, es feliz o infeliz, pero tampoco creo que merezca la pena preocuparse en exceso por eso. Para mí —y quizá para todo el mundo—, ésta ha sido la primera vez desde que nací que he experimentado lo que es envejecer, y la sensación que eso trae aparejada también es nueva. Si la hubiera experimentado con anterioridad, siquiera una vez, seguramente habría podido discernir muchas más cosas y con mayor claridad, pero el caso es que, al tratarse de la primera vez, no resulta nada fácil. Así que, en lo que a mí respecta, por el momento sólo puedo dejar para más adelante las valoraciones de detalle, aceptar las cosas como son e ir viviendo con ello. Es exactamente lo mismo que con el cielo, las nubes o el río. Además, tengo la impresión de que también hay en ello una especie de chispa que, según se mire, no es en absoluto despreciable.

Como ya he dicho, sea en la vida cotidiana, sea en el ámbito laboral, competir con los demás no es mi ideal de vida. Tal vez sea una perogrullada, pero el mundo es lo que es porque en él hay gente de todo tipo. Los demás tienen sus valores y llevan una vida conforme a esos valores. Yo también tengo los míos y vivo conforme a ellos. Las diferencias generan pequeños roces cotidianos y, a veces, la combinación de varios de esos roces se transforma en un gran malentendido. Como consecuencia de ello, se reciben a veces críticas infundadas. Y es evidente que no es agradable que te malinterpreten o que te critiquen. Te puedes sentir profundamente herido. Es una experiencia muy dura.

Sin embargo, a medida que uno acumula años, poco a poco va adquiriendo conciencia de que esas heridas y esa dureza son, en cierta medida, necesarias para la vida. Si se piensa con detenimiento, es precisamente porque somos muy distintos unos de otros por lo que conseguimos ponernos en marcha y perdurar como seres independientes. En mi caso, gracias a que todos somos muy distintos, puedo seguir escribiendo novelas. Puedo seguir escribiendo mis particulares historias porque, ante un mismo paisaje, capto aspectos distintos de los que captaría otra persona, y porque siento cosas distintas o elijo palabras diferentes a las que otro sentiría o elegiría. Con eso se produce también una situación inusual, y es que un número nada despreciable de personas toma en sus manos esas historias y las lee. Que yo sea yo y no otra persona, es para mí uno de mis más preciados bienes. Las heridas incurables que recibe el corazón son la contraprestación natural que las personas tienen que pagar al mundo por su independencia.

Así es básicamente como yo lo veo, y he vivido mi vida en consonancia con esta manera de pensar. Puede que, en parte, viéndolo en retrospectiva, deseara voluntariamente el aislamiento. Para las personas que tienen una profesión como la mía, aunque con sus diferencias, aislarse es un camino inevitable. A veces, no obstante, ese aislamiento, como ocurre con el ácido que se ha salido de la botella, va poco a poco, sin que uno se dé cuenta, corroyendo y disolviendo el espíritu. Es una afilada arma de doble filo: al tiempo que protege el espíritu, va también socavando, poco a poco y sin descanso, sus tabiques. Supongo que yo ya conocía, a mi manera (tal vez por experiencia), su peligrosidad. Y precisamente por ello he tenido que ir aliviando y relativizando ese aislamiento a fuerza de hacer trabajar a mi cuerpo de manera ininterrumpida y, en ocasiones, a fuerza de llevarlo hasta sus límites. De una forma más intuitiva que voluntaria.

Lo diré de un modo más concreto. Cuando recibo una crítica infundada (o que, al menos, a mí me parece infundada) de alguien, o cuando alguien de quien esperaba que aceptara una mía no lo hace, corro un poco más de distancia que de costumbre. De este modo, me agoto un poco más, proporcionalmente a ese poco más de distancia que corro. Entonces vuelvo a cobrar conciencia de que soy una persona débil y con limitaciones. Me doy cuenta de ello de un modo físico y desde lo más hondo de mi ser. Y, desde el punto de vista del resultado, ese poco de distancia que he corrido de más, lo gano también en fortaleza física, aunque la ganancia sea sólo meramente simbólica. Cuando me enfado, oriento el enfado hacia mí. Cuando siento rabia, redirijo hacia mí esa rabia para intentar mejorar. Hasta ahora he vivido pensando así. Me esfuerzo por tragar todo eso en silencio, sin más, hasta el límite, para después intentar liberarlo (variando su forma todo lo posible) en esos recipientes que son mis novelas, como una parte más de una historia.

No creo que mi carácter le guste a nadie. Quizás haya unos pocos (muy pocos) que me admiren. Pero es muy extraño que guste. ¿Quién podría sentir aprecio (o algo parecido) hacia una persona tan carente de espíritu de colaboración, hacia una persona que, en cuanto ocurre algo, pretende encerrarse en un armario? De todos modos, ésta es sólo mi opinión, pero, para empezar, cabría preguntarse si es teóricamente posible que un novelista sea objeto de aprecio por parte de alguien. No lo sé. Tal vez sea posible en algún lugar del mundo. Supongo que no se puede generalizar. Pero a mí al menos me resulta muy difícil admitir la posibilidad de que, durante todos estos años que llevo escribiendo novelas, me haya granjeado el aprecio de alguien en particular. Se me antoja más lógico pensar que no gustaba, que me odiaban, o que me despreciaban. No diré que eso me hubiera aliviado, pues tampoco disfruto con el hecho de que la gente me odie.

Pero eso es ya otra historia. Hablemos sobre el hecho de correr.

Sea como fuere, el caso es que he vuelto a la «vida de corredor». Empecé a correr «en serio» y, a estas alturas, ya corro «muy en serio». Todavía no tengo muy claro qué significa eso para mí, que ya he superado los cincuenta y cinco años. Probablemente signifique algo. Tal vez no sea nada relevante, pero algún significado ha de contener. De todas formas, ahora simplemente corro con todas mis fuerzas. Sobre lo que eso significa ya volveré a pensar más adelante (esto de «volver a pensar más adelante» es una de mis especialidades, cuya técnica voy puliendo a lo largo de los años). Me calzo las deportivas, me unto abundante crema solar en cara y cuello, ajusto el reloj y salgo a la calle. Y empiezo a correr. Los vientos alisios me azotan el rostro y veo en lo alto una garza blanca que cruza el cielo con sus dos patas debidamente alineadas, al tiempo que aguzo el oído para escuchar mi añorada música de los Lovin' Spoonful.

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