Desde que a finales de mayo de este año me trasladé a Cambridge, Massachusetts, correr ha vuelto a ser uno de los pilares de mi vida cotidiana. Y corro bastante en serio. Cuando digo «correr en serio» me refiero, hablando de cifras concretas, a correr sesenta kilómetros a la semana. O sea, a correr diez kilómetros al día durante seis días a la semana. La verdad es que preferiría correr diez kilómetros al día los siete días de la semana, pero cuando no es porque llueve es porque tengo mucho trabajo y tampoco puedo correr. También hay días en que estoy cansado y no me apetece. Por eso me reservo de antemano un día a la semana de descanso. De ahí que, para mí, la cifra de sesenta kilómetros a la semana, esto es, unos doscientos sesenta kilómetros al mes, sea la referencia cuando hablo de correr en serio.
En junio cumplí con lo previsto y corrí exactamente doscientos sesenta kilómetros. En julio aumenté la distancia y subí a trescientos diez kilómetros. Eso implica que corrí exactamente diez kilómetros al día sin descansar ninguno. Por supuesto, no corría cada día exactamente diez kilómetros, sino que, por ejemplo, si un día corría quince, al día siguiente sólo corría cinco. Vamos, que corría diez kilómetros al día de promedio (lo que, a ritmo de
footing
, significa más o menos una hora corriendo). Esto es para mí correr a un nivel bastante serio. Desde que llegué a Hawai, he mantenido este ritmo de diez kilómetros diarios. Hace ya tiempo que corro esta distancia de un tirón.
Para los que no lo han vivido nunca, el verano en Nueva Inglaterra puede ser infinitamente más severo de lo que imaginan. A veces hace fresco y se está a gusto, pero enseguida retornan los habituales días desagradables en los que el calor resulta insoportable. Cuando sopla el viento, aún se puede sobrellevar. Sin embargo, en cuanto el viento cesa, esa humedad proveniente del mar, que parece niebla, se convierte en una fina película y se adhiere con firmeza a tu cuerpo. Sólo con correr una hora por la ribera del río Charles, todo lo que llevo puesto acaba tan empapado de sudor que se diría que me han echado un cubo de agua por encima. La piel me escuece por el sol. La mente se me nubla. No consigo pensar nada coherente. Pese a todo, si le echo ganas y consigo acabar la carrera, entonces brota de mi interior una intensa sensación de frescura y renovación, que tiene también algo de autoabandono, como si me hubiera conseguido exprimir por completo.
Puedo dar varias razones que explican por qué, a partir de cierto momento, dejé irremediablemente de poder correr «en serio». En primer lugar, está el hecho de que, al irse volviendo la vida más ajetreada, uno ya no puede tomarse en el día a día todo el tiempo libre que desea. Tampoco es que yo, de joven, contara con todo el tiempo para mí que quería, pero al menos no tenía que atender tal cantidad de labores cotidianas. No sé por qué, pero, según parece, esto de las labores cotidianas es algo que aumenta con la edad. Además, también está el hecho de que mi interés empezara a orientarse más hacia el triatlón que hacia el maratón. Como saben, en el triatlón, además de correr, también hay una prueba de natación y otra de bicicleta. Yo, que soy corredor, no debería tener especiales problemas para acometer la parte de carrera, pero para acostumbrarme a las otras dos iba a tener que llevar a cabo unos entrenamientos específicos. Tuve que rectificar mi estilo de natación desde el principio, aprender la técnica para montar en bicicleta y preparar bien los músculos para todo ello. Eso requiere tiempo y esfuerzo. Así que tuve que reducir el tiempo que dedicaba a correr.
Pero la razón principal por la que ya no podía correr con suficiente diligencia y entusiasmo fue que, a partir de cierto momento, empecé a sentirme algo hastiado del hecho de «correr». Había empezado a correr en el otoño de 1982 y, desde entonces, había corrido sin interrupción durante casi veintitrés años. Había hecho
footing
casi todos los días, había corrido por lo menos un maratón al año (contándolos, he corrido veintitrés hasta ahora) y, además, había participado en incontables carreras de todo tipo de distancias, tanto largas como cortas, por todos los lugares del mundo. Correr largas distancias siempre había ido bien con mi naturaleza. Simplemente, disfrutaba corriendo. Correr era para mí, de entre las numerosas costumbres adquiridas a lo largo de mi vida, tal vez la más provechosa y la que más sentido tenía. Y creo que, gracias a haber corrido ininterrumpidamente durante veintitantos años, mi cuerpo y mi espíritu se fueron formando y fortaleciendo.
No puede decirse que yo esté hecho para los deportes de equipo. Para bien o para mal, es algo con lo que se nace. Siempre que juego al fútbol o al béisbol (salvo durante mi infancia, es algo poco frecuente), no puedo evitar sentirme ligeramente incómodo. Tal vez se deba a que no tengo hermanos, pero lo cierto es que los juegos de equipo no me apasionan nada. En cuanto a los juegos en que se enfrentan dos personas, como el tenis, tampoco puedo decir que sean mi fuerte. El squash me gusta, pero, cuando juego un partido, tanto si gano como si pierdo, no acabo de quedarme convencido. Los deportes de combate también se me dan mal.
Por supuesto, yo también tengo mi pundonor y no me gusta perder. Pero desde antaño, no sé por qué, nunca he tenido especial interés en competir con los demás para ver quién gana o pierde. Y esta tendencia no ha cambiado, en general, al hacerme adulto. En este y en otros ámbitos, no me preocupa en exceso si gano o me ganan. Me interesa más ver si soy o no capaz de superar los parámetros que doy por buenos. Y, en este sentido, las carreras de fondo encajaban perfectamente con mi mentalidad.
Si uno prueba a correr un maratón se da cuenta de ello: a los corredores de fondo no les importa demasiado que otro corredor les supere o superar a otro durante la carrera. Por supuesto, si uno llega a ser un corredor de elite de los que aspiran a la victoria, entonces superar al rival que se tiene delante cobra mucha importancia, pero en general, para los que no formamos parte de esa elite, una victoria o una derrota en particular no es crucial. Es posible también que, entre estos últimos, haya quien corra con la motivación de no querer que le gane tal o cual persona, y quizás eso les sirva de estímulo para entrenar. Pero si tu motivación para correr una carrera desaparece (o disminuye) cuando determinado rival, por los motivos que sean, no puede participar en ella, está claro que no aguantarás mucho como corredor.
La mayoría de los corredores suele afrontar las carreras fijándose de antemano un objetivo concreto, del estilo: «Esta vez intentaré hacerlo en tal tiempo». Si consiguen recorrer cierta distancia en el tiempo que se han fijado, entonces «han conseguido algo», y, si no lo logran, entonces «no lo han conseguido». Pero, aun suponiendo que no logren correr en el tiempo que se han fijado, si al acabar sienten la satisfacción de haber hecho todo lo posible, si experimentan una reacción positiva que les vincule con la siguiente carrera, la sensación de haber descubierto algo grande, tal vez ello suponga ya, en sí mismo, un logro. En otras palabras, el orgullo (o algo parecido) de haber conseguido terminar la carrera es el criterio verdaderamente relevante para los corredores de fondo.
Lo mismo cabe decir respecto del trabajo. En la profesión de novelista (al menos para mí) no hay victorias ni derrotas. Tal vez el número de ejemplares vendidos, los premios literarios, o lo buenas o malas que sean las críticas constituyan una referencia de los logros obtenidos, pero no los considero una cuestión esencial. Lo más importante es si lo escrito alcanza o no los parámetros que uno mismo se ha fijado, y frente a eso no hay excusas. Ante otras personas, tal vez, uno pueda explicarse en cierta medida. Pero es imposible engañarse a uno mismo. En este sentido, escribir novelas se parece a correr un maratón. Por explicarlo de un modo básico, para un creador la motivación se halla, silenciosa, en su interior, de modo que no precisa buscar en el exterior ni formas ni criterios.
Para mí, correr, al tiempo que un ejercicio provechoso, ha sido también una metáfora útil. A la par que corría día a día, o a la vez que iba participando en carreras, iba subiendo el listón de los logros y, a base de irlo superando, el que subía era yo. O, al menos, aspirando a superarme, me iba esforzando día a día para conseguirlo. Ni que decir tiene que no soy un gran corredor. Mi nivel es extremadamente corriente (por no decir mediocre, un término quizá más adecuado). Pero eso no es en absoluto importante. Lo importante es ir superándose, aunque sólo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ése no es otro que el tú de ayer.
Sin embargo, mediada la cuarentena, ese sistema de autoevaluación empezó a sufrir algunos cambios. Por decirlo con sencillez, empecé a no poder aumentar el tiempo que permanecía corriendo. En cierta medida, sobre todo si uno piensa en la edad, eso es inevitable. En algún momento de su vida, todo el mundo alcanza la cota más alta de su capacidad física, y después viene el declive. Por supuesto, ese momento varía según los casos, pero, por lo general, los nadadores en la primera mitad de la veintena, los boxeadores en la segunda, y los jugadores de béisbol en la primera mitad de la treintena, tienen que pasar por encima de esa invisible cordillera que divide las aguas. Y esa cordillera no se puede bordear. Una vez le pregunté a un oftalmólogo si en este mundo había alguien que se librara de padecer presbicia, y él, muy divertido ante la pregunta, me contestó entre risas que él, al menos, aún no había conocido a nadie. Suele ser así en todos los ámbitos (sin embargo, por fortuna, los artistas constituyen un caso aparte. Por ejemplo, Dostoyevski escribió sus dos novelas largas más significativas,
Los demonios
y
Los hermanos Karamázov
, en los últimos años de los sesenta que vivió. Domenico Scarlatti compuso a lo largo de su vida quinientas cincuenta y cinco sonatas para clavicémbalo, pero escribió la mayoría de ellas entre los cincuenta y siete y los sesenta y dos años).
En mi caso, el apogeo como corredor me llegó pasados los cuarenta y cinco años. Hasta entonces corría un maratón en unas tres horas y media. Eso supone ir a un ritmo exacto de cinco minutos por kilómetro. Había ocasiones en que lograba bajar de las tres horas y media, y ocasiones en que no (aunque estas últimas eran más frecuentes). El caso es que, en más o menos ese tiempo, podía correr un maratón con relativa facilidad. Incluso cuando no me había ido del todo bien, no sobrepasaba las tres horas y cuarenta minutos. Es más: aunque apenas hubiera entrenado, o aunque no me encontrara físicamente muy bien, en principio era impensable que superara las cuatro horas. Eso duró algún tiempo. Pero, en algún momento, se fueron volviendo las tornas. A pesar de que entrenaba igual que antes, cada vez me costaba más completar el recorrido del maratón antes de las tres horas cuarenta, mi ritmo pasó a ser de cinco minutos y medio por kilómetro, y al final me aproximé, hasta rozarla, a la línea de las cuatro horas. Fue un shock. ¿Qué me estaba pasando? No quería pensar que fuera cosa de la edad. Y es que, en mi vida cotidiana, no tenía en absoluto la sensación de estar sufriendo un declive físico. Pero, por más que lo negara, por más que lo ignorara, los tiempos seguían aumentando inexorablemente.
Tal vez se debiera, al menos en parte, a que mis tiempos en el maratón iban dejando de ser los que cabría desear, pero el caso es que empecé a sopesar la posibilidad de correr distancias aún más largas que el maratón. Comenzaron a interesarme otros deportes, como el triatlón o el squash. Me decía: «Si no haces más que correr, quizá tu cuerpo acabe deformándose. ¿No sería mejor que lo combinaras con otros deportes y así te fueras forjando un cuerpo más compensado?».
Con una entrenadora particular, rehíce desde la base mi técnica de natación y conseguí nadar de una manera más rápida y cómoda. Así, fui también adquiriendo musculatura y mi complexión se fue transformando a ojos vista. Pero mis tiempos en el maratón seguían su firme pero lento retroceso, al igual que ocurre cuando baja la marea. Correr ya no me resultaba algo despreocupado y divertido como antes. Entre el correr y yo se había presentado esa época de pereza y hastío que les llega a muchos matrimonios. Esa época dominada por la desilusión de no ver recompensados suficientemente los esfuerzos y la sensación de bloqueo porque esa puerta que debería estar abierta se ha cerrado irremisiblemente en algún momento. Denominé a eso
runner's blue
, la «tristeza del corredor». Más adelante les contaré con mayor detalle a qué clase de tristeza me refiero.
Sin embargo, al regresar a Cambridge después de diez años (con anterioridad había vivido en esta ciudad dos años, de 1993 a 1995, en la época en que era presidente Bill Clinton) y volver a tener ante mis ojos el río Charles, brotó nuevamente en mí, no sé muy bien de dónde, el deseo de correr. Los ríos, a no ser que sufran cambios trascendentales, no varían mucho con el paso de los años, pero me pareció que el río Charles estaba especialmente igual que siempre. Había transcurrido el tiempo, los estudiantes eran otros, yo tenía diez años más, y por debajo del puente había corrido, literalmente, mucha agua. Con todo, el río en sí no había cambiado ni un ápice y seguía mostrando su apariencia de antaño. El caudaloso curso de agua fluía silencioso hacia la bahía de Boston. Remojando las orillas, haciendo brotar las verdes plantas estivales, alimentando a las aves acuáticas, pasando bajo el viejo puente de piedra, reflejando las nubes en verano (o llevando a flote cascos de hielo en invierno), sin prisa pero sin pausa, como esas ideas inmutables que han conseguido sobrevivir a numerosas revisiones, el río simplemente seguía, silencioso, su camino hacia el mar.
Para cuando había puesto en orden todo el equipaje que había traído de Japón, había concluido los diversos trámites administrativos y me había instalado del todo, ya había empezado a correr de nuevo con entusiasmo. Había resurgido en mi vida la alegría de volver a correr pisoteando el mismo suelo por el que antaño solía hacerlo, mientras aspiraba el aire fresco de las primeras horas de la mañana. El sonido de los pasos, el de la respiración y el de los latidos del corazón se entrelazaban e iban componiendo un peculiar polirritmo. El río Charles es una especie de santuario de las regatas. En él siempre hay alguien remando en una embarcación. Yo corro como si compitiera contra los remeros. Por supuesto, casi siempre son más rápidos ellos. Pero, si se trata de un simple bote que boga tranquilamente contra corriente, a veces la competición resulta más interesante.