La pesadilla continúa en la secuela de
Septiembre zombie
.
Una agresiva enfermedad ha acabado con el noventa y nueve por ciento de la población mundial y ha transformado la faz del planeta. Un pequeño grupo de supervivientes encuentra refugio entre las ruinas de una ciudad devastada. Sobreviven entre los escombros, aterrorizados por los efectos que la horrible infección tiene en los cuerpos de los muertos. La repentina aparición de una compañía de soldados vuelve a amenazar la frágil existencia de los supervivientes. ¿Traerán con ellos esperanza, ayuda y respuestas, o tan sólo más miedo y sufrimiento?
«¡Regocijaos, fans de los zombies! Una de las más originales novelas de muertos vivientes ha salido de la tumba para recordarnos lo que realmente significa tener un asiento de primera fila en el fin del mundo.
Ciudad Zombie
es escalofriante, un estudio sociológico de lo que ocurre cuando los muertos vuelven y de lo que debemos hacer para sobrevivir.»
David Wellington
, autor de la trilogía
Zombie
(Timun Mas)
David Moody
Ciudad Zombie
Autumn 2
ePUB v1.2
GONZALEZ07.03.12
Corrección de erratas por Breo & Veztaro
Título original:
Autumn: The city
© David Moody, 2003
© de la traducción, Francisco García Lorenzana
No hubo advertencias ni explicaciones. Estábamos entrenados para responder con rapidez. Sonó la alarma, y en cuestión de segundos nos levantamos y nos pusimos en movimiento. La rutina era la misma que en un millar de simulacros, pero supe inmediatamente que esta vez era diferente. Supe que era real. Podía sentir el pánico en el aire de primera hora de la mañana, y en la boca del estómago tenía la desagradable sensación de que estaba ocurriendo algo que lo iba a cambiar todo.
En silencio, recogimos el equipo y nos reunimos delante de los transportes. Vi inquietud e incertidumbre en los rostros de todos los que me rodeaban. Incluso los oficiales, hombres y mujeres con experiencia y curtidos en combate, que recibían las órdenes de arriba, y controlaban y dirigían todas nuestras acciones, parecían desconcertados y asustados. Su miedo y su inesperada confusión resultaban inquietantes. Sabían tan poco como todos nosotros.
En escasos minutos estuvimos en camino, y el viaje duró menos de una hora. La oscuridad previa al amanecer empezaba a desvanecerse mientras nos acercábamos a la ciudad. Provocamos el caos en la hora punta, abriéndonos paso a la fuerza a través del tráfico y retrasando a la gente que se dirigía a sus escuelas, oficinas
y
hogares. Vi a cientos de personas mirándonos, pero no me permití mirarles a la cara. Si los rumores que estábamos empezando a oír eran ciertos, no les quedaba mucho tiempo. Me forcé a concentrarme en detalles triviales y sin importancia: contar los remaches en el suelo al lado de mis botas, el número de cuadraditos que formaba la tela de alambre sobre las ventanas... cualquier cosa para evitar recordar que en algún lugar allí afuera, en la frágil normalidad de esta mañana, había personas que conocía y amaba.
Cortamos por el corazón de la ciudad y salimos atravesando los suburbios, siguiendo las carreteras generales y las autopistas, que finalmente penetraban profundamente en el campo verde
y
vacío. El cielo era gris y plomizo, y la luz seguía siendo mortecina y sin brillo. Las carreteras principales se convirtieron en carreteras secundarias, después en senderos de grava, desiguales y desnivelados, pero nuestra velocidad no se redujo hasta que llegamos al bunker.
Fuimos de los primeros en llegar. A los quince minutos de nuestra llegada, el último transporte bajó a toda velocidad por la rampa y se introdujo en el hangar. Antes incluso de que se parase su motor, oí cómo un oficial daba la orden de cerrar las puertas y sellar la base. Fuera lo que fuese que le estaba ocurriendo al mundo exterior, supe que era un desastre de proporciones inimaginables.
El último resquicio de la luz del día desapareció cuando sellaron las puertas del búnker. Recogí mi equipo y caminé hacia las profundidades de la tierra.
Durante la mayor parte de las últimas cuarenta y ocho horas, Donna Yorke había permanecido escondida debajo de un escritorio en una esquina de la oficina donde llevaba trabajando desde el verano. El martes por la mañana, sin aviso previo, su entorno familiar se había vuelto ajeno, frío y horrible. El martes por la mañana había contemplado cómo moría el mundo a su alrededor.
Al igual que el resto de sus colegas, Donna hacía un turno de primera hora una semana de cada cuatro. Esa semana le tocaba llegar primero y abrir el correo, encender los ordenadores y realizar otras tareas sencillas, de manera que el resto de su equipo pudiera empezar a procesar en cuanto llegasen a sus mesas a las nueve. Se alegraba de que hubiera ocurrido a una hora tan temprana. De esta forma sólo tuvo que presenciar cómo morían cuatro de sus amigos. Si hubiera ocurrido tan sólo una media hora después, tendría que haber contemplado cómo las más o menos sesenta personas de la oficina sufrían la misma muerte, por una asfixia súbita e inexplicable. Nada de lo que había ocurrido tenía ningún sentido. Helada y sola, estaba demasiado aterrorizada para ni siquiera empezar a buscar las respuestas.
Desde su punto de observación aventajado en la novena planta, contempló cómo la destrucción barría el mundo exterior como si fuera una marea invisible. Al encontrarse en un punto tan elevado sobre la ciudad, no había oído nada, y la primera señal de que algo iba mal había sido una brillante explosión a corta distancia, quizá a unos cuatrocientos metros. Presenció con una fascinación morbosa y una auténtica preocupación cómo una columna de fuego y un denso humo negro ascendían raudos hacia el cielo desde las entrañas reventadas de una estación de servicio en llamas. Los coches de la calle cercana estaban desperdigados y aplastados. Era evidente que algo enorme había cruzado la calle de doble dirección, arrollando el tráfico, y se había empotrado contra los surtidores, lo que había hecho estallar inmediatamente los depósitos de combustible. ¿Habría sido un tráiler o un camión cisterna fuera de control?
Pero eso sólo había sido el principio, y el horror y la devastación subsiguiente habían sido imparables y había alcanzado una escala inimaginable. A lo largo del sector oriental de la ciudad, muy industrializado, vio cómo las personas caían al suelo. Pudo contemplar cómo se retorcían y sufrían antes de morir. Y también vio detenerse muchos más vehículos; gran cantidad de ellos colisionaban entre sí y bloqueaban las calles, otros iban reduciendo poco a poco la velocidad hasta detenerse, como si se les hubiera acabado la gasolina combustible. Donna contempló cómo se iba acercando el caos. Igual que una onda expansiva, atravesó con rapidez la ciudad a sus pies, y se acercó inexorablemente hacia su edificio. Aterrorizada hasta tal punto que sentía las piernas pesadas a causa de los nervios, se alejó a trompicones y se dio la vuelta buscando a alguien que pudiera tranquilizarla con una explicación. Una de sus colegas, Joan Alderney, acababa de llegar al trabajo, pero cuando Donna la encontró, estaba a cuatro patas y luchaba por respirar. Donna no pudo hacer nada para ayudarla. Joan levantó la mirada hacia ella con unos ojos muy abiertos y desesperados, y su cuerpo se sacudió presa de unas convulsiones furiosas mientras luchaba por inhalar una última y preciosa bocanada de aire. Su rostro perdió color con rapidez y adquirió un tono gris azulado ceniciento, típico de la asfixia, pero los labios mantuvieron el rojo carmesí, procedente de los numerosos morados y llagas que le habían aparecido en la garganta.
Mientras Joan yacía moribunda en el suelo a su lado, Donna se vio distraída por el ruido que hizo Neil Peters, uno de los directivos jóvenes, al derrumbarse sobre su escritorio, regando todo el papeleo con babas y sangre mientras luchaba por conseguir aire entre las arcadas y la asfixia. Jo Foster, una de sus amigas más íntimas en el trabajo, fue la siguiente en infectarse al entrar en la oficina. Donna contempló impotente cómo Jo se agarraba el cuello, y después articulaba un grito ronco y virtualmente silencioso de dolor y miedo antes de caer al suelo, muerta incluso antes de tocar la moqueta. Finalmente, Trudy Phillips, el último miembro del primer turno de esta semana, sufrió un ataque de pánico, y empezó a tambalearse y a correr hacia Donna al aumentarle el dolor punzante y abrasador en la garganta. Sólo pudo avanzar unos pocos metros antes de perder la conciencia y caer, tropezando con el pie en un cable y arrastrando un monitor de ordenador, que cayó de un escritorio y se estrelló contra el suelo sólo a unos pocos centímetros de su cara. Una vez se hubo apagado el ruido y Trudy hubo muerto, el mundo se convirtió en un sitio terroríficamente silencioso.
La reacción instintiva de Donna fue salir de la oficina y buscar ayuda, pero en cuanto estuvo fuera lamentó su decisión. El ascensor le proporcionó un paraíso enclaustrado de normalidad mientras la llevaba al vestíbulo de la planta baja, pero entonces se abrieron las puertas deslizantes, y ante ella apareció una escena de muerte y destrucción a una escala incomprensible. Había cuerpos por todo el vestíbulo. El guardia de seguridad, que había flirteado con ella menos de media hora antes, estaba muerto en su mesa, caído hacia delante con la cara contra el monitor del circuito cerrado de televisión. Uno de los directores principales de la oficina, un hombre cuarentón, bajo y con exceso de peso, llamado Woodward, se hallaba atrapado en la puerta giratoria de entrada al edificio, con su gran barriga encajada contra el vidrio. Jackie Prentice, otra de sus amigas del trabajo, estaba tumbada en el suelo a sólo unos pocos metros de donde se encontraba Donna, bajo el peso de dos hombres también muertos. Un hilo de sangre, espeso y que se coagulaba con rapidez, salía de la boca abierta de Jackie y había formado un charco pegajoso alrededor de su pálido rostro.
Sin pensar, Donna salió a la calle por una puerta lateral. Más allá de los muros del edificio parecía que la devastación había continuado en todas direcciones hasta donde ella alcanzaba a ver. Había cientos de cuerpos en cualquier lado que mirase. Aturdida e incapaz de pensar con claridad, se alejó del edificio en dirección al centro. A medida que se acercaba a la principal zona comercial de la ciudad, el número de cuerpos fue aumentando hasta tal punto que, en algunos lugares, el pavimento estaba cubierto en su totalidad, alfombrado de una maraña de cadáveres aún calientes.
Donna había dado por sentado de forma natural que encontraría a otros como ella, otros que habían sobrevivido a la matanza. Parecía poco probable, incluso imposible, que ella fuera la única que conservara la vida, pero después de casi una hora de abrirse camino entre los muertos, pidiendo ayuda a gritos, no había oído nada ni visto a nadie. Siguió andando durante un rato más, convencida de que al torcer la siguiente esquina, descubriría que todo había vuelto a la normalidad, como si no hubiese pasado nada, pero la devastación parecía que no tenía fin. Aturdida por la incomprensible magnitud de la inexplicable catástrofe, acabó dándose por vencida, dio la vuelta y regresó al alto edificio de oficinas.