Ciudad Zombie (6 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Ciudad Zombie
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—Sé lo que quieres decir. Por eso sigo aún aquí.

—¿Trabajabas aquí?

Ella asintió.

—¿Qué hacías?

—Procesamiento de datos para un banco, aunque ahora ya no tiene importancia.

—Típico, ¿no te parece? —suspiró Paul—. Te pasas la mayor parte de tu vida intentando salir del trabajo, y luego acabas atrapado en él cuando todo se pone patas arriba.

—¿Había alguien más por ahí cuando venías hacia aquí?

—Había un montón de gente —contestó—, pero nadie estaba vivo. ¡Dios santo!, todas las personas con las que había estado trabajando el día anterior estaban muertas. Toda esa gente que había conocido durante siglos se había ido... Acabas conociendo a la gente con la que trabajas, ¿no te parece? Tenía colegas allí y salíamos a tomar unas copas los fines de semana,
y
ahora están...

Dejó de hablar y levantó la mirada hacia el techo para evitar el contacto visual antes de perder el control y empezar de nuevo a llorar. Donna se sentó y lo contempló desde el otro lado de un ancho escritorio gris. Ella ni dijo ni sintió nada. De alguna manera había conseguido distanciarse del dolor. Pensaba que quizá era el aturdimiento a causa de todo lo que había ocurrido. Quizá la caería sobre ella más tarde. Fuera cual fuese la razón, por dentro se sentía tan muerta como los miles de cuerpos que yacían pudriéndose en las calles, como si cada nervio de su cuerpo hubiera sido cauterizado. Al parecer ya no sentía nada. Sabía que probablemente eso era malo, pero no le preocupaba. Por el momento, ayudaba.

—Come un poco —sugirió, incapaz de pensar en nada más constructivo que decir. Empujó un paquete de galletas al otro lado del escritorio. Paul negó con la cabeza—. Realmente deberías comer algo.

—No, gracias.

—¿Algo de beber?

Ella le ofreció una botella de agua medio vacía. Paul asintió y se limpió la cara con la manga antes de tomar la botella que le ofrecía y beber sediento.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer ahora? —preguntó mientras enroscaba el tapón de la botella y se la devolvía.

—Dímelo tú —contestó Donna con brusquedad.

—Quiero decir que no podemos quedarnos aquí sentados, ¿no te parece?

—¿Qué más podemos hacer?

—Dios santo, deberíamos hacer algo. Deberíamos salir y buscar a otras personas. Ver si encontramos a alguien que realmente sepa lo que está pasando...

—Maldita sea, Paul, no he visto a nadie vivo excepto a ti. No he encontrado a nadie más que siga respirando, ¿qué posibilidades tenemos de encontrar a alguien que sepa lo que ha ocurrido?

—Lo sé, pero...

—No quiero salir hasta que tenga que hacerlo —prosiguió Donna interrumpiéndolo—. Ahora mismo sólo quiero estar lo más lejos posible de esas malditas cosas de ahí fuera.

Su voz era fría, monótona y cansada, y el mensaje estaba claro. Paul no se molestó en discutir. Se levantó e improvisó una cama en un rincón con ropas y sábanas.

Se tendió en silencio y se quedó mirando la oscuridad durante horas. Donna se reclinó en su asiento e hizo lo mismo.

7

En el borde más alejado del centro de la ciudad, a menos de dos kilómetros del edificio de oficinas donde se refugiaban Donna y Paul, se levantaba un moderno campus universitario recientemente renovado. El campus era enorme y extenso, y su rasgo más destacado era un gran bloque de alojamientos de ladrillos rojos, de construcción reciente, cuya fachada seguía paralela a un tramo de la ronda de seis carriles que rodeaba el corazón de la ciudad. Partes de la universidad habían quedado absorbidas en el vecindario local. La facultad de medicina, por ejemplo, se alojaba al lado de uno de los principales hospitales de la ciudad. El propio hospital, con unidades especializadas en odontología, pediatría, dermatología y quemados, había sido fundamental durante muchos años para el aumento de la media de salud de los habitantes de la ciudad. Esa noche, sin embargo, sólo un médico seguía de servicio. Esa noche sólo quedaba un médico vivo.

El moderno edificio de alojamientos tenía suficientes habitaciones individuales para acomodar a varios centenares de estudiantes. Durante los días transcurridos desde el desastre, algo así como una cincuentena de supervivientes se había reunido allí; nadie estaba demasiado seguro de cuántos eran exactamente. Algunos habían encontrado el camino por casualidad; las luces mortecinas y las señales ocasionales de movimiento revelaban la presencia de los supervivientes al por otro lado vacío mundo exterior. Otros se hallaban en el hospital, en la universidad o sus alrededores cuando se inició la pesadilla. El doctor Phil Croft, el único que quedaba, acababa de empezar su ronda la mañana del martes. Las personas que ocupaban toda una sala habían muerto, y él había sido incapaz de ayudar a ninguna de ellas. Acababa de dar el alta a un chaval llamado Ashley, asegurándole que estaba totalmente sano después de una reciente apendicetomía. Segundos después de finalizar el examen del muchacho y de decir a sus padres que se lo podían llevar a casa, el chico yacía muerto a sus pies. Y no sólo habían sido los niños. También las enfermeras, los padres, los limpiadores, los auxiliares, los camilleros, sus compañeros médicos y especialistas; todos en la sala habían caído y estaban muertos pocos minutos después de la muerte del primero.

Pero incluso en ese momento, en el que el tamaño de la población se había reducido de millones a, según parecía, menos de un centenar, Croft seguía de servicio. Era algo que le resultaba natural; una respuesta instintiva, innata. Uno de los supervivientes necesitaba atención médica, y él sentía la obligación de proporcionársela.

Caminó con lentitud por el edificio incómodamente silencioso hasta la habitación en la que yacía la mujer que le necesitaba. El pasillo estaba oscuro, flanqueado por las puertas que daban a las habitaciones individuales de los estudiantes, parecidas a las de un hotel barato. Con una linterna para orientarse, echó un vistazo a un par de habitaciones al pasar, y la luz inesperada provocó un leve pánico entre las personas que se escondían, en la oscuridad. Aparte de un puñado de personas que se habían empezado a unir, la mayoría de los supervivientes seguían allí arriba en un aislamiento temeroso, casi demasiado asustados para moverse o incluso para hablar.

El médico encontró la habitación en la que descansaba la mujer. Era muy atractiva: alta, bien proporcionada, fuerte y embarazada de nueve meses de su primer hijo. Croft se sentía extrañamente atraído por Sonya Farley. Su novia, Natasha, enfermera en una de las unidades de quemados, estaba muerta. En aquellos primeros y terribles minutos del martes por la mañana había corrido directamente desde su edificio hacia donde ella estaba de servicio y la había encontrado tendida en el suelo sin vida junto a todos los demás. Estaba embarazada de ocho semanas. Aún no habían tenido la oportunidad de comunicarle a nadie lo del bebé, ni siquiera a sus padres. Ellos mismos sólo acababan de superar la sorpresa del inesperado embarazo. Esa noche, Croft estaba descubriendo que centrar sus esfuerzos y atención en Sonya le ayudaba a moderar ligeramente el dolor constante y lacerante que sentía en su interior. De alguna manera, saber que aún era capaz de ayudar a Sonya a traer su bebé al mundo le hacía más fácil aceptar su pérdida. Y sólo Dios sabía que Sonya merecía su ayuda. Cuando todos los demás murieron, estaba en medio de un enorme atasco de tráfico en la autopista principal que salía de la ciudad. Cumplida desde hacía días, aterrorizada y desesperada por el dolor, había caminado sola a través de kilómetros de horror y devastación para llegar al hospital.

Croft comprobó cómo se encontraba Sonya y después, satisfecho de que estuviera bien y durmiendo profundamente, regresó escalera abajo a la gran sala de reuniones donde muchos de los supervivientes habían empezado a agruparse. Descubrió que la ausencia de cualquier ruido o conversación allí dentro era incluso más difícil de soportar que la soledad, y siguió andando, cruzando la sala en diagonal y abandonándola por otra salida. No podía soportar el silencio, pero lo comprendía muy bien. ¿De qué se podía hablar? ¿Esas personas tenían algo en común entre ellas excepto el hecho de que seguían vivas? Incluso si lo tenían, lo más seguro era que los intereses que hubieran podido compartir les resultaran banales. ¿De qué servía hablar con alguien de tus gustos sobre cocina, películas, música, libros o cualquier otra cosa? Y como todo superviviente que hablaba acababa descubriendo a su pesar, no importaba con quién hablases o de qué intentases hablar, cualquier conversación empezaba y acababa con conjeturas sin sentido sobre lo que le había ocurrido al resto del mundo.

Croft necesitaba nicotina. Recorrió otro pasillo para realizar después un giro brusco hacia la derecha y sentarse en mitad de una corta escalera que conducía a la acristalada puerta de entrada. Esa zona pequeña y apartada se había convertido en algo así como una zona de fumadores, y otras dos supervivientes (Sunita, una estudiante que vivía en el edificio en el que estaban refugiados, e Yvonne, una secretaria de un bufete de abogados del otro lado del cinturón de circunvalación) ya estaban allí, fumando y contemplando la oscuridad del exterior. Hacía cinco meses que Croft había dejado de fumar, pero el día anterior empezó de nuevo. Ya no parecía que importase. Encendió el cigarrillo y saludó a las dos mujeres, que se volvieron para ver quién era el que se les había unido.

—¿Te encuentras bien, doctor Croft? —preguntó Yvonne. Por alguna razón pensaba que no era apropiado utilizar su nombre de pila.

El asintió y espiró una nube de humo gris azulado hacia el aire quieto, justo delante de su cara.

—Estoy bien —contestó, con voz baja y cansada—. ¿Y vosotras?

Sunita asintió, pero no respondió de otra forma.

—A mi Jim —comentó Yvonne en voz baja, volviendo a mirar por la ventana— le gustaba la oscuridad. A veces, cuando no podía dormir, se levantaba y se sentaba en el ventanal de la parte posterior de la casa y contemplaba salir el sol. Le gustaba más cuando los pájaros empezaban a trinar. Si se sentía romántico, me despertaba y hacía que le acompañara a la planta baja. Pero eso no ocurría a menudo.

Yvonne sonrió fugazmente, después se quedó mirando el suelo, cuando el sonido del trino de los pájaros en su recuerdo fue engullido de nuevo por el silencio que lo devoraba todo, dejándole una sensación de vacío y soledad. Se limpió una lágrima. Tenía unos cincuenta y pocos años, pero la tensión de los últimos días hacía que pareciera mucho mayor. Su peinado, habitualmente impecable, estaba enredado y descuidado; su elegante traje, arrugado y sucio. Sunita notó su tristeza, le puso una mano sobre el hombro y se le acercó. Sabía que el marido de Yvonne había trabajado en una oficina al otro lado de la ciudad y que, la primera mañana, ella había ido hasta allí y lo había encontrado muerto en su escritorio, con la cara enterrada en una pila de papeles.

—Puedo soportar la oscuridad siempre que no esté sola —confesó Sunita—. Cuando estoy sola, la cabeza empieza a jugarme malas pasadas. Empiezo a convencerme de que hay alguien más conmigo.

—En estos días tendrás suerte si encuentras a alguien —comentó el médico—. En cualquier caso, a la mierda la oscuridad; ya tengo suficientes problemas para intentar soportar lo que ocurre a plena luz —admitió.

—¿Has conseguido averiguar qué está pasando? —preguntó Yvonne con inocencia, volviendo a mirar por la ventana.

Croft negó con la cabeza y no contestó. Mantuvo la boca cerrada para esconder su súbita frustración y fastidio. ¿Por qué asumía todo el mundo que, por el simple hecho de ser médico, iba a ser capaz de alguna manera de explicar esa situación imposible? Dios santo, nadie se había tropezado nunca con nada como el virus o la enfermedad o lo que fuera que había matado a tantas personas en un período de tiempo tan corto, y según lo que sabía, tampoco nadie se había vuelto a levantar después de yacer muerto durante dos días. Se rió para sí mismo por lo estúpido que sonaba todo eso. Nunca había ocurrido nada parecido antes, de manera que no tenía ni idea de qué demonios lo había provocado. Como se sentía enfadado y frustrado, se forzó a morderse la lengua y a no decir nada. Tenía ganas de gritar a Yvonne y decirle que fuera a buscar las respuestas a sus estúpidas y jodidas preguntas en una jodida enciclopedia médica, pero sabía que con eso sólo iba a conseguir que una situación ya imposible se volviera aún más insoportable. En su lugar sólo respiró profundamente e inspiró otra buena calada de humo. Se recordó a sí mismo que Yvonne no estaba intentando molestarle. Sólo estaba tratando de pasar por eso como todos los demás.

—¿Has visitado a Sonya? —preguntó Sunita.

El asintió.

—Ahora mismo.

—¿Está bien?

—Lo está. Duerme.

—Qué afortunada —murmuró Yvonne en voz muy baja.

Croft terminó el cigarrillo, tiró la colilla incandescente al suelo y la apagó con el pie. Desde que había fallado la electricidad estaba tan oscuro dentro del edificio como fuera de él. Las luces más brillantes eran las ascuas de los cigarrillos de Sunita e Yvonne, que seguían humeando en el aire. Exhausto, el médico cerró los ojos e intentó sin éxito aclarar sus pensamientos.

—¿Has visto a ese niño que ha llegado esta mañana? —le preguntó Yvonne a Sunita—. Pobre chaval. Sólo debe de tener seis o siete años. Uno de los supervivientes lo vio corriendo por la ronda. Le dijo que su madre había muerto y que había venido a la ciudad para encontrar a su padre. No quiere reconocer que probablemente también está muerto. Dice que saldrá de nuevo a buscarlo por la mañana...

—¿Cómo se supone que le vamos a explicar todo esto a los niños? —suspiró Sunita—. Si nosotros no podemos encontrar ningún sentido a lo que está ocurriendo, ¿cómo se supone que vamos a hacer que lo comprendan ellos?

—Depende de la edad que tengan —intervino Croft, levantando la cabeza y alzando la vista.

—¿Por qué?

—Porque los niños de cierta edad aceptarán cualquier cosa que les digas —explicó—. Casi les envidio. Un niño de dos años crecerá pensando que esto siempre ha sido así, ¿o no? Maldita sea, imagina lo fácil que habrían sido los últimos días si no hubieras tenido que pasar horas y más horas intentando asumir todo lo ocurrido.

—Pero esos pobres niños —continuó Yvonne, que en realidad no estaba escuchándole—, imagina perder a tus padres y encontrarte solo de esta forma.

—Probablemente todos hemos perdido a nuestros padres —comentó Sunita.

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