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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (16 page)

BOOK: Rayuela
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—¿El cuatro, verdad?

—Sí, esa casa con el balcón —dijo Berthe Trépat—. Una mansión del siglo dieciocho. Valentín dice que Ninon de Lenclos vivió en el cuarto piso. Miente tanto. Ninon de Lenclos. Oh, sí, Valentín miente todo el tiempo. Casi no llueve,

¿verdad?

—Llueve un poco menos —concedió Oliveira—. Crucemos ahora, si quiere.

—Los vecinos —dijo Berthe Trépat, mirando hacia el café de la esquina—. Naturalmente la vieja del ocho... No puede imaginarse lo que bebe. ¿La ve ahí, en la mesa del costado? Nos está mirando, ya verá mañana la calumnia...

—Por favor, señora —dijo Oliveira— Cuidado con ese charco.

—Oh, yo la conozco, y al patrón también. Es por Valentin que me odian.

Valentin, hay que decirlo, les ha hecho algunas... No puede aguantar a la vieja del ocho, y una noche que volvía bastante borracho le untó la puerta con caca de gato, de arriba abajo, hizo dibujos... No me olvidaré nunca, un escándalo...

Valentin metido en la bañera, sacándose la caca porque él también se había untado por puro entusiasmo artístico, y yo teniendo que aguantarme a la policía, a la vieja, todo el barrio... No sabe las que he pasado, y yo, con mi prestigio... Valentin es terrible, como un niño.

Oliveira volvía a ver al señor de cabellos blancos, la papada, la cadena de oro. Era como un camino que se abriera de golpe en mitad de la pared: bastaba adelantar un poco un hombro y entrar, abrirse paso por la piedra, atravesar la espesura, salir a otra cosa. La mano le apretaba el estómago hasta la náusea. Era inconcebiblemente feliz.

—Si antes de subir yo me tomara una
fine à l’eau
—dijo Berthe Trépat, deteniéndose en la puerta y mirándolo—. Este agradable paseo me ha dado un poco de frío, y además la lluvia...

—Con mucho gusto —dijo Oliveira, decepcionado—. Pero quizá sería mejor que subiera y se quitara enseguida los zapatos, tiene los tobillos empapados.

—Bueno, en el café hay bastante calefacción —dijo Berthe Trépat, deteniéndose en la puerta y mirándolo—. Yo no sé si Valentin habrá vuelto, es capaz de andar por ahí buscando a sus amigos. En estas noches se enamora terriblemente de cualquiera, es como un perrito, créame.

—Probablemente habrá llegado y la estufa estará encendida —fabricó habilidosamente Oliveira—. Un buen ponche, unas medias de lana... Usted tiene que cuidarse, señora.

—Oh, yo soy como un árbol. Eso sí, no he traído dinero para pagar en el café.

Mañana tendré que volver a la sala de conciertos para que me entreguen mi
cachet
... de noche no es seguro andar con tanto dinero en los bolsillos, este barrio, desgraciadamente...

—Tendré el mayor gusto en ofrecerle lo que quiera beber —dijo Oliveira. Había conseguido meter a Berthe Trépat bajo el vano de la puerta, y del corredor de la casa salía un aire tibio y húmedo con olor a moho y quizá a salsa de hongos. El contento se iba poco a poco como si siguiera andando solo por la calle en vez de quedarse con él bajo el portal. Pero había que luchar contra eso, la alegría había durado apenas unos momentos pero había sido tan nueva, tan otra cosa, y ese momento en que a la mención de Valentin metido en la bañera y untado de caca de gato había respondido una sensación como de poder dar un paso adelante, un paso de verdad, algo sin pies y sin piernas, un paso en mitad de una pared de piedra, y poder meterse ahí y avanzar y salvarse de lo otro, de la lluvia en la cara y el agua en los zapatos. Imposible comprender todo eso, como siempre que hubiera sido tan necesario comprenderlo. Una alegría, una mano debajo de la piel apretándole el estómago, una esperanza —si una palabra sí podía pensarse, si para él era posible que algo inasible y confuso se agolpara bajo una noción de esperanza, era demasiado idiota, era increíblemente hermoso y ya se iba, se alejaba bajo la lluvia porque Berthe Trépat no lo invitaba a subir a su casa, lo devolvía al café de la esquina, reintegrándolo al orden del Día, a todo lo que había sucedido a lo largo del día, Crevel, los muelles del Sena, las ganas de irse a cualquier lado, el viejo en la camilla, el programa mimeografiado, Rose Bob, el agua en los zapatos. Con un gesto tan lento que era como quitarse una montaña de los hombros, Oliveira señaló hacia los dos cafés que rompían la oscuridad de la esquina. Pero Berthe Trépat no parecía tener una preferencia especial, de golpe se olvidaba de sus intenciones, murmuraba alguna cosa sin soltar el brazo de Oliveira, miraba furtivamente hacia el corredor en sombras.

—Ha vuelto —dijo bruscamente, clavando en Oliveira unos ojos que brillaban de lágrimas—. Está ahí arriba, lo siento. Y está con alguno, es seguro, cada vez que me ha presentado en los conciertos ha corrido a acostarse con alguno de sus amiguitos.

Jadeaba, hundiendo los dedos en el brazo de Oliveira y dándose vuelta a cada instante para mirar en la oscuridad. Desde arriba les llegó un maullido sofocado, una carrera afelpada rebotando en el caracol de la escalera. Oliveira no sabía qué decir y esperó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo trabajosamente.

—No tengo la llave —dijo Berthe Trépat en voz tan baja que casi no la oyó—: Nunca me deja la llave cuando va a acostarse con alguno.

—Pero usted tiene que descansar, señora.

—A él qué le importa si yo descanso o reviento. Habrán encendido el fuego, gastando el poco carbón que me regaló el doctor Lemoine. Y estarán desnudos, desnudos. Sí, en mi cama, desnudos, asquerosos. Y mañana yo tendré que arreglar todo, y Valentin habrá vomitado en la colcha, siempre... mañana, como pasa siempre. Yo. Mañana.

—¿No vive por aquí algún amigo, alguien donde pasar la noche? —dijo Oliveira.

—No —dijo Berthe Trépat, mirándolo de reojo—. Créame, joven, la mayoría de mis amigos viven en Neuilly. Aquí solamente están esas viejas inmundas, los argelinos del ocho, la peor ralea.

—Si le parece yo podría subir y pedirle a Valentin que le abra —dijo Oliveira—. Tal vez si usted esperara en el café todo se podría arreglar.

—Qué se va arreglar —dijo Berthe Trépat arrastrando la voz como si hubiera bebido—. No le va a abrir, lo conozco muy bien. Se quedarán callados, a oscuras.

¿Para qué quieren luz, ahora? La encenderán más tarde, cuando Valentin esté seguro de que me he ido a un hotel o a un café a pasar la noche.

—Si les golpeo la puerta se asustarán. No creo que a Valentin le guste que se arme un escándalo.

—No le importa nada, cuando anda así no le importa absolutamente nada.

Sería capaz de ponerse mi ropa y meterse en la comisaría de la esquina cantando la Marsellesa. Una vez casi lo hizo, Robert el del almacén lo agarró a tiempo y lo trajo a casa. Robert era un buen hombre, él también había tenido sus caprichos y comprendía.

—Déjeme subir —insistió Oliveira—. Usted se va al café de la esquina y me espera. Yo arreglaré las cosas, usted no se puede quedar así toda la noche.

La luz del corredor se encendió cuando Berthe Trépat iniciaba una respuesta vehemente. Dio un salto y salió a la calle, alejándose ostensiblemente de Oliveira que se quedó sin saber qué hacer. Una pareja bajaba a la carrera, pasó a su lado sin mirarlo, tomó hacia la rue Thouin. Con una ojeada nerviosa hacia atrás, Berthe Trépat volvió a guarecerse en la puerta. Llovía a baldes.

Sin la menor gana, pero diciéndose que era lo único que podía hacer, Oliveira se internó en busca de la escalera. No había dado tres pasos cuando Berthe Trépat lo agarró del brazo y lo tironeó en dirección de la puerta. Mascullaba negativas, órdenes, súplicas, todo se mezclaba en una especie de cacareo alternado que confundía las palabras y las interjecciones. Oliveira se dejó llevar, abandonándose a cualquier cosa. La luz se había apagado pero volvió a encenderse unos segundos después, y se oyeron voces de despedida a la altura del segundo o tercer piso. Berthe Trépat soltó a Oliveira y se apoyó en la puerta, fingiendo abotonarse el impermeable como si se dispusiera a salir. No se movió hasta que los dos hombres que bajaban pasaron a su lado, mirando sin curiosidad a Oliveira y murmurando el
pardon
de todo cruce en los corredores. Oliveira pensó por un segundo en subir sin más vueltas la escalera, pero no sabía en qué piso vivía la artista. Fumó rabiosamente, envuelto de nuevo en la oscuridad, esperando que pasara cualquier cosa o que no pasara nada. A pesar de la lluvia los sollozos de Berthe Trépat le llegaban cada vez más claramente. Se le acercó, le puso la mano en el hombro.

—Por favor, madame Trépat, no se aflija así. Dígame qué podemos hacer, tiene que haber una solución.

—Déjeme, déjeme —murmuró la artista.

—Usted está agotada, tiene que dormir. En todo caso vayamos a un hotel, yo tampoco tengo dinero pero me arreglaré con el patrón, le pagaré mañana. Conozco un hotel en la rue Valette, no es lejos de aquí.

—Un hotel —dijo Berthe Trépat, dándose vuelta y mirándolo.

—Es malo, pero se trata de pasar la noche.

—Y usted pretende llevarme a un hotel.

—Señora, yo la acompañaré hasta el hotel y hablaré con el dueño para que le den una habitación.

—Un hotel, usted pretende llevarme a un hotel.

—No pretendo nada —dijo Oliveira perdiendo la paciencia—. No puedo ofrecerle mi casa por la sencilla razón de que no la tengo. Usted no me deja subir para que Valentin abra la puerta. ¿Prefiere que me vaya? En ese caso, buenas noches.

Pero quién sabe si todo eso lo decía o solamente lo pensaba. Nunca había estado más lejos de esas palabras que en otro momento hubieran sido las primeras en saltarle a la boca. No era así como tenía que obrar. No sabía cómo arreglarse, pero así no era. Y Berthe Trépat lo miraba, pegada a la puerta. No, no había dicho nada, se había quedado inmóvil junto a ella, y aunque era increíble todavía deseaba ayudar, hacer alguna cosa por Berthe Trépat que lo miraba duramente y levantaba poco a poco la mano, y de golpe la descarga sobre la cara de Oliveira que retrocedió confundido, evitando la mayor parte del bofetón pero sintiendo el latigazo de unos dedos muy finos, el roce instantáneo de las uñas.

—Un hotel —repitió Berthe Trépat—. ¿Pero ustedes escuchan esto, lo que acaba de proponerme?

Miraba hacia el corredor a oscuras, revolviendo los ojos, la boca violentamente pintada removiéndose como algo independiente, dotado de vida propia, y en su desconcierto Oliveira creyó ver de nuevo las manos de la Maga tratando de ponerle el supositorio a Rocamadour, y Rocamadour que se retorcía y apretaba las nalgas entre berridos horribles, y Berthe Trépat removía la boca de un lado a otro, los ojos clavados en un auditorio invisible en la sombra del corredor, el absurdo peinado agitándose con los estremecimientos cada vez más intensos de la cabeza.

—Por favor —murmuró Oliveira, pasándose una mano por el arañazo que sangraba un poco—. Cómo puede creer eso.

Pero sí podía creerlo, porque (y esto lo dijo a gritos, y la luz del corredor volvió a encenderse) sabía muy bien qué clase de depravados la seguían por las calles como a todas las señoras decentes, pero ella no iba a permitir (y la puerta del departamento de la portera empezó a abrirse y Oliveira vio asomar una cara como d una gigantesca rata, unos ojillos que miraban ávidos) que un monstruo, que un sátiro baboso la atacara en la puerta de su casa, para eso estaba la policía y la justicia —y alguien bajaba a toda carrera, un muchacho de pelo ensortijado y aire gitano se acodaba en el pasamanos de la escalera para mirar y oír a gusto—, y si los vecinos no la protegían ella era muy capaz de hacerse respetar, porque no era la primera vez que un vicioso, que un inmundo exhibicionista...

En la esquina de la rue Tournefort, Oliveira se dio cuenta de que llevaba todavía el cigarrillo entre los dedos, apagado por la lluvia y medio deshecho. Apoyándose contra un farol, levantó la cara y dejó que la lluvia lo empapara del todo. Así nadie podría darse cuenta, con la cara cubierta de agua nadie podría darse cuenta. Después se puso a caminar despacio, agachado, con el cuello de la canadiense abotonado contra el mentón; como siempre, la piel del cuello olía horrendamente a podrido, a curtiembre. No pensaba en nada, se sentía caminar como si hubiera estado mirando un gran perro negro bajo la lluvia, algo de patas pesadas, de lanas colgantes y apelmazadas moviéndose bajo la lluvia. De cuando en cuando levantaba la mano y se la pasaba por la cara, pero al final dejó que le lloviera, a veces sacaba el labio y bebía algo salado que le corría por la piel. Cuando, mucho más tarde y cerca del jardín des Plantes, volvió a la memoria del día, a un recuento aplicado y minucioso de todos los minutos de ese día, se dijo que al fin y al cabo no había sido tan idiota sentirse contento mientras acompañaba a la vieja a su casa. Pero como de costumbre había pagado por ese contento insensato. Ahora empezaría a reprochárselo, a desmontarlo poco a poco hasta que no quedara más que lo de siempre, un agujero donde soplaba el tiempo, un continuo impreciso sin bordes definidos. «No hagamos literatura», pensó buscando un cigarrillo después de secarse un poco las manos con el calor de los bolsillos del pantalón. «No saquemos a relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó. Berthe Trépat... Es demasiado idiota, pero hubiera sido tan bueno subir a beber una copa con ella y con Valentin, sacarse los zapatos al lado del fuego. En realidad por lo único que yo estaba contento era por eso, por la idea de sacarme los zapatos y que se me secaran las medias. Te falló, pibe, qué le vas a hacer. Dejemos las cosas así, hay que irse a dormir. No había ninguna otra razón, no podía haber otra razón. Si me dejo llevar soy capaz de volverme a la pieza y pasarme la noche haciendo de enfermero del chico.» De donde estaba a la rue du Sommerard había para veinte minutos bajo el agua, lo mejor era meterse en el primer hotel y dormir. Empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro. Era para reírse.

(-124)

24

—Yo no me sé expresar —dijo la Maga secando la cucharita con un trapo nada limpio—. A lo mejor otras podrían explicarlo mejor pero yo siempre he sido igual, es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres.

—Una ley —dijo Gregorovius—. Perfecto enunciado, verdad profunda. Llevado al plano de la astucia literaria se resuelve en aquello que de los buenos sentimientos nace la mala literatura, y otras cosas por el estilo. La felicidad no se explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de Maya.

La Maga lo miró, perpleja. Gregorovius suspiró.

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