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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (20 page)

BOOK: Rayuela
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—Tengo tan pocas ganas —dijo la Maga.

—Andá, linda —dijo Oliveira en voz baja.

—¿Pero por qué querés que vaya yo?

—Por darme el gusto. Vas a ver que la termina.

Golpearon dos veces, y después una vez. La Maga se levantó y salió de la pieza. Horacio la siguió, y cuando oyó que subía la escalera encendió la luz y miró a Gregorovius. Con un dedo le mostró la cama. Al cabo de un minuto apagó la luz mientras Gregorovius volvía al sillón.

—Es increíble —dijo Ossip, agarrando la botella de caña en la oscuridad.

—Por supuesto. Increíble, ineluctable, todo eso. Nada de necrologías, viejo. En esta pieza ha bastado que yo me fuera un día para que pasaran las cosas más extremas. En fin, lo uno servirá de consuelo para lo otro.

—No entiendo —dijo Gregorovius.

—Me entendés macanudamente bien. Ça va, ça va. No te podés imaginar lo poco que me importa.

Gregorovius se daba cuenta de que Oliveira lo estaba tuteando, y que eso cambiaba las cosas, como si todavía se pudiera... Dijo algo sobre la cruz roja, las farmacias de turno.

—Hacé lo que quieras, a mí me da lo mismo —dijo Oliveira—. Lo que es hoy... Qué día, hermano.

Si hubiera podido tirarse en la cama, quedarse dormido por un par de años. «Gallina», pensó. Gregorovius se había contagiado de su inmovilidad, encendía trabajosamente la pipa. Se oía hablar desde muy lejos, la voz de la Maga entre la lluvia, el viejo contestándole con chillidos. En algún otro piso golpearon una puerta, gente que salía a protestar por el ruido.

—En el fondo tenés razón —admitió Gregorovius—. Pero hay una responsabilidad legal, creo.

—Con lo que ha pasado ya estamos metidos hasta las orejas —dijo Oliveira—. Especialmente ustedes dos, yo siempre puedo probar que llegué demasiado tarde. Madre deja morir infante mientras atiende amantes sobre alfombra.

—Si querés dar a entender...

—No tiene ninguna importancia, che.

—Pero es que es mentira, Horacio.

—Me da igual, la consumación es un hecho accesorio. Yo ya no tengo nada que ver con todo esto, subí porque estaba mojado y quería tomar mate. Che, ahí viene gente.

—Habría que llamar a la asistencia pública —dijo Gregorovius.

—Bueno, dale. ¿No te parece que es la voz de Ronald?

—Yo no me quedo aquí —dijo Gregorovius, levantándose—. Hay que hacer algo, te digo que hay que hacer algo.

—Pero si yo estoy convencidísimo, che. La acción, siempre la acción.
Die Tätigkeit
, viejo. Zás, éramos pocos y parió la abuela. Hablen bajo, che, que van a despertar al niño.

—Salud —dijo Ronald.

—Hola —dijo Babs, luchando por meter el paraguas.

—Hablen bajo —dijo la Maga que llegaba detrás de ellos—. ¿Por qué no cerrás el paraguas para entrar?

—Tenés razón —dijo Babs—. Siempre me pasa igual en todas partes. No hagás ruido, Ronald. Venimos nada más que un momento para contarles lo de Guy, es increíble. ¿Se les quemaron los fusibles?

—No, es por Rocamadour.

—Hablá bajo —dijo Ronald—. Y meté en un rincón ese paraguas de mierda.

—Es tan difícil cerrarlo —dijo Babs—. Con lo fácil que se abre.

—El viejo me amenazó con la policía —dijo la Maga, cerrando la puerta—. Casi me pega, chillaba como un loco. Ossip, usted tendría que ver lo que tiene en la pieza, desde la escalera se alcanza a ver algo. Una mesa llena de botellas vacías y en el medio un molino de viento tan grande que parece de tamaño natural, como los del campo en el Uruguay. Y el molino daba vueltas por la corriente de aire, yo no podía dejar de espiar por la rendija de la puerta, el viejo se babeaba de rabia.

—No puedo cerrarlo —dijo Babs—. Lo dejaré en ese rincón.

—Parece un murciélago —dijo la Maga—. Dame, yo lo cerraré. ¿Ves qué fácil?

—Le ha roto dos varillas —le dijo Babs a Ronald.

—Dejate de jorobar —dijo Ronald—. Además nos vamos en seguida, era solamente para decirles que Guy se tomó un tubo de gardenal.

—Pobre ángel —dijo Oliveira, que no le tenía simpatía a Guy.

—Etienne lo encontró medio muerto, Babs y yo habíamos ido a un vernissage (te tengo que hablar de eso, es fabuloso), y Guy subió a casa y se envenenó en la cama, date un poco cuenta.

—He has no manners at all —dijo Oliveira—. C’est regrettable
.

—Etienne fue a casa a buscarnos, por suerte todo el mundo tiene la llave —dijo Babs—. Oyó que alguien vomitaba, entró y era Guy. Se estaba muriendo, Etienne salió volando a buscar auxilio. Ahora lo han llevado al hospital, es gravísimo. Y con esta lluvia —agregó Babs consternada.

—Siéntense —dijo la Maga— Ahí no, Ronald, le falta una pata. Está tan oscuro, pero es por Rocamadour. Hablen bajo.

—Preparales un poco de café —dijo Oliveira—. Qué tiempo, che.

—Yo tendría que irme —dijo Gregorovius—. No sé dónde habré puesto el impermeable. No, ahí no. Lucía...

—Quédese a tomar café —dijo la Maga—. Total ya no hay metro, y estamos tan bien aquí. Vos podrías moler café fresco, Horacio.

—Huele a encerrado —dijo Babs.

—Siempre extraña el ozono de la calle —dijo Ronald, furioso—. Es como un caballo, sólo adora las cosas puras y sin mezcla. Los colores primarios, la escala de siete notas. No es humana, creeme.

—La humanidad es un ideal —dijo Oliveira, tanteando en busca del molino de café—. También el aire tiene su historia, che. Pasar de la calle mojada y con mucho ozono, como decís vos, a una atmósfera donde cincuenta siglos han preparado la temperatura y la calidad... Babs es una especie de Rip van Winkle de la respiración.

—Oh, Rip van Winkle —dijo Babs, encantada—. Mi abuela lo contaba.

—En Idaho, ya sabemos —dijo Ronald—. Bueno, ahora ocurre que Etienne nos telefonea al bar de la esquina hace media hora, para decirnos que lo mejor va a ser que pasemos la noche fuera de casa, por lo menos hasta saber si Guy se va a morir o va a vomitar el gardenal. Sería bastante malo que los flics subieran y nos encontraran, son amigos de sumar dos y dos y lo del Club los tenía bastante reventados últimamente.

—¿Qué tiene de malo el Club? —dijo la Maga, secando tazas con una toalla.

—Nada, pero por eso mismo uno está indefenso. Los vecinos se han quejado tanto del ruido, de las discadas, de que vamos y venimos a toda hora... Y además Babs se ha peleado con la portera y con todas las mujeres del inmueble, que son entre cincuenta y sesenta.

—They are awful —dijo Babs, masticando un caramelo que había sacado del bolso—. Huelen marihuana aunque una esté haciendo un gulash.

Oliveira se había cansado de moler el café y le pasó el molino a Ronald.

Hablándose en voz muy baja, Babs y la Maga discutían las razones del suicidio de Guy. Después de tanto jorobar con su impermeable, Gregorovius se había repantigado en el sillón y estaba muy quieto, con la pipa apagada en la boca. Se oía llover en la ventana. «Schoenberg y Brahms», pensó Oliveira, sacando un Gauloise. «No está mal, por lo común en estas circunstancias sale a relucir Chopin o la Todesmusik para Sigfrido. El tornado de ayer mató entre dos y tres mil personas en el Japón. Estadísticamente hablando...» Pero la estadística no le quitaba el gusto a sebo que le encontraba al cigarrillo. Lo examinó lo mejor posible encendiendo otro fósforo. Era un Gauloise perfecto, blanquísimo, con sus finas letras y sus hebras de áspero caporal escapándose por el extremo húmedo. «Siempre mojo los cigarrillos cuando estoy nervioso», pensó. «Cuando pienso en lo de Rose Bob... Sí, ha sido un día padre, y lo que nos espera.» Lo mejor iba a ser decírselo a Ronald, para que Ronald se lo transmitiera a Babs con uno pie sus sistemas casi telepáticos que asombraban a Perico Romero. Teoría de la comunicación, uno de esos temas tan fascinantes que la literatura no había pescado todavía por su cuenta hasta que aparecieran los Huxley o los Borges de la nueva generación. Ahora Ronald se sumaba al susurro de la Maga y de Babs, haciendo girar al ralenti el molino, el café no iba a estar listo hasta las mil y quinientas. Oliveira se dejó resbalar de la horrible silla art nouveau y se puso cómodo en el suelo, con la cabeza apoyada en una pila de diarios. En el cielo raso había una curiosa fosforescencia que debía ser más subjetiva que otra cosa. Cerrando los ojos la fosforescencia duraba un momento, antes de que empezaran a explotar grandes esferas violetas, una tras otra, vuf, vuf, vuf, evidentemente cada esfera correspondía a un sístole o a un diástole, vaya a saber. Y en alguna parte de la casa, probablemente en el tercer piso, estaba sonando un teléfono. A esa hora, en París, cosa extraordinaria. «Otro muerto», pensó Oliveira. «No se llama por otra cosa en esta ciudad respetuosa del sueño.» Se acordó de la vez en que un amigo argentino recién desembarcado había encontrado muy natural llamarlo por teléfono a las diez y media de la noche. Vaya a saber cómo se las había arreglado para consultar el Bottin, ubicar un teléfono cualquiera en el mismo inmueble y rajarle una llamada sobre el pucho. La cara del buen señor del quinto piso en robe de chambre, golpeándole la puerta, una cara glacial, quelqu’un vous demande au téléphone, Oliveira confuso metiéndose en una tricota, subiendo al quinto, encontrando a una señora resueltamente irritada, enterándose de que el pibe Hermida estaba en París y a ver cuándo nos vemos, che, te traigo noticias de todo el mundo, Traveler y los muchachos del Bidú, etcétera, y la señora disimulando la irritación a la espera de que Oliveira empezara a llorar al enterarse del fallecimiento de alguien muy querido, y Oliveira sin saber qué hacer vraiment je suis tellement confus, madame, monsieur, c’était un ami qui vient d’arriver, vous comprenez, il n’est pas du tout au courant des habitudes... Oh Argentina, horarios generosos, casa abierta, tiempo para tirar por el techo, todo el futuro por delante, todísimo, vuf, vuf, vuf, pero dentro de los ojos de eso que estaba ahí a tres metros no habría nada, no podía haber nada, vuf, vuf, toda la teoría de la comunicación aniquilada, ni mamá ni papá, ni papa rica ni pipí ni vuf vuf ni nada, solamente rigor mortis y rodeándolo unas gentes que ni siquiera eran salteños y mexicanos para seguir oyendo música, armar el velorio del angelito, salirse como ellos por una punta del ovillo, gentes nunca lo bastante primitivas para superar ese escándalo por aceptación o identificación, ni bastante realizadas como para negar todo escándalo y subsumir one little casualty en, por ejemplo, los tres mil barridos por el tifón Verónica. «Pero todo eso es antropología barata», pensó Oliveira, consciente de algo como un frío en el estómago que lo iba acalambrando. Al final, siempre, el plexo. «Esas son las comunicaciones verdaderas, los avisos debajo de la piel. Y para eso no hay diccionario, che.» ¿Quién había apagado la lámpara Rembrandt? No se acordaba, un rato atrás había habido como un polvo de oro viejo a la altura del suelo, por más que trataba de reconstruir lo ocurrido desde la llegada de Ronald y Babs, nada que hacer, en algún momento la Maga (porque seguramente había sido la Maga) o a lo mejor Gregorovius, alguien había apagado la lámpara.

—¿Cómo vas a hacer el café en la oscuridad?

—No sé —dijo la Maga, removiendo unas tazas—. Antes había un poco de luz

—Encendé, Ronald —dijo Oliveira—. Está ahí debajo de tu silla. Tenés que hacer girar la pantalla, es el sistema clásico.

—Todo esto es idiota —dijo Ronald, sin que nadie supiera si se refería a la manera de encender la lámpara. La luz se llevó las esferas violetas, y a Oliveira le empezó a gustar más el cigarrillo. Ahora se estaba realmente bien, hacía calor, iban a tomar café.

—Acereate aquí —le dijo Oliveira a Ronald—. Vas a estar mejor que en esa silla, tiene una especie de pico en el medio que se clava en el culo. Wong la incluiría en su colección pekinesa, estoy seguro.

—Estoy muy bien aquí —dijo Ronald— aunque se preste a malentendidos.

—Estás muy mal. Vení, Y a ver si ese café marcha de una vez señoras.

—Qué machito está esta noche —dijo Babs—. ¿Siempre es así con vos?

—Casi siempre —dijo la Maga sin mirarlo—. Ayudame a secar esa bandeja.

Oliveira esperó a que Babs iniciara los imaginables comentarios sobre la tarea de hacer café, y cuando Ronald se bajó de la silla, se puso a lo sastre cerca de él, le dijo unas palabras al oído. Escuchándolos, Gregorovius intervenía en la conversación sobre el café, y la réplica de Ronald se perdió en el elogio del moka y la decadencia del arte de prepararlo. Después Ronald volvió a subirse a su silla a tiempo para tomar la taza que le alcanzaba la Maga. Empezaron a golpear suavemente en el cielo raso, dos, tres veces. Gregorovius se estremeció y tragó el café de golpe. Oliveira se contenía para no soltar una carcajada que de paso a lo mejor le hubiera aliviado el calambre. La Maga estaba como sorprendida, en la penumbra los miraba a todos sucesivamente y después buscó un cigarrillo sobre la mesa, tanteando, como si quisiera salir de algo que no comprendía, una especie de sueño.

—Oigo pasos —dijo Babs con un marcado tono Blavatsky—. Ese viejo debe estar loco, hay que tener cuidado. En Kansas City, una vez... No, es alguien que sube.

—La escalera se va dibujando en la oreja —dijo la Maga—. Los sordos me dan mucha lástima. Ahora es como si yo tuviera una mano en la escalera y la pasara por los escalones uno por uno. Cuando era chica me saqué diez en una composición, escribí la historia de un ruidito. Era un ruidito simpático, que iba y venía, le pasaban cosas...

—Yo, en cambio... —dijo Babs—. O.K., O.K., no tenés por qué pellizcarme.

—Alma mía —dijo Ronald—, cállate un poco para que podamos identificar esas pisadas. Sí, es el rey de los pigmentos, es Etienne, es la gran bestia apocalíptica.

«Lo ha tomado con calma», pensó Oliveira. «La cucharada de remedio era a las dos, me parece. Tenemos más de una hora para estar tranquilos.» No comprendía ni quería comprender por qué ese aplazamiento, esa especie de negación de algo ya sabido. Negación, negativo... «Sí, esto es como el negativo de la realidad tal-como-debería-ser, es decir... Pero no hagás metafísica, Horacio. Alas, poor Yorick, ça suffit. No lo puedo evitar, me parece que está mejor así que si encendiéramos la luz y soltáramos la noticia como una paloma. Un negativo. La inversión total... Lo más probable es que él esté vivo y todos nosotros muertos. Proposición más modesta: nos ha matado porque somos culpables de su muerte. Culpables, es decir fautores de un estado de cosas... Ay, querido, adónde te vas llevando, sos el burro con la zanahoria colgándole entre los era Etienne, nomás, era la gran bestia pictórica.»

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