Rayuela (24 page)

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Authors: Julio Cortazar

BOOK: Rayuela
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—Es idiota, no tiene un centavo.

—En lo de Montevideo y en eso de la muñeca de cera.

—Ah, la muñeca. Y ella pensaba...

—Lo daba por seguro. A Adgalle le va a interesar el caso. Lo que vos llamás coincidencia... Lucía no creía que fuera una coincidencia, Y en el fondo vos tampoco. Lucía me dijo que cuando descubriste la muñeca verde la tiraste al suelo y la pisoteaste.

—Odio la estupidez —dijo virtuosamente Oliveira.

—Los alfileres se los había clavado todos en el pecho, y solamente uno en el sexo. ¿Vos ya sabías que Pola estaba enferma cuando pisoteaste la muñeca verde?

—Sí.

—A Adgalle le va a interesar enormemente. ¿Conocés el sistema del retrato envenenado? Se mezcla el veneno con los colores y se espera la luna favorable para pintar el retrato. Adgalle lo intentó con su padre, pero hubo interferencias...

De todos modos el viejo murió tres años después de una especie de difteria.

Estaba solo en el castillo, teníamos un castillo en esa época, y cuando empezó a asfixiarse quiso intentar una traqueotomía delante del espejo, clavarse un canuto de ganso o algo así. Lo encontraron al pie de la escalera, pero no se por qué te cuento esto.

—Porque sabés que no me importa, supongo.

—Sí, puede ser —dijo Gregorovius—. Vamos a hacer café, a esta hora se siente la noche aunque no se la vea. Oliveira agarró el diario. Mientras Ossip ponía la cacerola en la chimenea, empezó a leer otra vez la noticia. Rubia, de unos cuarenta y dos años. Qué estupidez pensar que. Aunque claro.
Les travaux du grand barrage d’Assouan ont commencé. Avant cinq ans, la vallée moyenne du Nil sera transformée en un inmense lac. Des édifices prodigieux, qui comptent parmi les plus admirables de la planète...

(-107)

30

—Un malentendido como todo, che. Pero el café es digno de la ocasión. ¿Te tomaste toda la caña?

—Vos sabés, el velatorio ...

—El cuerpecito, claro.

—Ronald bebió como un animal. Estaba realmente afligido nadie sabía por qué. Babs, celosa. Hasta Lucía lo miraba sorprendida. Pero el relojero del sexto trajo una botella de aguardiente, y alcanzó para todos.

—¿Vino mucha gente?

—Esperá, estábamos los del Club, vos no estabas («No, yo no estaba»), el relojero del sexto, la portera y la hija, una señora que parecía una polilla, el cartero de los telegramas se quedó un rato, y los de la policía olfateaban el infanticidio: cosas así.

—Me asombra que no hayan hablado de autopsia.

—Hablaron. Babs armó una de a pie, y Lucía... Vino una mujer, estuvo mirando, tocando... Ni cabíamos en la escalera, todo el mundo afuera y un frío.

Algo hicieron, pero al final nos dejaron tranquilos. No sé cómo el certificado fue a parar a mi cartera, si querés verlo.

—No, seguí contando. Yo te escucho aunque no parezca. Dale nomás, che.

Estoy muy conmovido. No se nota pero podés creerme. Yo te escucho, dale viejo.

Me represento perfectamente la escena. No me vas a decir que Ronald no ayudó a bajarlo por la escalera.

—Sí, él y Perico y el relojero. Yo acompañaba a Lucía.

—Por delante.

—Y Babs cerraba la marcha con Etienne.

—Por detrás.

—Entre el cuarto y el tercer piso se oyó un golpe terrible. Ronald dijo que era el viejo del quinto, que se vengaba. Cuando llegue mamá le voy a pedir que trabe relación con el viejo.

—¿Tu mamá? ¿Adgalle?

—Es mi madre, en fin, la de Herzegovina. Esta casa le va a gustar, ella es profundamente receptiva y aquí han pasado cosas... No me refiero solamente a la muñeca verde.

—A ver, explicá por qué es receptiva tu mamá, y por qué la casa. Hablemos, che, hay que rellenar los almohadones. Dale con la estopa.

(-57)

31

Hacía mucho que Gregorovius había renunciado a la ilusión de entender, pero de todos modos le gustaba que los malentendidos guardaran un cierto orden, una razón. Por más que se barajaran las cartas del tarot, tenderlas era siempre una operación consecutiva, que se llevaba a cabo en el rectángulo de una mesa o sobre el acolchado de una cama. Conseguir que el tomador de brebajes pampeanos accediera a revelar el orden de su deambular. En el peor de los casos que lo inventara en el momento; después le sería difícil escapar de su propia tela de araña. Entre mate y mate Oliveira condescendía a recordar algún momento del pasado o contestar preguntas. A su vez preguntaba, irónicamente interesado en los detalles del entierro, la conducta de la gente. Pocas veces se refería directamente a la Maga, pero se veía que sospechaba alguna mentira. Montevideo, Lucca, un rincón de París. Gregorovius se dijo que Oliveira hubiera salido corriendo si hubiera tenido una idea del paradero de Lucía. Parecía especializarse en causas perdidas. Perderlas primero y después largarse atrás como un loco.

—Adgalle va a saborear su estadía en París —dijo Oliveira cambiando la yerba—. Si busca un acceso a los infiernos no tenés más que mostrarle algunas de estas cosas. En un plano modesto, claro, pero también el infierno se ha abaratado.

Las
nekías
de ahora: un viaje en el metro a las seis y media o ir a la policía para que te renueven la
carte de séjour
.

—A vos te hubiera gustado encontrar la gran entrada, ¿eh? Diálogo con Ayax, con Jacques Clément, con Keitel, con Troppmann.

—Sí, pero hasta ahora el agujero más grande es el del lavabo. Y ni siquiera Traveler entiende, mirá si será poca cosa. Traveler es un amigo que no conocés.

—Vos —dijo Gregorovius, mirando el suelo— escondés el juego.

—¿Por ejemplo?

—No sé, es un pálpito. Desde que te conozco no hacés más que buscar, pero uno tiene la sensación de que ya llevás en el bolsillo lo que andás buscando.

—Los místicos han hablado de eso, aunque sin mencionar los bolsillos.

—Y entre tanto le estropeás la vida a una cantidad de gente.

—Consienten, viejo, consienten. No hacía falta más que un empujoncito, paso yo y listo. Ninguna mala intención. —¿Pero qué buscás con eso, Horacio?

—Derecho de ciudad.

—¿Aquí?

—Es una metáfora. Y como París es otra metáfora (te lo he oído decir alguna vez) me parece natural haber venido para eso.

—¿Pero Lucía? ¿Y Pola?

—Cantidades heterogéneas —dijo Oliveira—. Vos te creés que por ser mujeres las podés sumar en la misma columna. Ellas, ¿no buscan también su contento? Y

vos, tan puritano de golpe, ¿no te has colado aquí gracias a una meningitis o lo que le hayan encontrado al chico? Menos mal que ni vos ni yo somos cursis, porque de aquí salía uno muerto y el otro con las esposas puestas. Propiamente para Cholokov, creeme. Pero ni siquiera nos detestamos, se está tan abrigado en esta pieza.

—Vos —dijo Gregorovius, mirando otra vez el suelo escondés el juego.

—Elucidá, hermano, me harás un favor.

—Vos —insistió Gregorovius— tenés una idea imperial en el fondo de la cabeza. ¿Tu derecho de ciudad? Un dominio de ciudad. Tu resentimiento: una ambición mal curada. Viniste aquí para encontrar tu estatua esperándote al borde de la Place Dauphine. Lo que no entiendo es tu técnica. La ambición, ¿por qué no? Sos bastante extraordinario en algunos aspectos. Pero hasta ahora todo lo que te he visto hacer ha sido lo contrario de lo que hubieran hecho otros ambiciosos. Etienne, por ejemplo, y no hablemos de Perico.

—Ah —dijo Oliveira—. Los ojos a vos te sirven para algo, parece.

—Exactamente lo contrario —repitió Ossip—, pero sin renunciar a la ambición. Y eso no me lo explico.

—Oh, las explicaciones, vos sabés... Todo es muy confuso, hermano. Ponele que eso que llamás ambición no pueda fructificar más que en la renuncia. ¿Te gusta la fórmula?

No es eso, pero lo que yo quisiera decir es justamente indecible. Hay que dar vueltas alrededor como un perro buscándose la cola. Con eso y con lo que te dije del derecho de ciudad tendría que bastarte, montenegrino del carajo.

—Entiendo oscuramente. Entonces vos... No será una vía como el vedanta o algo así, espero.

—No, no.

—¿Un renunciamiento laico, vamos a decirle así?

—Tampoco. No renuncio a nada, simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas me renuncien a mí. ¿No sabías que para abrir un agujerito hay que ir sacando la tierra y tirándola lejos?

—Pero el derecho de ciudad, entonces...

—Exactamente, ahí estás poniendo el dedo. Acordate del dictum:
Nous ne sommes pas au monde
. Y ahora sacale punta, despacito.

—¿Una ambición de tabla rasa y vuelta a empezar, entonces?

—Un poquitito, una nadita de eso, un chorrito apenas, una insignificancia, oh transilvanio adusto, ladrón de mujeres en apuros, hijo de tres necrománticas.

—Vos y los otros... —murmuró Gregorovius, buscando la pipa—. Qué merza, madre mía. Ladrones de eternidad, embudos del éter, mastines de Dios, nefelibatas. Menos mal que uno es culto y puede enumerarlos. Puercos astrales.

—Me honrás con esas calificaciones —dijo Oliveira—. Es la prueba de que vas entendiendo bastante bien.

—Bah, yo prefiero respirar el oxígeno y el hidrógeno en las dosis que manda el Señor. Mis alquimias son mucho menos sutiles que las de ustedes; a mí lo único que me interesa es la piedra filosofal. Una bicoca al lado de tus embudos y tus lavabos y tus sustracciones ontológicas.

—Hacía tanto que no teníamos una buena charla metafísica, ¿eh? Ya no se estila entre amigos, pasa por snob. Ronald, por ejemplo, les tiene horror. Y

Etienne no sale del espectro solar. Se está bien aquí con vos.

—En realidad podríamos haber sido amigos —dijo Gregorovius— si hubiera algo de humano en vos. Me sospecho que Lucía te lo debe haber dicho más de una vez.

—Cada cinco minutos exactamente. Hay que ver el jugo que le puede sacar la gente a la palabra humano. Pero la Maga, ¿por qué no se quedó con vos que resplandecés de humanidad?

—Porque no me quiere. Hay de todo en la humanidad.

—Y ahora se va a volver a Montevideo, y va a recaer en esa vida de...

—A lo mejor se fue a Lucca. En cualquier lado va a estar mejor que con vos.

Lo mismo que Pola, o yo, o el resto. Perdoná la franqueza.

—Pero si está tan bien, Ossip Ossipovich. ¿Para qué nos vamos a engañar? No se puede vivir cerca de un titiritero de sombras, de un domador de polillas. No se puede aceptar a un tipo que se pasa el día dibujando con los anillos tornasolados que hace el petróleo en el agua del Sena. Yo, con mis candados y mis llaves de aire, yo, que escribo con humo. Te ahorro la réplica porque la veo venir: No hay sustancias más letales que esas que se cuelan por cualquier parte, que se respiran sin saberlo, en las palabras o en el amor o en la amistad. Ya va siendo tiempo de que me dejen solo, solito y solo. Admitirás que no me ando colgando de los levitones. Rajá, hijo de Bosnia. La próxima vez que me encontrés en la calle no me conozcas.

—Estás loco, Horacio. Estás estúpidamente loco, porque se te da la gana.

Oliveira sacó del bolsillo un pedazo de diario que estaba ahí vaya a saber desde cuándo: una lista de las farmacias de turno. Que atenderán al público desde las 8 del lunes hasta la misma hora del martes.

—Primera sección —leyó—. Reconquista 446 (31-5488), Có rdoba 366 (32-8845), Esmeralda 599 (31-1700), Sarmiento 581 (32-2021).

—¿Qué es eso?

—Instancias de realidad. Te explico: Reconquista, una cosa que le hicimos a los ingleses. Córdoba, la docta. Esmeralda, gitana ahorcada por el amor de un arcediano. Sarmiento, se tiró un pedo y se lo llevó el viento. Segundo cuplé: Reconquista, calle de turras y restaurantes libaneses. Córdoba, alfajores estupendos. Esmeralda, un río colombiano. Sarmiento, nunca faltó a la escuela.

Tercer cuplé: Reconquista, una farmacia. Esmeralda, otra farmacia. Sarmiento, otra farmacia. Cuarto cuplé...

—Y cuando insisto en que estás loco, es porque no le veo la salida a tu famoso renunciamiento.

—Florida 620 (31-2200).

—No fuiste al entierro porque aunque renuncies a muchas cosas, ya no los capaz de mirar en la cara a tus amigos.

—Hip6lito Yrigoyen 749 (34-0936).

—Y Lucía está mejor en el fondo del río que en tu cama.

—Bolívar 800. El teléfono está medio borrado. Si a los del barrio se les enferma el nene, no van a poder conseguir la terramicina.

—En el fondo del río, sí.

—Corrientes 1117 (35-1468).

—O en Lucca, o en Montevideo.

—O en Rivadavia 1301 (38-7841).

—Guardá esa lista para Pola —dijo Gregorovius, levantándose—. Yo me voy, vos hacé lo que quieras. No estás en tu casa, pero como nada tiene realidad, y hay que partir ex nihil, etcétera... Disponé a tu gusto de todas estas ilusiones.

Bajo a comprar una botella de aguardiente.

Oliveira lo alcanzó al lado de la puerta y le puso la mano abierta sobre el hombro.

—Lavalle 2099 —dijo, mirándolo en la cara y sonriendo—. Cangallo 1501. Pueyrredón 53.

—Faltan los teléfonos —dijo Gregorovius.

—Empezás a comprender —dijo Oliveira sacando la mano—. Vos en el fondo te das cuenta de que ya no puedo decirte nada, ni a vos ni a nadie.

A la altura del segundo piso los pasos se detuvieron. «Va a volver», pensó Oliveira. «Tiene miedo de que le queme la cama o le corte las sábanas. Pobre Ossip.» Pero después de un momento los zapatos siguieron escalera abajo.

Sentado en la cama, miró los papeles del cajón de la mesa de luz. Una novela de Pérez Galdós, una factura de la farmacia. Era la noche de las farmacias. Unos papeles borroneados con lápiz La Maga se había llevado todo, quedaba un olor de antes, el empapelado de las paredes, la cama con el acolchado a rayas. Una novela de Galdós, qué idea. Cuando no era Vicki Baum era Roger Martin du Gard, y de ahí el salto inexplicable a Tristan L’Hermite, horas enteras repitiendo por cualquier motivo «les rêves de 1’eau qui songe», o una plaqueta con pantungs, o los relatos de Schwitters, una especie de rescate, de penitencia en lo más exquisito y sigiloso, hasta de golpe recaer en John Dos Passos y pasarse cinco días tragando enormes raciones de letra impresa.

Los papeles borroneados eran una especie de carta.

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32

Bebé Rocamadour, bebé, mon bebé. Rocamadour :

Rocamadour, ya sé que es como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los pies. Yo aquí sostengo un espejo y creo que sos vos. Pero no lo creo, te escribo porque no sabes leer. Si supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes.

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