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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (30 page)

BOOK: Rayuela
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40

Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido. Ya vegetaba con la pobre y abnegada Gekrepten en una pieza de hotel frente a la pensión «Sobrales» donde revistaban los Traveler. Les iba muy bien, Gekrepten estaba encantada, cebaba unos mates impecables, y aunque hacía pésimamente el amor y la pasta asciutta, tenía otras relevantes cualidades domésticas y le dejaba todo el tiempo necesario para pensar en lo de la ida y la vuelta, problema que lo preocupaba en los intervalos de un corretaje de cortes de gabardina. Al principio Traveler le había criticado su manía de encontrarlo todo mal en Buenos Aires, de tratar a la ciudad de puta encorsetada, pero Oliveira les explicó a él y a Talita que en esas críticas había una cantidad tal de amor que solamente dos tarados como ellos podían malentender sus denuestos. Acabaron por darse cuenta de que tenía razón, que Oliveira no podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires, y que ahora estaba mucho más lejos del país que cuando andaba por Europa. Sólo las cosas simples y un poco viejas lo hacían sonreír: el mate, los discos de De Caro, a veces el puerto por la tarde. Los tres andaban mucho por la ciudad, aprovechando que Gekrepten trabajaba en una tienda, y Traveler espiaba en Oliveira los signos del pacto ciudadano, abonando entre tanto el terreno con enormes cantidades de cerveza. Pero Talita era más intransigente (característica propia de la indiferencia) y exigía adhesiones a corto plazo: la pintura de Clorindo Testa, por ejemplo, o las películas de Torre Nilsson. Se armaban terribles discusiones sobre Bioy Casares, David Viñas, el padre Castellani, Manauta y la política de YPF. Talita acabó por entender que a Oliveira le daba exactamente lo mismo estar en Buenos Aires que en Bucarest, y que en realidad no había vuelto sino que lo habían traído. Por debajo de los temas de discusión circulaba siempre un aire patafísico, la triple coincidencia en una histriónica búsqueda de puntos de mira que excentraran al mirador o a lo mirado. A fuerza de pelear, Talita y Oliveira empezaban a respetarse. Traveler se acordaba del Oliveira de los veinte años y le dolía el corazón, aunque a lo mejor eran los gases de la cerveza.

—Lo que a vos te ocurre es que no sos un poeta —decía Traveler—. No sentís como nosotros a la ciudad como una enorme panza que oscila lentamente bajo el cielo, una araña enormísima con las patas en San Vicente, en Burzaco, en 183

Sarandí, en el Palomar, y las otras metidas en el agua, pobre bestia, con lo sucio que es este río.

—Horacio es un perfeccionista —lo compadecía Talita que ya había agarrado confianza—. El tábano sobre el noble caballo. Debías aprender de nosotros, que somos unos porteños humildes y sin embargo sabemos quién es Pieyre de Mandiargues.

—Y por las calles —decía Traveler, entornando los ojos— pasan chicas de ojos dulces y caritas donde el arroz con leche y Radio El Mundo han ido dejando como un talco de amable tontería.

—Sin contar las mujeres emancipadas e intelectuales que trabajan en los circos

—decía modestamente Talita.

—Y los especialistas en folklore canyengue, como un servidor. Haceme acordar en casa que te lea la confesión de Ivonne Guitry, viejo, es algo grande.

—A propósito, manda decir la señora de Gutusso que si no le devolvés la antología de Gardel te va a rajar una maceta en el cráneo —informó Talita.

—Primero le tengo que leer la confesión a Horacio. Que se espere, vieja de mierda.

—¿La señora de Gutusso es esa especie de catoblepas que se la pasa hablando con Gekrepten? —preguntó Oliveira.

—Sí, esta semana les toca ser amigas. Ya vas a ver dentro de unos días, nuestro barrio es así.

—Plateado por la luna —dijo Oliveira.

—Es mucho mejor que tu Saint-Germain-des-Prés -lijo Talita.

—Por supuesto —dijo Oliveira, mirándola. Tal vez, entornando un poco los ojos... Y esa manera de pronunciar el francés, esa manera, y si él entrecerraba los ojos. (Farmacéutica, lástima.)

Como les encantaba jugar con las palabras, inventaron en esos días los juegos en el cementerio, abriendo por ejemplo el de Julio Casares en la página 558 y jugando con la hallulla, el hámago, el halieto, el haloque, el hamez, el harambel, el harbullista, el harca y la harija. En el fondo se quedaban un poco tristes pensando en posibilidades malogradas por el carácter argentino y el paso-implacable-del-tiempo. A propósito de farmacéutica Traveler insistía en que se trataba del gentilicio de una nación sumamente merovingia, y entre él y Oliveira le dedicaron a Talita un poema épico en el que las hordas farmacéuticas invadían Cataluña sembrando el terror, la piperina y el eléboro. La nación farmacéutica, de ingentes caballos. Meditación en la estepa farmacéutica. Oh emperatriz de los farmacéuticos, ten piedad de los afofados, los afrontilados, los agalbanados y los aforados que se afufan.

Mientras Traveler se lo trabajaba de a poco al Director para que lo hiciera entrar a Oliveira en el circo, el objeto de esos desvelos tomaba mate en la pieza y se ponía desganadamente al día en materia de literatura nacional. Entregado a esas tareas se descolgaron los grandes calores, y la venta de cortes de gabardina mermó considerablemente. Empezaron las reuniones en el patio de don Crespo, que era amigo de Traveler y le alquilaba piezas a la señora de Gutusso y a otras damas y caballeros. Favorecido por la ternura de Gekrepten, que lo mimaba como a un chico, Oliveira dormía hasta no poder más y en los intervalos lúcidos miraba a veces un librito de Crevel que había aparecido en el fondo de la valija, y tomaba un aire de personaje de novela rusa. De esa fiaca tan metódica no podía resultar nada bueno, y él confiaba vagamente en eso, en que entrecerrando los ojos se vieran algunas cosas mejor dibujadas, de que durmiendo se le aclararan las meninges. Lo del circo andaba muy mal, el Director no quería saber nada de otro empleado. A la nochecita, antes de constituirse en el empleo, los Traveler bajaban a tomar mate con don Crespo, y Oliveira caía también y escuchaban discos viejos en un aparato que andaba por milagro, que es como deben escucharse los discos viejos. A veces Talita se sentaba frente a Oliveira para hacer juegos con el cementerio, o desafiarse a las preguntas-balanza que era otro juego que habían inventado con Traveler y que los divertía mucho. Don Crespo los consideraba locos y la señora de Gutusso estúpidos.

—Nunca hablás de aquello —decía a veces Traveler, sin mirar a Oliveira. Era más fuerte que él; cuando se decidía a interrogarlo tenía que desviar los ojos y tampoco sabía por qué pero no podía nombrar a la. capital de Francia, decía

«aquello» como una madre que se pela el coco inventando nombre inofensivos para las partes pudendas de los nenes, cositas de Dios.

—Ningún interés —contestaba Oliveira—. Andá a ver si no me crees.

Era la mejor manera de hacer rabiar a Traveler, nómade fracasado. En vez de insistir, templaba su horrible guitarra de Casa América y empezaba con los tangos. Talita miraba de reojo a Oliveira, un poco resentida. Sin decirlo nunca demasiado claramente, Traveler le había metido en la cabeza que Oliveira era un tipo raro, y aunque eso estaba a la vista la rareza debía ser otra, andar por otra parte. Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo. Se sentían muy bien juntos, pero eran como una cabeza de tormenta. En esas noches, si abrían el cementerio les caían cosas como cisco, cisticerco, ¡cito!, cisma, cístico y cisión. Al final se iban a la cama con un malhumor latente, y soñaban toda la noche con cosas divertidas y agradables, lo que más bien era un contrasentido.

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41

A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos en una baldosa (cualquiera sabe lo peligroso que es enderezar un clavo a martillazos, hay un momento en que el clavo está casi derecho, pero cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.

«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.»

Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler se asomara. Desde su cuarto veía muy bien una parte del dormitorio, y algo le decía que Traveler estaba en el dormitorio, probablemente acostado con Talita. Los Traveler dormían mucho de día, no tanto por el cansancio del circo sino por un principio de fiaca que Oliveira respetaba. Era penoso despertar a Traveler a las dos y media de la tarde, pero Oliveira tenía ya amoratados los dedos con que sujetaba los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse, dando a los dedos un aire de chipolatas mal hechas que era realmente repugnante. Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para colmo tenía ganas de matear y se le había acabado la yerba: es decir, le quedaba yerba para medio mate, y convenía que Traveler o Talita le tiraran la cantidad restante metida en un papel y con unos cuantos clavos de lastre para embocar la ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.

«Es increíble lo fuerte que silbo», pensó Oliveira, deslumbrado. Desde el piso de abajo, donde había un clandestino con tres mujeres y una chica para los mandados, alguien lo parodiaba con un contrasilbido lamentable, mezcla de pava hirviendo y chiflido desdentado. A Oliveira le encantaba la admiración y la rivalidad que podía suscitar su silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las ocasiones importantes. En sus horas de lectura, que se cumplían entre la una y las cinco de la madrugada, pero no todas las noches, había llegado a la desconcertante conclusión de que el silbido no era un tema sobresaliente en la 186

literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prácticamente ninguno.

Los condenaban a un repertorio bastante monótono de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios. Los squires ingleses silbaban para llamar a sus sabuesos, y algunos personajes dickensianos silbaban para conseguir un cab. En cuanto a la literatura argentina silbaba poco, lo que era una vergüenza. Por eso aunque Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a considerarlo como un maestro nada más que por sus títulos; a veces imaginaba una continuación en la que el silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en su piolín reluciente y proponía a la estupefacción universal ese matambre arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el contenido del rotograbado dominical y digestivo de los Gainza Mitre Paz, y todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de la baguala y el barrio de Boedo. «La puta que te parió» (a un clavo), «no me dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le repugnaban por lo fáciles, aunque estuviera convencido de que a la Argentina había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido por un siglo de usurpaciones de todo género como tan bien explicaban sus ensayistas, y para eso lo mejor era demostrarle de alguna manera que no se la podía tomar en serio como pretendía. ¿Quién se animaría a ser el bufón que desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra y reconoce? Che, pero pibe, qué manera de estropearse el día. A ver si ese clavito se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.

«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era imposible sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor golpe del martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol empezaba a dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres no quedaría un solo rincón sin nieve, se iba a helar lentamente hasta que lo ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de las lívidas flores del espacio. Estaba bien eso: las lívidas flores del espacio. En ese mismo momento se pegó un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar contra la rigidez de la congelación. Cuando por fin consiguió sentarse, sacudiendo la mano en todas direcciones, estaba empapado de pies a cabeza, probablemente de nieve derretida o de esa ligera llovizna que alterna con las lívidas flores del espacio y refresca la piel de los lobos.

Traveler se estaba atando el pantalón del piyama y desde su ventana veía muy bien la lucha de Oliveira contra la nieve y la estepa. Estuvo por darse vuelta y contarle a Talita que Oliveira se revolcaba por el piso sacudiendo una mano, pero entendió que la situación revestía cierta gravedad y que era preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.

—Por fin salís, qué joder —dijo Oliveira—. Te estuve silbando media hora.

Mirá la mano cómo la tengo machucada.

—No será de vender cortes de gabardina —dijo Traveler.

—De enderezar clavos, che. Necesito unos clavos derechos y un poco de yerba.

—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.

—Armá un paquete y me lo tirás.

—Bueno —dijo Traveler. Pero ahora que lo pienso me va a dar trabajo ir hasta la cocina.

—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan lejos.

—No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.

—Pará por debajo —sugirió Oliveira—. A menos que los cortes. El chicotazo de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.

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