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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (39 page)

BOOK: Rayuela
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—¿Ké bida no es trajedia? —leyó Talita en excelente ispamerikano.

Así siguieron hasta que llegó la señora de Gutusso con las últimas noticias radiales sobre el coronel Flappa y sus tanques, por fin algo real y concreto que los dispersó en seguida para sorpresa de la informante, ebria de sentimiento patrio.

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De la parada del colectivo a la calle Trelles no había más que un paso, o sea tres cuadras y pico. Ferraguto y la Cuca ya estaban con el administrador cuando llegaron Talita y Traveler. La gran tratativa ocurría en una sala del primer piso, con dos ventanas que daban al patio jardín donde se paseaban los enfermos y se veía subir y bajar un chorrito de agua de una fuente de porlan. Para llegar hasta la sala, Talita y Traveler habían tenido que recorrer varios pasillos y habitaciones de la planta baja, donde señoras y caballeros los habían interpelado en correcto castellano para mangarles la entrega benévola de uno que otro atado de cigarrillos. El enfermero que los acompañaba parecía encontrar ese intermedio perfectamente natural, y las circunstancias no favorecieron un primer interrogatorio de ambientación. Casi sin tabaco llegaron a la sala de la gran tratativa donde Ferraguto les presentó al administrador con palabras vistosas. A la mitad de la lectura de un documento ininteligible se apareció Oliveira y hubo que explicarle entre bisbiseos y señas de truco que todo iba perfectamente y que nadie entendía gran cosa. Cuando Talita le susurró sucintamente su subida sh sh, Oliveira la miró extrañado porque él se había metido directamente en un zaguán que daba a una puerta, ésa. En cuanto al Dire, estaba de negro riguroso.

El calor que hacía era de los que engolaban más a fondo la voz de los locutores que cada hora pasaban primero el parte meteorológico y segundo los desmentidos oficiales sobre el levantamiento de Campo de Mayo y las adustas intenciones del coronel Flappa. El administrador había interrumpido la lectura del documento a las seis menos cinco para encender su transistor japonés y mantenerse, según afirmó previo pedido de disculpas, en contacto con los hechos. Frase que determinó en Oliveira la inmediata aplicación del gesto clásico de los que se han olvidado algo en el zaguán (y que al fin y al cabo, pensó, el administrador tendría que admitir como otra forma de contacto con los hechos) y a pesar de las miradas fulminantes de Traveler y Talita se largó sala afuera por la primera puerta a tiro y que no era la misma por la que había entrado.

De un par de frases del documento había inferido que la clínica se componía de planta baja y cuatro pisos, más un pabellón en el fondo del patio-jardín. Lo mejor sería darse una vuelta por el patio jardín, si encontraba el camino, pero no hubo ocasión porque apenas había andado cinco metros un hombre joven en mangas de camisa se le acercó sonriendo, lo tomó de una mano y lo llevó, balanceando el brazo como los chicos, hasta un corredor donde había no pocas puertas y algo que debía ser la boca de un montacargas. La idea de conocer la clínica de la mano de un loco era sumamente agradable, y lo primero que hizo Oliveira fue sacar cigarrillos para su compañero, muchacho de aire inteligente que aceptó un pitillo y silbó satisfecho. Después resultó que era un enfermero y que Oliveira no era un loco, los malentendidos usuales en esos casos. El episodio era barato y poco promisorio, pero entre piso y piso Oliveira y Remorino se hicieron amigos y la topografía de la clínica se fue mostrando desde adentro, con anécdotas, feroces púas contra el resto del personal y puestas en guardia de amigo a amigo. Estaban en el cuarto donde el doctor Ovejero guardaba sus cobayos y una foto de Mónica Vitti, cuando un muchacho bizco apareció corriendo para decirle a Remorino que si ese señor que estaba con él era el señor Horacio Oliveira, etcétera. Con un suspiro, Oliveira bajó dos pisos y volvió a la sala de la gran tratativa donde el documento se arrastraba a su fin entre los rubores menopáusicos de la Cuca Ferraguto y los bostezos desconsiderados de Traveler. Oliveira se quedó pensando en la silueta vestida con un piyama rosa que había entrevisto al doblar un codo del pasillo del tercer piso, un hombre ya viejo que andaba pegado a la pared acariciando una paloma como dormida en su mano. Exactamente en el momento en que la Cuca Ferraguto soltaba una especie de berrido.

—¿Cómo que tienen que firmar el okey?

—Callate, querida —dijo el Dire—. El señor quiere significar...

—Está bien claro —dijo Talita que siempre se había entendido bien con la Cuca y la quería ayudar. El traspaso exige el consentimiento de los enfermos.

—Pero es una locura —dijo la Cuca muy ad hoc.

—Mire, señora —dijo el administrador tirándose del chaleco con la mano libre—. Aquí los enfermos son muy especiales, y la ley Méndez Delfino es de lo más clara al respecto. Salvo ocho o diez culias familias ya han dado el okey, los otros se han pasado la vida de loquero en loquero, si me permite el término, y nadie responde por ellos. En ese caso de ley faculta al administrador para que, en los períodos lúcidos de estos sujetos, los consulte sobre si están de acuerdo en que la clínica pase a un nuevo propietario. Aquí tiene los artículos marcados —

agregó mostrándole un libro encuadernado en rojo de donde salían unas tiras de la Razón Quinta—. Los lee y se acabó.

—Si he entendido bien —dijo Ferraguto—, ese trámite debería hacerse de inmediato.

—¿Y para qué se cree que los he convocado? Usted como propietario y estos señores como testigos: vamos llamando a los enfermos, y todo se resuelve esta misma tarde.

—La cuestión —dijo Traveler—, es que los puntos estén en eso que usted llamó período lúcido.

El administrador lo miró con lástima, y tocó un timbre. Entró Remorino de blusa, le guiñó el ojo a Oliveira y puso un enorme registro sobre una mesita.

Instaló una silla delante de la mesita, y se cruzó de brazos como un verdugo persa. Ferraguto, que se había apresurado a examinar el registro con aire de entendido, preguntó si el okey quedaría registrado al pie del acta, y el administrador dijo que sí, para lo cual se llamaría a los enfermos por orden alfabético y se les pediría que estamparan la millonaria mediante una rotunda Birome azul. A pesar de tan eficientes preparativos, Traveler se emperró en insinuar que tal vez alguno de los enfermos se negara a firmar o cometiera algún acto extemporáneo. Aunque sin atreverse a apoyarlo abiertamente, la Cuca y Ferraguto estaban-pendientes-de-sus-palabras.

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Ahí nomás se apareció Remorino con un anciano que parecía bastante asustado, y que al reconocer al administrador lo saludó con una especie de reverencia.

—¡En piyama! —dijo la Cuca estupefacta.

—Ya los viste al entrar —dijo Ferraguto.

—No estaban en piyama. Era más bien una especie de...

—Silencio —dijo el administrador—. Acérquese, Antúnez, y eche una firma ahí donde le indica Remorino.

El viejo examinó atentamente el registro, mientras Remorino le alcanzaba la Birome. Ferraguto sacó el pañuelo y se secó la frente con leves golpecitos.

—Esta es la página ocho —dijo Antúnez—, y a mí me parece que tengo que firmar en la página uno.

—Aquí —dijo Remorino, mostrándole un lugar del registro—. Vamos, que se le va a enfriar el café con leche. Antúnez firmó floridamente, saludó a todos y se fue con unos pasitos rosa que encantaron a Talita. El segundo piyama era mucho más gordo, y después de circunnavegar la mesita fue a darle la mano al administrador, que la estrechó sin ganas y señaló el registro con un gesto seco.

—Usted ya está enterado, de modo que firme y vuélvase a su pieza.

—Mi pieza está sin barrer —dijo el piyama gordo.

La Cuca anotó mentalmente la falta de higiene. Remorino trataba de poner la Birome en la mano del piyama gordo, que retrocedía lentamente.

—Se la van a limpiar en seguida —dijo Remorino— Firme, don Nicanor.

—Nunca —dijo el piyama gordo—. Es una trampa.

—Qué trampa ni qué macana —dijo el administrador—. Ya el doctor Ovejero les explicó de qué se trataba. Ustedes firman, y desde mañana doble ración de arroz con leche.

—Yo no firmo si don Antúnez no está de acuerdo —dijo el piyama gordo.

—Justamente acaba de firmar antes que usted. Mire.

—No se entiende la firma. Esta no es la firma de don Antúnez. Ustedes le sacaron la firma con picana eléctrica. Mataron a don Antúnez.

—Andá traelo de vuelta —mandó el administrador a Remorino, que salió volando y volvió con Antúnez. El piyama gordo soltó una exclamación de alegría y fue a darle la mano.

—Dígale que está de acuerdo, y que firme sin miedo dijo el administrador—.

Vamos, que se hace tarde.

—Firmá sin miedo, m’hijo —le dijo Antúnez al piyama gordo—. Total lo mismo te la van a dar por la cabeza.

El piyama gordo soltó la Birome—. Remorino la recogió rezongando, y el administrador se levantó como una fiera. Refugiado detrás de Antúnez, el piyama gordo temblaba y se retorcía las mangas. Golpearon secamente a la puerta, y antes de que Remorino pudiera abrirla entró sin rodeos una señora de kimono rosa, que se fue derecho al registro y lo miró por todos lados como si fuera un lechón adobado. Enderezándose satisfecha, puso la mano abierta sobre el registro.

—Juro —dijo la señora—, decir toda la verdad. Usted no me dejará mentir, don Nicanor.

El piyama gordo se agitó afirmativamente, y de pronto aceptó la Birome que le tendía Remorino y firmó en cualquier parte, sin dar tiempo a nada.

—Qué animal —le oyeron murmurar al administrador—. Fijate si cayó en buen sitio, Remorino. Menos mal. Y ahora usted, señora Schwitt, ya que está aquí. Marcale el sitio, Remorino.

—Si no mejoran al ambiente social no firmo nada —dijo la señora Schwitt—.

Hay que abrir puertas y ventanas al espíritu.

—Yo quiero dos ventanas en mi cuarto —dijo el piyama gordo—. Y don Antúnez quiere ir a la Franco-Inglesa a comprar algodón y qué sé yo cuántas cosas. Este sitio es tan oscuro.

Girando apenas la cabeza, Oliveira vio que Talita lo estaba mirando y le sonrió. Los dos sabían que el otro estaba pensando que todo era una comedia idiota, que el piyama gordo y los demás estaban tan locos como ellos. Malos actores, ni siquiera se esforzaban por parecer alienados decentes delante de ellos que se tenían bien leído su manual de psiquiatría al alcance de todos. Por ejemplo ahí, perfectamente dueña de sí misma, apretando la cartera con las dos manos y muy sentada en su sillón, la Cuca parecía bastante más loca que los tres firmantes, que ahora se habían puesto a reclamar algo así como la muerte de un perro sobre el que la señora Schwitt se extendía con lujo de ademanes. Nada era demasiado imprevisible, la causalidad más pedestre seguía rigiendo esas relaciones volubles y locuaces en que los bramidos del administrador servían de bajo continuo a los dibujos repetidos de las quejas y las reivindicaciones y la Franco-Inglesa. Así vieron sucesivamente cómo Remorino se llevaba a Antúnez y al piyama gordo, cómo la señora Schwitt firmaba desdeñosamente el registro, cómo entraba un gigante esquelético, una especie de desvaída llamarada de franela rosa, y detrás un jovencito de pelo completamente blanco y ojos verdes de una hermosura maligna. Estos últimos firmaron sin mayor resistencia, pero en cambio se pusieron de acuerdo en querer quedarse hasta el final del acto. Para evitar más líos, el administrador los mandó a un rincón y Remorino fue a traer a otros dos enfermos, una muchacha de abultadas caderas y un hombre achinado que no levantaba la mirada del suelo. Sorpresivamente se oyó hablar otra vez de la muerte de un perro. Cuando los enfermos firmaron, la muchacha saludó con un ademán de bailarina. La Cuca Ferraguto le contestó con una amable inclinación de cabeza, cosa que a Talita y a Traveler les produjo un monstruoso ataque de risa. En el registro ya había diez firmas y Remorino seguía trayendo gente, había saludos y una que otra controversia que se interrumpía o cambiaba de protagonistas; cada tanto, una firma. Ya eran las siete y media, y la Cuca sacaba una polverita y se arreglaba la cara con un gesto de directora de clínica, algo entre Madame Curie y Edwige Feuillère. Nuevos retorcimientos de Talita y Traveler, nueva inquietud de Ferraguto que consultaba alternativamente los progresos en el registro y la cara del administrador. A las siete y cuarenta una enferma declaró que no firmaría hasta que mataran al perro. Remorino se lo prometió, guiñando un ojo en dirección de Oliveira que apreciaba la confianza.

Habían pasado veinte enfermos, y faltaban solamente cuarenta y cinco. El administrador se les acercó para informarles que los casos más peliagudos ya estaban estampados (así dijo) y que lo mejor era pasar a cuarto intermedio con cerveza y noticiosos. Durante el piscolabis hablaron de psiquiatría y de política.

La revolución había sido sofocada por las fuerzas del Gobierno, los cabecillas se rendían en Luján. El doctor Nerio Rojas estaba en un congreso de Amsterdam. La cerveza, riquísima.

A las ocho y media se completaron cuarenta y ocho firmas. Anochecía, y la sala estaba pegajosa de humo y de gente en los rincones, de la tos que de cuando en cuando se asomaba por alguno de los presentes. Oliveira hubiera querido irse a la calle, pero el administrador era de una severidad sin grietas. Los últimos tres enfermos firmantes acababan de reclamar modificaciones en el régimen de comidas (Ferraguto hacía señas a la Cuca para que tomara nota, no faltaba más, en su clínica las colaciones iban a ser impecables) y la muerte del perro (la Cuca juntaba itálicamente los dedos de la mano y se los mostraba a Ferraguto, que sacudía la cabeza perplejo y miraba al administrador que estaba cansadísimo y se apantallaba con un almanaque de confitería). Cuando llegó el viejo con la paloma en el hueco de la mano, acariciándola despacio como si quisiera hacerla dormir, hubo una larga pausa en que todos se dedicaron a contemplar la paloma inmóvil en la mano del enfermo, y era casi una lástima que el enfermo tuviera que interrumpir su rítmica caricia en el lomo de la paloma para tomar torpemente la Birome que le alcanzaba Remorino. Detrás del viejo vinieron dos hermanas del brazo, que reclamaron de entrada la muerte del perro y otras mejoras en el establecimiento. Lo del perro hacía reír a Remorino, pero al final Oliveira sintió como si algo se le rebalsara a la altura del bazo, y levantándose le dijo a Traveler que se iba a dar una vuelta y que volvería en seguida.

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