Realidad aumentada (26 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: Realidad aumentada
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—¿Y cómo te puedo localizar?

—Bastará con pulsar el icono del programa en el teléfono y me harás una llamada a través de Internet. No te preocupes por la hora, ¡hay doscientos mil euros en juego! —dijo riendo.

—Solo una cosa más, pero es muy importante —dijo el neurólogo, dudando de si Owl era consciente de la seriedad del asunto—: hace unos minutos que te he enviado un correo. Por favor, ábrelo y dime si puedes hacer eso por mí.

—¡Espera un momento! —tras unos segundos que a Alex se le hicieron eternos, Owl por fin contestó—. Joder, voy a tener que pedirte un aumento de sueldo antes de haber empezado a trabajar. ¡Esto es bastante gordo!

—Owl, te aseguro que si dices algo de esto…

—Tranquilo, ¡sabes que estoy de broma! —oyó que exclamaba el pirata—. Tu pequeño secreto está a salvo conmigo. Haré lo que me pides por el mismo precio. Al fin y al cabo, tu idea nos beneficia a los dos y es buena. ¡Que tengas buen viaje y que te diviertas!

Unos instantes después Alex cerró la cremallera de su bolsa de viaje. No paraba de darle vueltas a la cabeza: aún estaba a tiempo de interrumpir aquella locura. Y es que un funesto presagio se había adueñado de sus pensamientos. Su plan era muy frágil y la ayuda con la que contaba, bastante limitada. Si todo salía bien, solucionaría todo ese embrollo, y en el camino era posible que reconquistara a Lia. Si no se andaba con cuidado acabaría, en el mejor de los casos, abandonado de nuevo y con serios problemas legales, pero sabía que eso era poco probable. Si las cosas se torcían de verdad, lo que estaba en juego no era solo su vida, sino la de su mejor amigo y la de la mujer que daba sentido a su existencia.

Alex puso su mano sobre la de Lia. Ella la retiró en un acto que le pareció casi reflejo. Estaban sentados en una de las muchas cafeterías del aeropuerto. No hacía ni veinticuatro horas que habían aterrizado allí y ya esperaban una nueva llamada para embarcar, solo que en esta ocasión con destino a otro continente.

—Lo siento —dijo ella apretando los labios—, hay muchas cosas en esta historia que me están volviendo loca: una es que nos hayan intentado matar —miró a su alrededor, desconfiada—. Y la otra es igual de importante para mí, Alex: me has mentido.

Eran sus primeras palabras desde esa mañana. Difícilmente otras hubieran provocado el efecto desolador que esas infundieron en Alex.

—Eso no es cierto —masculló él.

—¿Cómo sabías que el chip había pasado por sus manos?

—Según Jules —dijo Alex, intentando parecer convincente—, Skinner estaba relacionado con el procesador, pero no era un experto en tecnología: fue sincero cuando dijo que no sabía lo que era un chip. Gracias a la ayuda de, digamos, cierta persona —omitió a Owl intencionadamente—, supe que Milas había recorrido medio planeta en los últimos años. Así que su relación solo podía ser, por decirlo de alguna manera, logística. En algún momento debió de hacer de intermediario con el chip: robándolo, comprándolo o encontrándoselo en algún sitio. En mi opinión lo más probable es que hubiera mediado en algún intercambio.

—¡Te tiraste un farol! —dijo ella con el rostro desencajado—. ¿¡Así es como piensas llegar al fondo de un asunto en el que alguien quiere vernos muertos!?

—¡En absoluto! —protestó Alex—. Era fácil deducir que él tenía que ser un mero intermediario: era un investigador a la vieja usanza, un sabueso, y no un ingeniero informático. Así que debió de conseguir el chip en algún sitio o hacer de mediador en alguna venta no muy legal —reflexionó unos segundos y añadió—: de hecho, empiezo a pensar que ese chip ni siquiera es de Baldur, sino que llegó a él a través de Milas. Y por eso, este sabía de dónde procedía, puede que hasta sea robado. William mencionó algo acerca de espionaje industrial cuando hablé con él. ¿Y si fuera él quien hubiera adquirido el chip o sus planos?

—Si Baldur estuviera implicado en un posible asunto de espionaje industrial —dijo Lia, con el ceño fruncido—, ¿por qué tanto interés en que lleguemos al fondo?

—No lo sé —contesto él, acariciándose la barbilla—. Quizá le falte algo o piense que puede obtener más información. Ahora que lo pienso —añadió entrecerrando los ojos—, no le vi especialmente atraído cuando le dije que lo queríamos investigar nosotros.

—Todo esto apesta, y además, veo que has decidido compartir solo la información que tú estimas oportuna —dijo ella con expresión amarga.

—¡No te he ocultado nada, Lia! Hay aspectos que he deducido o incluso dados por hecho sobre la marcha. ¡Pregúntame lo que quieras!

—¿Me puedes explicar cómo sabías que Milas estaba trabajando en ese asunto, el de la financiación ilegal de la oposición? Ese es un tema peliagudo y no entiendo cómo has podido «deducirlo» o «darlo por hecho» sobre la marcha —dijo ella en tono irónico.

—Cuando nos pusimos a investigar sobre él —respondió Alex, suspirando—, vimos que estaba metido en casi cualquier escándalo de este país. Sus artículos mejor pagados eran los de asuntos políticos, pero también descubrimos que llevaba desaparecido del panorama unos meses. Precisamente desde que Stephen contactó conmigo. Al principio me asusté por la coincidencia: pensé que su desaparición estaba relacionada con el proyecto, pero tras indagar un poco por Internet descubrimos que Milas había desaparecido, sí. ¡Pero desde que se destapó ese mismo escándalo, el de financiación irregular que lleva azotando al país desde hace unos meses! Una coincidencia demasiado llamativa para alguien que no cree en ellas, ¿no crees? —dijo, intentando esbozar una sonrisa.

Esta se esfumó del rostro de Alex en cuanto vio a Lia alzar la vista con un evidente gesto de preocupación.

—Entonces, ¿dijiste lo de la financiación sin estar seguro? ¡Esto es una locura! —con expresión de auténtico miedo, añadió—: Vamos a dejarlo aquí, Alex. ¡Acudamos a la policía, aún estamos a tiempo de protegernos!

Dos lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas, y Alex sintió como si un puño le atenazara el corazón. Aunque en realidad deseaba abrazarla, hizo de tripas corazón y decidió jugarse su última carta:

—Lia, quiero contarte algo —dijo acariciándole las manos—. De un tiempo a esta parte intuyo cosas, es como si las adivinara…

—¿Qué demonios estás diciendo? —preguntó ella, mirándole como si estuviera frente a un lunático.

—Créeme: sé que suena a auténtica locura. Es algo que me tiene francamente preocupado. Incluso llegué a pensar que era una enfermedad mental, un tumor o algo así, por eso me hice un chequeo neurológico completo.

—Oh, Dios mío… —dijo ella, llevándose las manos a la cara—. ¿Estás hablando en serio?

—Totalmente en serio —vio el gesto de preocupación en el rostro de su compañera, y se apresuró a explicarle—: creo que es un efecto secundario relacionado con el uso del chip.

—¿¡Qué!?

—Lo curioso es que creo que, gracias a esa extraña capacidad, estamos vivos: al menos un par de veces me ha permitido salvar situaciones potencialmente letales. No sé qué es ni a qué se debe, y necesito saberlo. No sé si eres capaz de comprenderme… —inspiró aire profundamente antes de añadir—: necesito llegar al fondo de todo esto. Por mí, por ti, por ambos.

—Eso es… —dijo ella, entre lágrimas— una locura.

—No estoy loco, créeme… —dijo él en tono suplicante y rodeándola con sus brazos—. Por favor, confía en mí.

Ella se dejó abrazar y rompió a llorar. Alex sintió una tormenta de emociones, y el llanto de Lia le resultó sorprendentemente dulce. Al cabo de unos instantes ella susurró unas palabras cerca de su oído:

—Prométeme que me vas a cuidar…

Él sujetó su cara con ambas manos.

—Estoy dispuesto a dejarme la vida en ello —y la besó con una inmensa ternura.

En ese momento Alex oyó el anuncio del embarque de su vuelo. Tras unos segundos en los que se besaron con apasionada ternura, se levantaron y, de la mano, se colocaron en la fila. No se percataron de la presencia de un grupo de tres hombres que se situaron unos metros detrás de ellos. No se perdían ni uno solo de los movimientos de la pareja.

Apenas durmieron en las doce horas que duró el vuelo. Lo primero que hicieron nada más aterrizar fue comprar dos billetes de Mexicana con destino a Albino Corzo, el aeropuerto más próximo a su destino. Siendo un trayecto más corto, les resultó bastante más irritante debido a los evidentes signos de agotamiento, y es que, tras el despegue, en menos de dos horas llegaron al centro de Tuxtla Gutiérrez, la ciudad más grande y poblada del Estado de Chiapas, y a la postre también la capital.

A pesar de haber volado catorce horas, aún no eran las nueve de la noche del mismo día en el que habían salido de Madrid, debido al cambio horario. Era algo a lo que Alex no terminaba de acostumbrarse a pesar de haber volado varias veces a Estados Unidos. Sin embargo era la primera vez que pisaba el país centroamericano.

El taxi se detuvo en la calle Poniente Norte, frente al Quality Inn, donde les esperaba «una agradable
suite
», en palabras del recepcionista, que no dejó de sonreír en ningún momento. Este les ofreció un mapa con los lugares más conocidos de la ciudad, como el Mirador de los Amorosos, que nombró junto con una pícara sonrisa: ese sitio era célebre entre las parejas jóvenes por estar considerado un lugar romántico que ofrecía una deslumbrante panorámica de la ciudad. Su nombre venía de un poema de Jaime Sabines. El recepcionista pareció bastante decepcionado cuando ellos apenas mostraron interés por el autor mexicano, y menos aún por el mirador.

—Por cierto, hay un sobre para ustedes —dijo, rebuscando en un cajón.

Era un sencillo sobre de color manila. Alex lo abrió y leyó una sola frase escrita a mano: «Les espero en la cafetería.» Vio la expresión de sorpresa del recepcionista cuando, tras encargarle que subiera sus pertenencias a la habitación, preguntaron por el lugar que indicaba la breve misiva.
No debemos de parecer la típica pareja de turistas
, pensó Alex. Si lo que deseaban era pasar desapercibidos, en solo unos minutos habían fracasado estrepitosamente. Con sorna, pensó que los agentes secretos y sus amantes de las novelas que le gustaba leer no se parecían demasiado a la extraña pareja que debían de hacer ellos.

Caminaron en la dirección que les indicó el recepcionista y entraron en una amplia y confortable estancia: las paredes eran de color rosado y las luces, de un cálido tono amarillento. El local transmitía serenidad. Estaba decorado con alegres colores: el rojo de la mantelería, servilletas amarillas y un largo despliegue cromático. Las mesas y las sillas eran de madera, y en algunos reservados había mullidos sillones. Sentado en uno de ellos vieron a un hombre de mediana edad con un poblado bigote, que vestía una camisa blanca de algodón, unos pantalones caqui y sostenía una pipa apagada entre sus labios mientras leía un periódico. Nada más verlos entrar les indicó, con gesto sonriente, que se acercaran. Se dejaron caer derrengados sobre el sillón, y él les saludó afectuosamente:

—¡Saludos, mis amigos! —parloteó el mexicano con una amplia sonrisa y ese musical acento que tanto gusta oír a los españoles—. Mi nombre es Alfonso Juárez, trabajo para el señor Cobitz —ambos le dieron la mano—. Deben de estar agotados, así que iré al grano: están ustedes a unos 280 kilómetros de Ciudad de Palenque. Podrán llegar allí por carretera: primero cojan la 190 y luego la 199; no se preocupen, lo tienen todo indicado en los mapas y en el GPS, pero no se fíen de las distancias, tardarán más de lo que es habitual en países como el suyo. Recuerden que esto es México y se vive un poco más lento, ¡pero mejor! —dijo guiñando un ojo y entregándoles una mochila—. En este macuto llevan brújulas digitales, prismáticos, linternas e incluso unas sencillas gafas de visión nocturna. Tienen un vehículo a su disposición en el garaje del hotel y en el maletero encontrarán una tienda de campaña, equipo de primeros auxilios, cuerdas y unos cuantos paquetes de comida y agua, así como algún que otro detalle más…

Alex y Lia se miraron desconcertados.

—Y, ¿para qué se supone que queremos todo eso? —preguntó ella—. Solo hemos venido a buscar a…

—Órdenes de mi jefe, señora —le interrumpió el mexicano alzando su vaso y echando un trago—. ¡Salud! Él siempre dice que «hombre prevenido vale por dos». Nadie sabe las dificultades que van a encontrar por el camino, y este es un país a veces complicado.

¿Tan complicado como para necesitar unas gafas de visión nocturna? ¿O una tienda de campaña? ¿Acaso vamos a una guerra?
, pensó Alex. Viendo que las respuestas a esas preguntas no las iba a encontrar en el amable Alfonso, se limitó a encogerse de hombros y preguntar:

—¿Cómo nos comunicaremos con su jefe?

—¡Eso es lo más importante! —dijo el mexicano levantando un dedo—. En la mochila tienen un teléfono móvil con capacidad módem. Para comunicarse con el señor Cobitz solo tienen que buscar su nombre en la agenda. ¡Ah, y no desesperen con las conexiones! A veces son lentas o fallan. Esto no es Europa, amigos.

—Cualquiera diría que vamos a atravesar una jungla —masculló Alex—. ¿Hay algo más que debamos saber?

—Por supuesto que sí —respondió alegremente Alfonso—. Es obvio que vienen ustedes por algo importante —dijo guiñando un ojo—, pero cuando acaben su tarea deberían disfrutar de la bella zona hacia donde se dirigen. Si me permiten un consejo, deberían visitar las cascadas de Misol-Ha o las de Agua Azul, dos espectáculos dignos de ser vistos por una pareja joven como ustedes, y está claro que tienen mucho que compartir…

Alex vio de reojo cómo Lia contraía los labios. Y pensó, con fastidio, que esa broma del mexicano había disminuido las escasas posibilidades de conseguir que ella se relajara. El dicharachero Alfonso estaba acabando con el escaso buen humor que le quedaba a la chica.

—Gracias, Alfonso —dijo Alex levantándose—, pero estamos cansados y nos gustaría…

—Sí, ya termino, que querrán disfrutar —añadió con una sonrisa pícara, para desesperación de Alex—. Un último consejo al que deben hacer caso: visiten las ruinas. Además de ser conocidas por su enorme belleza, aún esconden grandes secretos en su interior. De hecho, hay una historia fascinante. ¿Saben que un arqueólogo, según una leyenda de nuestro país, que también se llamaba Alfonso, encontró allí, hace casi sesenta años, lo que parecía nada menos que…?

—Las ruinas, sí —le interrumpió Alex con tono cortante—. Las visitaremos si tenemos tiempo, deben de esconder una historia fascinante… —añadió, en tono irónico.

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