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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (4 page)

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Por desgracia, la clase obrera resultó de lo más decepcionante. En vez de conspirar para derrocar el capitalismo, los trabajadores querían beneficios materiales, como sueldos más altos y seguros médicos. Desde la perspectiva marxista, este tipo de «reformismo» no abordaba ninguno de los asuntos fundamentales. De momento, los trabajadores se estaban limitando a cambiar la decoración de su jaula, pero en cuanto juzgaran su situación más objetivamente, era inevitable que acabaran por rebelarse.

Sin embargo, al ir avanzando el siglo xx, este diagnóstico resultaba cada vez menos convincente. Por ejemplo, la renuencia inicial a conceder el voto a los trabajadores se basaba en la suposición —mantenida por las clases dirigentes europeas y estadounidenses— de que sin duda procurarían expropiar a las clases pudientes. En otras palabras, usarían el voto para usurpar a los ricos sus propiedades. Sin embargo, esto no sucedió. Los trabajadores votaron a favor de la reforma, no de la revolución.

Tras la Revolución Rusa, resultaba aún más difícil entender este peculiar comportamiento altruista de los trabajadores, procedente de su «fetichismo de la mercancía». ¿Cómo podían pensar que el capitalismo era natural e inalterable cuando la historia de la Unión Soviética demostraba claramente que era optativo? Los rusos habían demostrado que los trabajadores, si querían, podían librarse del sistema capitalista y sustituirlo con el que eligieran. Además, hasta la década de 1960 no terminó de perfilarse la eficacia o ineficacia de cada sistema económico. En los primeros tiempos de la Unión Soviética, podía dar la impresión de que el comunismo iba a generar una mayor riqueza que el capitalismo. Por lo tanto, ¿cómo se explicaba la pasividad de las clases trabajadoras europeas y estadounidenses?

El capitalismo era un hueso más duro de roer de lo que muchos izquierdistas pensaban. Para obviar la posibilidad de que a los trabajadores les pudiera
gustar el
capitalismo, los teóricos marxistas optaron por remozar la teoría de la ideología. En la década de 1920, por ejemplo, Antonio Gramsci argumentaba que el capitalismo engañaba ideológicamente a las clases trabajadoras, no a base de datos falsos sobre el funcionamiento de la economía, sino estableciendo una completa «hegemonía» cultural, que a su vez reforzaba el sistema. Gramsci llegaba a sugerir que toda la cultura —literatura, música, pintura— era un reflejo de la ideología burguesa que la clase trabajadora debía rechazar para poder emanciparse. Defendía la «necesidad de crear una nueva cultura».

Inicialmente este argumento cayó en saco roto. Cuando Marx mantenía que el Estado era simplemente el «comité ejecutivo de la burguesía», la cosa ya sonaba a paranoia. La idea de que la burguesía pudiera tener controlada toda la cultura parecía aun más disparatada. ¿Cómo iba a ser un timo la cultura? Costaba creer que pudiera organizarse un fraude de semejante tamaño.

Sin embargo, todo el asunto cobró credibilidad con el advenimiento de la Alemania nazi.

*

Es imposible entender la evolución histórica del siglo xx sin aceptar el enorme impacto que tuvo el nazismo —y sobre todo el Holocausto— sobre el pensamiento político occidental. El caso alemán sirvió para constatar que una política errónea puede generar cosas mucho peores que un mal gobierno. Puede provocar una pesadilla hecha realidad.

Los griegos y los romanos ya eran conscientes de que el poder absoluto afectaba al estado mental del tirano. En
La República
, Platón sostenía que la tiranía revela esa parte del alma que habitualmente…

…sólo se despereza durante el sueño, cuando duerme el resto del alma, la parte razonable, tierna y poderosa […]. Entonces la parte salvaje, llena de comida y bebida, abandona el sueño y procura hallar una manera de satisfacerse. Sabemos que en ese momento nada puede detenerla, ajena ya al freno de la vergüenza o la razón. Es capaz de tener trato carnal con una madre, pongamos por caso, o con cualquier otro ser, tanto si es hombre como deidad o bestia. Cometerá los más viles asesinatos y no habrá comida que le repugne. En una palabra, no hay locura o desatino que le arredre.

Sin embargo, lo que los europeos vieron en el nazismo era mucho más escalofriante que estas antiguas formas de tiranía. Si antaño la locura sólo afectaba al propio tirano, y quizá a su círculo más íntimo, en Alemania parecía haberse vuelto loco el país entero. El nazismo tenía todo el aspecto de una psicosis colectiva. ¿Qué otro nombre puede darse a una sociedad en cuyos campos de concentración se conservaba burocráticamente hasta el más nimio detalle sobre el oro de los empastes que llevaban las personas exterminadas?

Siempre se ha sabido que las masas pueden ser peligrosas. En plena revolución, hasta los ciudadanos más cumplidores saquearán y robarán. Las gentes más apacibles gritarán pidiendo sangre y venganza al verse rodeadas de hordas que piden lo mismo. Los sentimientos son altamente contagiosos. Un grupo de personas riéndose hace que todo parezca más gracioso. Un grupo de personas furiosas produce un efecto paralelo. Por lo tanto, es frecuente que un individuo se comporte de forma «alocada» —o contraria a sus costumbres habituales— si forma parte de una gran masa de personas.

Además, es extremadamente difícil enfrentarse a las opiniones o sentimientos de un grupo. La psicología de masas impone la conformidad. Un ejemplo de ello es la tiranía impuesta por el público del típico programa de entrevistas en la televisión. Sólo unas ideas concretas, expresadas de una manera concreta, son aceptadas por la masa. De ahí la fuerte presión psicológica que sufren los participantes, convertidos en auténticas víctimas. Como decía en el siglo xix Charles Mackay en su conocido libro
Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds
[Los extraordinarios delirios populares y la locura de las multitudes]: «Es cierto que los hombres piensan en masa; y se comprobará que enloquecen en masa, pero sólo recuperan la cordura lentamente y de uno en uno».

En la segunda mitad del siglo xix, a los europeos les fascinaban estas modalidades de comportamiento colectivo. Libros como el citado de Mackay y
La psicología de las masas
de Gustave Le Bon fueron enormemente populares. Sin embargo, la «locura colectiva» tendía a considerarse como algo transitorio. Los delirios compartidos recibían el nombre de «moda» o «capricho». El grupo se imbuía de un sentimiento pasajero que desaparecía tan deprisa como había llegado. Después de una conducta disparatada, llegaba el arrepentimiento.

Lo que caracterizó a la Alemania nazi fue una mentalidad colectiva de alcance desconocido y extraordinaria duración. Según un destacado historiador, los nazis lograron hacer semejante atrocidad —insólita en la historia de la Humanidad— gracias a su empleo de los medios de comunicación. La propaganda radiofónica nazi, concretamente, llegaba a millones de hogares.

En otras palabras, con la Alemania nazi nació lo que después se llamaría la «sociedad de masas». Tradicionalmente, las tiranías habían tenido un carácter elitista. El pueblo debía obedecer al poder establecido y mantenerse ajeno a la política. Sin embargo, los gobiernos totalitarios modernos movilizaban a las masas. En un arrebato entusiasta, el pueblo se convertía en una fuerza dictatorial por derecho propio. Para ello fue fundamental la invención de los medios de difusión que, combinados con las técnicas propagandísticas modernas, permitían al Estado cultivar y reproducir a lo grande un fanatismo y un conformismo que sólo suelen verse a pequeña escala. Así nació la sociedad de masas, hija ilegítima de los medios de difusión y la psicología colectiva.

Para observar cómo los medios pueden producir el contagio masivo de un sentimiento, basta con encender la televisión o escuchar un programa de radio. La clásica comedia televisiva suele tener lo que llamamos «risa enlatada» y los programas de entrevistas tienen un público en el estudio, precisamente porque oír a la gente reírse nos induce a la risa. El efecto funciona tanto si la risa procede de personas que están en la misma habitación como si nos llega a través de un medio de difusión. De igual modo, las emisoras de radio emplean un conocido sistema para indignar o escandalizar. El enfrentamiento entre un presentador y un invitado es muy eficaz si se busca generar y mantener una reacción emocional compartida.

El nazismo, obviamente, fue una versión desorbitada de este fenómeno. Pero en la Unión Soviética, Stalin demostró que las técnicas propagandísticas podían usarse al servicio de una ideología diferente. En su libro
1984
, George Orwell creaba una versión algo suavizada de esta pesadilla totalitaria, sugiriendo que una sociedad podía ejercer un mayor control psicológico y manifestar mucha menos violencia en su intento de adoctrinar a las masas. Es decir, el totalitarismo podía gobernar nuestra vida cotidiana de una manera mucho más sutil.

Esta preocupación se incrementó dramáticamente con la histeria anticomunista de la década de 1950. En 1951, cuando veintiún prisioneros de guerra estadounidenses desertaron, pasándose al bando de Corea del Norte, el periodista Edward Hunter acuñó el término «lavado de cerebro» para describir el proceso de control mental y «reeducación» asociado a los regímenes comunistas. El concepto se hizo enormemente popular y empezó a usarse retroactivamente para describir las técnicas usadas por los nazis alemanes. En su libro
La conquista de la mente humana
, publicado en 1957 y considerado un clásico, William Sargant argumentaba que Hitler se había valido del «fervor inducido y el hipnotismo colectivo» para espolear a las masas.

El ejército estadounidense y la CIA tardaron poco en reaccionar. Al director de la CIA Alien Dulles le interesaba especialmente el asunto y encargó un informe especial sobre las técnicas de «lavado de cerebro» que usaban los chinos y los soviéticos. La CIA empezó a hacer experimentos —con prisioneros coreanos e ingenuos voluntarios estadounidenses— para perfeccionar sus técnicas de manipulación. Como todo este proceso de investigación se había hecho público, enseguida surgieron críticas contra el gobierno estadounidense, acusado de «lavar el cerebro» no sólo al enemigo, sino también a la población civil. El libro que escribrió Vance Packard en 1957 contra la industria publicitaria,
Las formas ocultas de la propaganda
, giraba precisamente en torno a esta cultura de la paranoia. Packard mantenía que el consumidor estaba expuesto a una publicidad «subliminal», avivando el miedo colectivo que producía la idea del control mental. La sospecha suscitó tal pánico que se tardó tres décadas en desmitificarla.

Todo esto, sumado a la histeria anticomunista, generó un recelo aún mayor en la población de los triunfantes países aliados ante el posible avance del totalitarismo. Ahora nos resulta fácil volver la vista atrás y alegar que su inquietud era exagerada. Por supuesto que estos países no perdieron ninguna de sus libertades básicas a la larga, pero en aquel momento era difícil barruntarlo. En concreto, el miedo a la manipulación psicológica que pudiera haber tras la propaganda produjo un inmediato temor a la publicidad y a los medios de difusión. Incluso prescindiendo de la televisión, la incorporación en la publicidad escrita de elementos visuales como el dibujo, la fotografía y el diseño gráfico parecía tener la intención —al igual que la propaganda de Hitler— de soslayar la capacidad racional del lector e impactar directamente en el plano emocional. La posibilidad de semejante nivel de manipulación era inquietante.

Por tanto, fueron muchos los que vieron un nexo entre el capitalismo moderno y el fascismo (al fin y al cabo, el nazismo era el «hijo endemoniado» de la sociedad y la cultura europeas; no parecía disparatado sugerir que las mismas corrientes que habían generado el fascismo en Alemania e Italia pudieran latir ocultas en Inglaterra, Francia y Estados Unidos). A ojos de muchos, las democracias occidentales eran variantes sutiles del sistema fascista básico.

El bosquejo de esta teoría ya existía mucho antes de la guerra. En 1932, Aldous Huxley planteaba en
Un mundo feliz
una sociedad distópica donde se había alcanzado la felicidad absoluta a través de la manipulación total. Situada en el año 632 d. F. (después de Ford), Huxley imaginaba un mundo donde la manipulación genética ha producido una clase trabajadora plenamente satisfecha con su papel servil. Mientras tanto, la ociosa clase alta se atiborra de soma, una droga que embota el cerebro, produce una difusa sensación de bienestar y anula la curiosidad. La individualidad se suprime tanto literal como figuradamente, porque todos los miembros de la sociedad son clones.

En plena posguerra, la izquierda achacaba el escaso brío revolucionario de la clase trabajadora a una manipulación semejante a la ideada por Huxley. A diferencia de la religión, que aseguraba el paraíso tras la muerte, la publicidad nos prometía un paraíso a la vuelta de la esquina. Bastaba con comprar un coche nuevo, una casa en las afueras o un electrodoméstico eficaz. Los productos de consumo se habían convertido en el nuevo opio del pueblo, el auténtico «soma». Para los marxistas la publicidad no se limitaba a promocionar productos concretos, sino que era propaganda del sistema capitalista. Potenciaba el recién descubierto «consumismo», una especie de conformismo colectivo propagado a través de los medios de difusión. Al esclavizar la individualidad y la imaginación, el consumismo producía un simulacro de felicidad e impedía a la clase trabajadora apreciar la vida en toda su dimensión o imaginar un mundo mejor.

Con el surgimiento de la publicidad en la década de 1950, la teoría de la «hegemonía» de Gramsci volvió a tener sentido. Antes de la guerra, aquello de que toda la cultura estaba orquestada y programada por la burguesía sonaba a una teoría de la conspiración. ¿Exactamente cómo lograba la burguesía montar algo semejante? Pero en la posguerra, la respuesta parecía evidente: bombardeando a la clase trabajadora con publicidad, transmitiendo el falso mensaje de que acumular productos equivalía a ser feliz. De repente, que toda la cultura pudiera ser un sistema ideológico empezó parecer posible. Al fin y al cabo, los nazis habían hecho un lavado de cerebro absoluto a los alemanes. ¿Por qué nos íbamos a librar los demás? Y si efectivamente éramos víctimas de una manipulación semejante, ¿cómo íbamos a ser conscientes de ello?

A principios de la década de 1960, Stanley Milgram, catedrático de Psicología en la Universidad de Yale, hizo una serie de experimentos que confirmaron los peores temores de muchos en cuanto a la relación entre el fascismo y la democracia moderna. Como revelaba el nombre de su proyecto, a Milgram le interesaban la «obedienciay la responsabilidad individual». Su objetivo era determinar hasta qué punto era flexible un ciudadano medio sometido a un gobierno autoritario. Uno de sus experimentos era bastante sencillo: dos individuos acudían a su laboratorio, aparentemente para participar en un estudio sobre la memoria y el conocimiento. Uno hacía de «alumno»; el otro, de «profesor». El alumno pasaba a una habitación donde se le ataba con correas a una silla y se le conectaba un electrodo a la muñeca. Mientras tanto, el profesor se sentaba ante una gran máquina llamada «Generador de descargas eléctricas tipo ZLB». El aparato tenía una serie de palancas denominadas de izquierda a derecha «Descarga leve», «Descarga moderada», «Descarga fuerte», hasta llegar a «Peligro: descarga potente» y por último a dos palancas etiquetadas con un sencillo pero siniestro «XXX». Al alumno se le explicaba que debía memorizar varias listas de palabras pareadas y que si se equivocaba, el profesor le aplicaría una descarga breve que iría aumentando sucesivamente de intensidad.

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