Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (8 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Lo más destacable de estas interpretaciones freudianas del fascismo es que no lo catalogan como una aberración o un retroceso hacia la barbarie. Rusia siempre había sido un país aislado, por lo que era fácil tachar a Stalin de tarugo simplón y calificar el autoritarismo comunista de primitivo. Pero Alemania, al contrario que Rusia, no era una nación periférica. En aquel entonces se consideraba el país más refinado y culto de Europa, dotado de un temperamento profundamente racional (un claro exponente de ello fueron tanto Kant como Bach). Por ello, un elevado número de intelectuales se negaron a considerar el nazismo como una mancha en el historial de la Ilustración europea. Desde su punto de vista, el nazismo formaba parte de la
evolución natural de
la sociedad moderna. Pudo haber sido una locura, pero no fue casual. El tipo concreto de locura que manifestaban los nazis constituía una contradicción inherente a la naturaleza de la civilización.

Por lo tanto, tras la II Guerra Mundial el nazismo empezó a considerarse como la culminación de la civilización occidental. La carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión Soviética, iniciada poco después de terminar la guerra, no hizo sino reforzar esa impresión. La guerra fría se consideraba una sublimación de la agresividad que nos produce la renuncia psicológica impuesta por la sociedad de masas. Marcuse afirmaba que «los campos de concentración, las exterminaciones masivas, las guerras mundiales y las bombas atómicas no son "un regreso a la barbarie", sino una prueba irrefutable del desarrollo científico y tecnológico moderno».

Lo asombroso de este punto de vista es la continuidad que Marcuse dice ver entre la Alemania fascista y la sociedad estadounidense contemporánea. En su opinión, los campos de concentración y las armas nucleares son sólo dos manifestaciones distintas del mismo fenómeno psicológico subyacente. Los seres humanos son agresivos de nacimiento. Tenemos un deseo de muerte, un deseo de matar. La sociedad nos obliga a reprimir este instinto. Si logramos ejercer un autocontrol eficaz, el instinto se sublima y el superyó logra gobernar al individuo. Según esta teoría, la carrera por conseguir una hegemonía militar sería una forma de satisfacción sustitutoria. Cuando falla, surgen la dictadura, la guerra y el genocidio.

Por eso, cuando el movimiento hippie llamó al gobierno estadounidense «cochino Estado fascista», hablaba en el sentido más literal de la palabra. Aunque comparar un Estado totalitario con una democracia capitalista pueda parecer algo disparatado, desde una perspectiva freudiana pueden hallarse ciertos puntos comunes. Todas las instituciones de los «países libres» serían tan sólo formas de satisfacción sustitutoria. Y la riqueza material generada por la economía capitalista constituye el mayor sustituto de todos. Nuestra sociedad es próspera gracias a la fabricación en serie, que exige a los trabajadores someterse a la tiranía de la cadena de montaje. La producción mecánica requiere una mecanización del cuerpo humano, que a su vez implica una considerable represión del deseo sexual. En otras palabras, el capitalismo exige la «antierotización» del trabajo y reclama un ejército de obreros alienados de su naturaleza sexual básica. Como escribió Antonio Gramsci, «el nuevo tipo de individuo consustancial a la racionalización productiva y laboral no puede desarrollarse hasta que el instinto sexual se haya regulado y racionalizado adecuadamente». La mejor manera de regular el impulso sexual es mediante la «sublimación represiva», es decir, transformándolo en un voraz apetito de placeres sucedáneos como los productos de consumo.

Esto explicaría por qué nuestra sociedad permite la liberación sexual, pero manteniendo una relación fundamental con los productos de consumo. Al hilo de esto, Theodore Roszak decía que la revista
Playboy
es sólo una cínica parodia de la supuesta «libertad, felicidad y realización personal». Al fomentar el consumo conspicuo, se habría convertido en «una forma indispensable del control social gobernado por la tecnocracia». «Durante el nazismo», decía Roszak, «los campamentos juveniles y las cortesanas partidarias hicieron esta misma labor integradora, al igual que los campos de concentración, donde los miembros más morbosos de la élite política satisfacían libremente sus instintos». Conviene resaltar la curiosa equiparación ética de Roszak, para quien una fiesta en la piscina de Hugh Hefner y la «división de la prostitución» de Ravensbrück son sólo variaciones del mismo sistema de control represivo.

*

El poder que sigue teniendo la teoría contracultural se observa claramente en la aceptación casi unánime (y poco crítica) que tuvo la película
American Beauty
. En realidad, el film es una terca enumeración de las consignas contraculturales de la década de 1960. Una vez más son los hippies contra los fascistas, zurrándose la badana tres décadas después de Woodstock. Sin embargo, aunque algún crítico supo ver lo rancias que eran las ideas centrales, la película fue un éxito mundial que ganó los correspondientes premios Óscar a la Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión y Mejor Actor (Kevin Spacey), además de ser premiada como Mejor Película Extranjera en numerosos festivales internacionales.

Los personajes de
American Beauty
se dividen esencialmente en dos grupos. Por un lado tenemos a los rebeldes contraculturales: el narrador, Lester Burnham; su hija, Jane; y el joven vecino, Ricky Fitts. Se les nota que son «los buenos» porque todos fuman porros, son unos inconformistas (condenados al ostracismo) y aprecian profundamente la belleza que les rodea. Los fascistas también se reconocen fácilmente: la mujer de Lester, Carolyn; el padre de Ricky, el coronel Frank Fitts; y el «rey de las inmobiliarias», Buddy Kane. «Los malos» son todos unos neuróticos, sexualmente reprimidos, obsesionados con las opiniones ajenas y aficionados a las pistolas. Para que la cosa quede bien clara, el coronel Fitts aparece dando una paliza a su hijo y diciéndole a gritos lo necesarios que son el orden y la disciplina (y por si quedara alguna duda, el coronel colecciona objetos nazis).

La película empieza con una imagen de Lester masturbándose en la ducha, cosa que (según nos informa su propia voz en off) será el momento cumbre de su jornada. La siguiente imagen es la de su mujer podando los arbustos de su impecable jardín de las afueras. Lester nos comenta que los zuecos que lleva ella hacen juego con el mango de las podaderas y que no es por casualidad. El asunto está claro. Probablemente exista una conexión entre la represión sexual de Lester y su estilo de vida urbanita. Quince años de telemarketing le han anulado la capacidad de disfrutar. Ha aceptado el compromiso tácito que exige nuestra civilización. Tanto su mujer como su hija le consideran un tremendo perdedor. Él admite que tienen razón, que ha renunciado a demasiadas cosas. Pero nunca había estado tan «aplatanado» como en los últimos tiempos.

El punto de inflexión se produce cuando el jefe de Lester le pide que valore sin tapujos su situación laboral de cara a una inminente reestructuración de plantilla. Ahí por fin empieza a reaccionar. Pregunta a su mujer si lo que le pide sujefe no le parece «un pelín fascista». Carolyn —una conformista silenciosa y taimada— le dice que sí, pero le aconseja que vaya con pies de plomo. Sin hacerle caso, Lester describe unajornada laboral dedicada a disimular el desprecio que le producen los pendejos de sus superiores y a ir al cuarto de baño a «meneármela mientras fantaseo con una vida que no se parezca tanto al infierno».

Su proceso de liberación avanza aún más cuando conoce al vecino Ricky Fitts, que resulta ser un camello de altos vuelos. Fitts enseguida le ofrece su mejor marihuana, llamada G-143. (Explica que el gobierno la produce mediante ingeniería genética, lo que constituye un razonamiento paranoico típico de la década de 1960: ¿para qué iba a fabricar marihuana genética el gobierno estadounidense?) Fitts le asegura que él nunca fuma otra cosa.

• Llegado este punto, Lester sufre una galopante regresión a la infancia. Se convierte en un ello en estado puro. Va soltando todas esas cosas que siempre pensamos pero no nos atrevemos a decir (cuando su nuevo entrenador físico le pregunta si prefiere ser fuerte o flexible, él contesta que quiere gustarse estando desnudo; cuando la mejor amiga de su hija adolescente le pilla mirándola con un gesto raro y le pregunta qué quiere, él la mira a los ojos y contesta que quiere hacerla suya). En un intento de recuperar la juventud perdida decide abandonar su empleo, comprarse un coche Firebird (un modelo de 1970) y ponerse a trabajar en una hamburguesería. Cuando su mujer le pregunta cómo piensa pagar la hipoteca, Lester contraataca acusándola de tener preocupaciones propias de una existencia alienada. Incluso pretende liberarla de su conformismo compulsivo. Y la cosa parece ir por buen camino cuando ella acepta sus insinuaciones sexuales. Pero la magia se rompe cuando Carolyn le regaña por haber estado a punto de manchar el sofá de cerveza. El le dice que no se preocupe por el sofá. Indignada, ella contesta que no es un sofá cualquiera, sino un sofá de cuatro mil dólares tapizado en seda italiana. Lester chilla todavía más alto: «¡Es sólo un sofá!».

El nexo entre consumismo y renuncia sexual aparece constantemente en la película. Igual que le sucede a Lester cuando se masturba en la ducha, su mujer es una insatisfecha sexual cuya única obsesión son las exigencias sociales. Pero Carolyn inicia una relación con Kane, el «rey de las inmobiliarias» cuyo mantra («Para triunfar, hay que proyectar en todo momento una imagen de triunfo») ella recita continuamente para intentar frenar lo que parece una inminente crisis psicológica. El idilio parece motivado sobre todo por la ambición profesional. En cuanto a la relación sexual, se resume en la burlesca y patética escena en que ella se abre de piernas y grita: «Foliadme, Majestad».

El bando de los fascistas procura hacer volver a Lester al redil, pero al no conseguirlo empieza a manifestarse «la violencia inherente al sistema». Los tres miembros del «eje del mal» tienen armas. Tanto Carolyn como el coronel Fitts luchan por controlar sus más profundos deseos primarios, y el enorme esfuerzo que tienen que hacer les lleva al borde de la locura. Contemplar la liberación de Lester les resulta intolerable, porque podría hacerles perder el control. La duda no es si uno de ellos matará o no a Lester, sino cuál de los dos lo hará antes.

La homofobia del coronel Fitts había quedado patente desde los primeros minutos de la película. Tiene aterrorizada a su mujer, pega a su hijo y odia a los gays. Lleva un corte de pelo de estilo militar. «¿Por qué estará tan furioso?», nos preguntamos: «¿Por qué querrá tenerlo todo controlado?». Quien no sepa la respuesta habrá pasado los últimos treinta años viviendo en otro planeta. ¡Es un homosexual latente! Yde esta manera tan obvia se desencadena el final: el coronel Fitts se insinúa a Lester, creyendo que es gay. Como Lester no le sigue el juego, al coronel no le queda más remedio que matarle. Pero Lester muere sonriendo beatíficamente. Aunque le hayan asesinado, lo importante es que muere feliz de haber conseguido liberar su «yo infantil».

Uno de los aspectos interesantes de esta película, en comparación con otras más comprometidas como
Pleasantville
, es que conserva el pesimismo freudiano clásico.
American Beauty
nos describe un mundo al que los seres humanos adultos no consiguen adaptarse. Cuando cumplen los treinta años, sólo tienen dos posibilidades. La primera es conservar la rebeldía juvenil (fumar hierba, tomar copas, rechazar los compromisos y consideraciones éticas) y seguir siendo libres. La alternativa a esto es «venderse», aceptar las normas y convertirse en un conformista neurótico y superficial, incapaz de sentir verdadero placer. No existe un término medio.

Pleasantville
menos acepta que la contracultura pueda tener una visión errónea de la sociedad de masas. Los dos jóvenes de nuestro mundo dan vida y color al anquilosado barrio de mediados del siglo anterior. Pero para «colorearse» ellos también, primero tendrán que aprender una serie de «buenas costumbres». Jennifer deja de ser ligera de cascos y empieza a leer buena literatura. Cambia de color gracias a pasarse las tardes en casa leyendo a D. H. Lawrence. David dejará de ser un blandengue y aprenderá a valerse por sí mismo. Cambia de color al pegarse con unos tipos que estaban molestando a su madre. El mensaje está claro: la libertad que nos dio la revolución sexual es importante, pero nuestra sociedad quizá se haya vuelto demasiado tolerante. Las viejas costumbres sociales tenían su razón de ser. D. H. Lawrence no es sólo un pornógrafo reprimido que se ha quedado anticuado ahora que el sexo está a la orden del día. Y David aprende que el amor no lo conquista todo; a veces es necesario luchar por aquello en lo que creemos. Es decir,
Pleasantville
al menos contempla la posibilidad de que la contracultura pueda haberse equivocado en algo.
American Beauty
, en cambio, es ideología en estádo puro. Nos vende la moto contracultural con el casco y todo. Increíblemente, el público del mundo entero se tragó la pildora sin pensárselo dos veces.

*

A estas alturas huelga decir lo modesta que era la crítica social marxista comparada con la crítica contracultural. Lo que Marx no aguantaba del capitalismo era que quienes de verdad trabajaban fuesen míseramente pobres y que los ricos se quedaran tan campantes sin poner nada de su parte. En otras palabras, denunciaba la explotación que generaba el conjunto de las instituciones económica y concretamente el sistema de propiedad privada. Según él, para solucionar el asunto bastaría con eliminar o reformar estas instituciones concretas. Está claro que el movimiento comunista tenía unos objetivos políticos bastante claros: eliminar la propiedad privada y establecer la propiedad mancomunada de los medios de producción.

Sin embargo, el movimiento contracultural abarca un espectro tan amplio que cuesta definir con exactitud lo que pretenden «arreglar». En su opinión, nuestra libertad no la coarta un conjunto de instituciones concretas, sino la existencia de las instituciones en general. Por eso debemos dar la espalda a la cultura en bloque. Abbie Hoffman
[5]
, un icono de la década de 1960, ya rechazó sin miramientos la «revolución política» por considerarla «un criadero de promotores». Y en su opinión, la revolución cultural sólo «produce delincuentes». Es obvio que lo segundo suena más emocionante, pero convendría recordar que el objetivo global no es tener entretenida a la población adulta, sino conseguir mejorar la sociedad de alguna manera. En muchos aspectos, un delincuente es un parásito social. ¿Y qué pasaría si todos nos hiciéramos delincuentes? ¿Cómo sería una sociedad sin instituciones, leyes, ni normas?

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