Rebelde (39 page)

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Authors: Mike Shepherd

BOOK: Rebelde
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Kris echó un último vistazo por aquella casa de una sola habitación. Estaba llena de cartones de comida vacíos, frascos de vacuna y los restos de una marcha apresurada. La cama había sido despojada de sábanas y mantas, empleadas para transportar a los enfermos. Si la estancia apestaba, la nariz de Kris ni siquiera lo notó. Cogió la linterna de la mesa y se volvió hacia la madre y su hijo. El agua cubría hasta sus tobillos cuando abandonó el porche. Kris siguió a Karen y a la anciana; parecían conocer el camino. Cuando llegaron al comienzo de la alambrada, el agua les llegaba a las rodillas y la corriente se dejaba notar. Kris rodeó los hombros de la madre con un brazo y sujetó el alambre con el otro. La madre abrazó a su bebé con ambas manos.

Cuando llegaron al punto más profundo, resultó evidente que la anciana tenía un problema. Su baja estatura hacía que el agua le llegase hasta los hombros.

—Quédese aquí —le dijo Kris a la madre antes de dirigirse a ayudar a Karen con la anciana. La sostuvieron entre ambas y atravesaron los cien metros de agua, que se agitaba con fuerza torrencial. Durante su adolescencia, Kris había dudado de que hubiese un buen motivo para que una chica midiese un metro ochenta. Aquella noche, hubiese añadido de buena gana unos cuantos centímetros a su estatura.

Después de cruzar, Kris entregó la linterna a Karen y se volvió de inmediato.

—Voy contigo —se ofreció Karen.

—No, vosotras dos id al comienzo del recorrido. Hay una sección de tierra: secaos allí.

—¿Bajo esta lluvia? —protestó la anciana—. Estás soñando. —Pero Karen se ocupó de que se pusiese en marcha. Kris regresó con lentitud, negándose a creer que la corriente hubiese crecido a semejante velocidad desde su último viaje.

Una vez más, Kris rodeó con el brazo a la madre y con el otro sujetó el alambre.

—Cuidado con dónde pisas —le advirtió a la madre, que seguía sujetando al niño. Avanzaron lentamente, pisando con firmeza antes de retirar el peso de la pierna trasera. Kris estaba levantando el pie cuando la mujer que tenía a su lado cayó.

En un segundo, Kris supo que la estaba perdiendo. Se sujetó a lo que pudo y asió firmemente el cuello de su chaqueta. Entonces Kris se aferró al alambre, clavándose una de las puntas. El metal se hundió profundamente en su palma, pero ahogó un grito que le hubiese robado aire mientras el peso de la madre la arrastraba al fondo.

La verja estaba pensada como guía, no como sujeción. Mientras Kris y la mujer caían, los postes cedieron y se desprendieron del barroso sustrato. Kris peleó por permanecer en pie, por mantener la cabeza sobre el agua, para respirar y aferrarse al alambre y a la mujer al mismo tiempo. Y de algún modo, lo consiguió.

Cuando la alférez consiguió al fin resistir erguida, había recorrido ya veinte metros corriente abajo. Sujeta al alambre y a la madre, Kris sabía que con un solo pie no podría aguantar, pero logró mantener el equilibrio, mantener la cabeza sobre el agua y boquear para llenar sus pulmones de oxígeno.

Kris se concentró en apoyar la segunda pierna. Dio dos saltitos y hundió los dos pies en el barro. Sin embargo, la fuerza con la que la corriente las arrastraba a la madre y a ella era demasiado intensa, llevándolas tres saltos hacía atrás antes de que pudieran resistir el envite del río. Kris sacó la cabeza del agua y tiró de la madre hacia ella, exponiendo su cabeza a aquel aire nocturno.

—¿Puedes respirar? —le gritó Kris al oído.

—Sí.

Pese al vaivén, la mujer aún sostenía a su hijo sobre las aguas.

—¿Y el bebé?

—Tose.

—Vale. —Kris dirigió la vista hacia las furiosas aguas. Con los pies firmemente plantados, inclinándose contra la corriente a cuarenta y cinco grados, Kris se sacó la punta de alambre de la mano con los dedos de su mano ensangrentada y desplazó el agarre un palmo a la izquierda. Se arriesgó a dar un paso lateral de escasos centímetros. Luego otro. Movió la mano hacia adelante, sujetó el alambre y avanzó otro poco. Comprobó el agarre de la mujer. Repitió el proceso.

El agua estaba fría. La mano ensangrentada de Kris le enviaba señales de dolor. Su problema era asegurarse de que la fría carne se sujetase con fuerza al alambre y a la prenda. Sacó los pies del barro y avanzó.
Con cuidado. Con cuidado. Ignora los calambres en los gemelos, el dolor en los muslos, la pérdida de sensibilidad en todo el cuerpo.

Transcurrió un mes, quizá un año entero, mientras Kris avanzaba paso a paso contra la furiosa corriente. Pese al transcurso de los eones, el sol no salió para proyectar ni siquiera una luz grisácea sobre los esfuerzos de Kris.

Solo cuando el agua le llegó a la cintura se atrevió a soltar a la mujer.

—Gracias —dijo la madre sin resuello. El bebé estornudó. Aquello bastaba como agradecimiento.

Tardó menos de una semana en avanzar hasta que el agua le llegó a los tobillos. Karen y Sam estaban esperándolas.

—Me preocupaba que tardases en aparecer —le gritó Karen a Kris al oído—. ¿Estáis bien?

—Creo que sí —respondió Kris, y agradeció que Sam le extendiese el brazo para ayudarla. El ranchero echó un vistazo a su maltrecha mano.

—Veamos si podemos utilizar los suministros médicos que has traído —le dijo—. Me aseguraré de que te suban cuanto antes.

—¿Por esta pequeñez? —dijo Kris, cerrando el puño—. Au. —Le dolió mucho, y eso que no llegó a cerrarlo con fuerza.

—Arriba —ordenó el médico antes de devolver la atención a sus febriles pacientes. Habían fabricado una camilla a partir de lona y madera del granero.

Ochenta personas se apiñaban en el espacio comprendido entre el precipicio y las crecientes aguas. Cinco niños que ya habían comido jugaban entre ellos a perseguirse en el agua, alrededor de los adultos. Aquella escena hizo sonreír incluso a los enfermos.

Kris echó un vistazo a la escena para decidir qué hacer a continuación.

A su izquierda se escuchó un murmullo cuando unas rocas se desprendieron del precipicio. Un segundo después, un cuerpo oscuro cayó tras ellas, golpeándose sobre la piedra y aterrizando sobre un pino talado. Kris y Sam se dirigieron hacia el cuerpo cuando el comunicador de Kris se encendió.

—Kris.

—Lo sé, Tom. Habéis perdido a otro. —Era Akuba, el hombre moreno al que Kris había llevado consigo en su viaje por el río. La caída había despojado al cuerpo de su vida. Detrás de Kris, las madres reunieron a los niños y los alejaron de aquella escena macabra, como si quisiesen aislarlos de la muerte.

—Nos encontramos a unos veinte metros de la cima —gritó Tom a través del comunicador—. No hay un camino fácil. Akuba, José y Nabil estaban explorando tres rutas distintas.

—La de Akuba no sirve —concluyó Kris por él mientras se volvía hacia los granjeros. Varios hombres y mujeres estaban arrodillados en el barro, rezando. Kris esperó que su Dios los estuviese escuchando. En casa del primer ministro, los domingos servían para nutrir a los medios de comunicación de idílicas imágenes de la familia camino al templo. Aquello era todo cuanto padre esperaba de la iglesia y todo cuanto Kris comprendía de ella. Tommy se encontraba allí arriba, pendiendo de una roca y rezando. Kris esperó que alguien estuviese prestando atención a sus palabras.

—Lo sé —continuó Tom—, José y Nabil siguen trepando. Ni siquiera echaron la vista atrás cuando Akuba cayó. Por Dios, y yo que pensaba que los marines eran los más duros.

—Mantente en contacto —le rogó Kris antes de cortar la comunicación.

»Enseguida tendremos noticias —gritó a los interesados antes de volverse hacia el cuerpo de Akuba. De su chaqueta cayó una pequeña cadena, cuyo medallón estaba cubierto con elegantes letras árabes. Kris sabía que el islam prohibía el uso de imágenes—. Alá es grande —susurró con delicadeza mientras cerraba los ojos del hombre. Kris se preguntó si debería haber rezado por Willie, su aspirante a héroe. Otra cosa que debía aprender si pretendía mantener aquel trabajo.

Si es que no se ahogaba aquel día.

—Kris, Kris —se escuchó a través del comunicador—. Creo que Nabil tiene problemas. Quédate ahí. No te muevas —gritó Tom a través de la línea—. Deja que José suba hasta la cima, por el amor de Dios, tío, no lo hagas.

Kris intentó imaginar la batalla que estaba teniendo lugar sobre su cabeza.
Cuando se delega un trabajo, hay que vivir con las consecuencias,
se recordó. Luego se obligó a permanecer en silencio. Lo último que necesitaban Tom o cualquiera de los escaladores era escuchar el murmullo de los que esperaban abajo.

Kris se concentró en lo que podía hacer. El agua empezaba a extenderse hasta su posición. La caída de Akuba parecía mostrar que los escaladores se encontraban a la derecha de la ruta, en el lado del río.

—Aquellos que queráis un trabajo podéis empezar a traer las balas de paja aquí —anunció con calma pero con firmeza, de modo que se la escuchase sobre el murmullo. Algunos se dieron prisa en obedecer, otros permanecieron de rodillas. En aquel momento, Kris no estaba segura de poder discernir quiénes estaban haciendo lo correcto.

—Maldita sea, Nabil —se escuchó desde el comunicador. Kris se preparó para esquivar más cuerpos en caída libre—. Lo ha conseguido —continuó Tom, con un tono que oscilaba entre la sorpresa y la risa—. ¡Ese hijo de perra lo ha conseguido! —Aquellas palabras del bienhablado Tommy hicieron que Kris arquease una ceja mientras pulsaba su unidad de muñeca.

—¿Adonde ha llegado? —preguntó con suavidad.

—No hasta la cima —matizó Tommy rápidamente—. Pero estaba colgando de una mano y un pie y parecía que iba a caerse. Ya ha retomado la marcha.

—El escalador está a salvo —gritó Kris a los granjeros. Varios se santiguaron. Otros susurraron: «Alabado sea el Señor».

—Kris —dijo Tommy, quejumbroso.

—¿Sí, Tom?

—Alférez Longknife, quédese donde está —ordenó una voz familiar, no muy contenta.

—Gracias a Dios que está aquí, coronel —gritó Kris—. ¡Ha llegado la Marina! —gritó, lo bastante alto como para que se escuchase desde la cima del precipicio sin necesidad de usar el comunicador—. ¡Han llegado!

—Los marines han llegado, alférez, y espero que la situación esté controlada. He conducido como el demonio durante toda la noche, pero hemos llegado y estamos vivos. Vamos a soltar cuerdas, así que cuidado ahí abajo. ¿Cuántas personas hay?

—¡Cuerda! —gritó Kris, y todos se apartaron para que los seis mercenarios contratados en Puerto Atenas pudieran lanzar las cuerdas hasta abajo—. Hay unos ochenta o noventa, señor. Por cierto —añadió mientras se giraba hacia el comunicador—, no podemos fiarnos de esas barcazas.

—Ya me he dado cuenta. Una se hundió cuando intenté retirarla para poder continuar. Un convoy terminó en el lado equivocado de un barranco muy profundo por culpa de otra. Y la tercera no resultó mucho mejor: me quedé con la mitad de mi convoy y tuve que regresar a la base antes de lo que esperaba, justo a tiempo para enterarme de que mi alférez se había precipitado y había actuado sin pensar.

—Lo sé, señor. Lo siento muchísimo.

—Casi me lo creo.

—Ha sido un día muy largo, lleno de experiencias y situaciones nuevas para mí.

—Alférez, quiero que suba en la primera cuerda.

—Señor, hay gente que está muy enferma —respondió Kris.

Sam avanzó hasta situarse junto a ella.

—Subirá la primera, tranquilo —dijo, tapando la voz de Kris.

—Menos mal que hay alguien con un poco de juicio por aquí. ¿Quién es usted?

—Sam Anderson, el dueño del rancho.

—Yo soy el coronel Hancock, y la alférez está a mis órdenes. Mándemela para acá. —Cuando quiso darse cuenta, Kris estaba atada a la cuerda, trepando al tiempo que tiraban de ella desde arriba. Cuando empezó a ascender, se escuchó un aplauso, pero ella quiso pensar que se debía a que al fin comenzaba el rescate, no tanto a su labor allí. El precipicio no era totalmente vertical: en algunas partes había rocas, gravilla y barro con un ángulo de no más de cuarenta y cinco grados. Kris siguió trepando y ayudó a guiar la camilla de salvamento de los tres civiles que habían salido peor parados. En otras zonas, la pared era un muro de piedra totalmente liso y no tuvo más remedio que dejar que la subieran con la cuerda.

Como era de esperar, el coronel estaba esperándola en la cima. También estaba Jeb, acompañado de una buena representación del equipo del almacén. Al parecer, era él quien controlaba la polea de ascenso; al menos el coronel no parecía estar supervisando la tarea.

—En mi camión —fue lo único que Hancock fue capaz de decir a Kris cuando le entregó una manta.

Kris se encontró a Tommy en los asientos traseros. Estaba envuelto en una manta y bebía café lentamente con una sonrisa de satisfacción. Señaló hacia los termos y Kris se sirvió un café, dio un sorbo y se atragantó. Era demasiado irlandés: a alguien se le había ido la mano con el whisky.

—No me extraña que te guste tanto —dijo entre toses.

—El café está bueno, pero no lo suficiente como para merecer todo lo que he pasado. —Sacó una mano llena de arañazos y sangre—. No pienso volver a trepar en mi vida; lo más alto que pienso subirme es a una silla.

—El médico llegará en la próxima cordada. Puede mirarte esa mano si quieres —respondió Kris mientras le enseñaba la suya vendada—. El alambre de espino es una pésima cuerda de salvamento. —En silencio, Tom dio un sorbo al café pasado de whisky. Kris cogió la taza con las dos manos para calentarse un poco. El whisky, sinceramente, le sobraba.

Unos minutos, o quizá unos años después, dado que el tiempo parecía bastante flexible en aquellos momentos, el coronel se subió al asiento de atrás. Kris y Tommy le hicieron un hueco y otros dos civiles se montaron en la parte delantera. El conductor puso en marcha el motor, metió la primera y avanzó bajo la densa lluvia. Los parabrisas luchaban contra el agua. Quizá desde el asiento del conductor se viera algo, pero desde ahí atrás solo podían imaginarse lo que los acompañaba en el exterior.

—¿No tendrá miedo, alférez Longknife? —la reprendió el coronel. Kris se echó hacia atrás, concentrada en el café. Después de todo lo que había pasado, no tenía sentido que el coronel pensara que la asustaba un paseo por el campo... aunque el conductor fuera a ciegas en plena noche—. Ahí atrás van los médicos y los heridos más graves, así que no se descuiden ni un instante —advirtió el coronel a los civiles, y ambos se incorporaron en su asiento, casi tocando el cristal.

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