Authors: Mike Shepherd
—Entendido, jefe. Los llevaremos allí enseguida. Con suerte, llegarán vivos y no le cobraremos ningún extra.
—¡Civiles! —rugió el coronel—. Son casi tan idiotas como una alférez que conozco. ¿Se puede saber en qué estaba pensando, Longknife?
Kris sabía que en algún momento iba a ocurrir eso.
—Señor, había una emergencia médica en el rancho Anderson que podía suponer una amenaza para la salud pública de todo el planeta. Siguiendo mi criterio y asumiendo los mínimos riesgos, organicé una expedición para salvar a esa gente. Sin embargo, nuestros esfuerzos se vieron truncados por culpa de lo que creo que es un defecto en el diseño de las barcazas de metal líquido. Estábamos en pleno rescate cuando llegó usted, señor. —El informe de Kris fue fiel a la realidad, aunque la historia no terminase de convencer al coronel.
Hancock negó con la cabeza.
—¿Y no tuvo usted tiempo de llamarme y consultar su plan de acción con su oficial al mando?
—Señor, usted estaba con el convoy. No había ninguna carretera que llegase al rancho Anderson. La única forma de llegar era en barco —dijo Kris, a sabiendas de que el camión en el que estaban viajando en ese instante ponía en tela de juicio sus suposiciones—. Todo iba bien hasta que la barcaza pasó a estado líquido, señor. Se moldeó como quiso. Llegué a reparar la hélice cuando se dobló por culpa de un tronco. Señor, no teníamos ninguna alternativa.
Mientras Kris intentaba explicar por qué había tomado esa decisión, el semblante del coronel Hancock permaneció impasible; apenas añadió algo de tensión a su ceño, que ya de por sí tenía fruncido.
—Ya había activado la modificación de la barcaza dos veces.
—Sí, señor, pero no sabía que eso supusiera ningún problema.
—Si llega a tocar el teclado una vez más durante el ascenso, usted y todo su equipo habrían terminado en el río.
—Lo sé, señor —reconoció Kris sin demasiada convicción.
—Descubrí que el sistema era una mierda cuando lo usé para un puente. Se rompió cuando no había nadie montado. Me bastó solo un día para saber que teníamos un problema y nadie corrió ningún peligro excepto ustedes, que no tenían ninguna alternativa. —Ante las afirmaciones del coronel, Kris no supo qué responder.
»Alférez Lien, su nombre es Tom, ¿no?
Kris se alegró por un momento de librarse de la atención del coronel, pero luego se sintió culpable. Tom no había hecho nada que ella no le hubiera pedido. No, aquello era la Marina. Ella le ordenó que hiciera lo que hizo. Ella era su superior y, por tanto, la responsabilidad era suya.
—Sí, señor —respondió Tom.
—¿No consideraron ustedes ninguna otra alternativa?
—No, señor, y sí las había.
El coronel abrió la boca, pero la cerró y miró a Tom un instante.
—¿Por qué lo dice?
—Siempre hay alternativas, señor. Al menos eso decía mi abuela. Aunque las cosas tengan mala pinta, siempre se puede hacer algo.
—¿Y qué es lo que usted podría haber hecho que no se le ocurriera a la alférez Longknife?
Cielos, su sarcasmo pesaba como una losa.
—Podíamos haberlo llamado para pedirle consejo. Al menos, deberíamos haberle informado de lo que hacíamos. No se me ocurrió que pudiera venir hasta aquí como finalmente ha hecho, señor, pero si le hubiéramos dado vueltas al asunto, seguro que se nos hubiera ocurrido algo. No teníamos ninguna grúa para subir y bajar los puentes de los camiones. No tengo claro que lo hubiéramos logrado.
—Pero en su momento no lo pensó, ¿no?
—No, señor.
—¿Y por qué no?
—Kris dijo que fuéramos en la barcaza, señor. Yo me limité a seguir sus órdenes.
—Siguió sus órdenes sin cuestionarlas.
—Eso es, señor —contestó Tom.
Kris sabía que eso no era del todo cierto: Tom había cuestionado la decisión y se había quejado, pero ella no le había prestado atención. Lo ignoró, como hacía siempre.
—Sería capaz de seguirla aunque fuese de cabeza al infierno.
—Sí, señor.
—O se tiraría por un precipicio detrás de ella.
—Sería capaz incluso de escalar uno, señor —contestó Tom con una sonrisa de medio lado.
—¿Lo ha oído, alférez? —Kris recuperó de nuevo la atención del coronel, pero ella todavía andaba asimilando lo que acababa de decir Tom.
—Sí, señor.
—¿Ha oído bien?
Kris pensó unos instantes antes de responder.
—Creo que sí, señor.
—Usted es la líder, probablemente la mejor que este grupo improvisado pueda tener. Existía un vacío que yo consentí, pero por suerte usted lo ha ocupado. Por eso precisamente tengo algo de responsabilidad en esto, señora. Pero usted no puede renegar de lo que supone su liderazgo. Desde que puso un pie en este planeta, ha sido la líder de quienes sufrían, de quienes estaban perdidos, de quienes estaban solos. De eso se trataba; pero se ha visto desbordada por completo. Usted es alférez de la Marina, un puesto importante... pero su capacidad no llega ni de lejos al valor que usted ha pretendido darle.
Kris estaba esforzándose de verdad por seguir el hilo de lo que decía el coronel pero, llegados a ese punto, se había perdido.
—Señor, creo que no entiendo lo que quiere decir.
—Usted es una Longknife. No tiene ninguna otra alternativa, al menos eso es lo que su bisabuelo Peligro dijo después de llevar un batallón a montaña Negra y echar a patadas a la división que allí se encontraba. Al igual que Tom aprendió de su abuela que siempre se puede hacer algo, su abuelo le enseñó a usted que nunca hay alternativas.
—Eso no es cierto, señor. Me sobran dedos en la mano para contar las veces que he visto a mi bisabuelo Ray, y el bisabuelo Peligro es la última persona en el universo a la que mi madre querría ver. No ha vuelto a pisar nuestra casa desde que yo tenía doce años. —
Y me salvó la vida
—. La única razón por la que estoy en la Marina es porque no quiero ser una Longknife, señor. —El coronel no estaba siendo nada justo con ella.
De hecho, no sabía prácticamente nada de ella y lo más seguro es que tampoco le importase. Kris dejó la taza de café que apenas había probado, se cruzó de brazos y se recostó para ignorar todo lo que tuviera que decirle ese especialista en antidisturbios.
Pero el coronel no dijo nada.
En cambio, se acomodó en su asiento y la examinó durante un rato.
Fuera, la lluvia seguía cayendo y resonaba en la cabina del camión como un tambor. La conversación del conductor y su compañero apenas salía del «Hay una roca más adelante», «¡Cuidado con el socavón!» o «Ese barrizal parece demasiado profundo, gira a la derecha».
Kris estaba cansada y exhausta tras un día tan complicado, aunque también se sentía agotada por las críticas del coronel. Lo único que quería es que Hancock terminase su discurso y la dejase dormir.
Entonces, el coronel sonrió.
—Las familias son un fenómeno curioso. Me acuerdo de aquella vez que fui a ver a mi padre cuando mi hijo tenía unos siete u ocho años. Yo también puedo contar con los dedos de una mano los días que pasó con su nieto, pero reconozco que tuve que disimular mi sonrisa aquel fin de semana en concreto. Mi hijo hacía los mismos gestos que mi padre; resultaban algo toscos en un niño de siete años, pero me conmovía ver que se tocaban el pelo o se rascaban la oreja de igual manera. Como le decía, era curioso, porque mi hijo y mi padre apenas se habían visto, así que me extrañaba que pudieran parecerse tanto —dijo el coronel mientras se echaba el pelo hacia atrás con la mano derecha y se rascaba la oreja. Kris apenas dibujó una sonrisa.
—Su hijo sacó de usted los gestos de su padre —dijo Tom.
—Bueno, no me paso el día frente al espejo y no puedo conocer mis gestos, pero mi hijo sí se fijaba... al igual que yo también me fijaba en mi padre, supongo.
—Pero no de forma consciente —añadió Kris.
—Eso no.
Kris descruzó los brazos, se colocó el pelo nerviosa y comenzó a pensar en voz alta.
—Recuerdo a mi padre dándome un discurso acerca de por qué no pudo abolir la pena capital hasta que los asesinos de Eddy terminasen colgados de una soga. Cuántas veces lo escuché decir que no había otra opción; lo mismo que me decía antes de los partidos de fútbol: «Tienes que ganar, no hay más opción».
—¿No podías perder? —preguntó Tommy con incredulidad.
—Eso parecía pensar mi padre —asintió Kris, y a continuación miró con el ceño fruncido al coronel—. Señor, cuando vi la base por primera vez pensé que era un desastre. Había que hacer algo: limpiar esa entrada, mejorar la comida. O hacíamos algo, o terminaríamos revolcándonos en el barro.
—Sí, lo hizo usted muy bien, menos mal que se puso manos a la obra. Fue una segunda oportunidad para mí: hizo que el mando se pusiera en marcha en vez de quedarse mirando. Un montón de gente se sintió molesta, así que acertó de pleno —observó el coronel clavando sus ojos sobre Kris con una mirada exigente, pero no tan dura como cuando llegó a la plataforma.
—Pero esta vez no he acertado en absoluto.
—Cierto.
—¿Y cómo puedo saber cuándo voy a acertar y cuándo voy de cabeza hacia un precipicio? —preguntó Kris.
El coronel se acomodó en el asiento y gruñó.
—Eso es lo que quiere saber cualquier alférez.
—Pero... —insistió Kris.
—Con un poco de suerte, seguro que lo habrá aprendido cuando sea teniente. Más le vale que así sea cuando le pongan los galones.
Esa afirmación no hizo más que confundir aún más a Kris.
—Señor, eso no responde a mi pregunta, ¿o sí?
—No, tiene que encontrar la respuesta por su cuenta. Mejor dicho, las respuestas. Desconoce muchas más cosas de las que imagina.
—¿Cómo? —preguntó Kris muy extrañada.
—¿Quién mató al presidente Urm? —preguntó el coronel en voz baja.
Kris parpadeó y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Mi bisabuelo Ray.
—Sí, salió todo en prensa. Ni un solo libro de historia dice lo contrario. ¿Ha leído mucha documentación sobre la operación?
—Creo que todos los libros que se han publicado al respecto. La biblioteca municipal tenía un par de estanterías sobre esa guerra que viví cuando apenas tenía trece años. —
Y estaba desintoxicándome.
—Pero no leyó el posterior informe clasificado del servicio de inteligencia del Ejército, ¿verdad?
—Si no estaba en la biblioteca, supongo que no.
—No se preocupe, ya está desfasado. La próxima vez que vaya a una estación de seguridad, puede echar un vistazo.
Kris no quería enterarse más adelante, quería saberlo todo ahora. Iba a pedirle toda la información a Nelly justo cuando Tommy se inclinó hacia ellos.
—Coronel, ¿qué decía ese informe?
El coronel se rió ante la inesperada pregunta y prosiguió.
—Decía que el coronel Longknife y su mujer Rita debían de ser de la gente más valiente de todo el universo. Recorrieron medio espacio humano con una bomba y atravesaron el perímetro de seguridad más estricto que el hombre había podido diseñar hasta ese momento. Todo ello con una tranquilidad y una templanza admirables, y sin levantar ninguna sospecha acerca de lo que se traían entre manos. Ni la tripulación de la nave ni los guardias de seguridad se enteraron de nada; menudas agallas.
—Y mataron al presidente Urm —añadió Kris.
—Eso podría parecer, pero hay unas cuantas cuestiones que no pudo resolver la pobre gente de inteligencia que redactó el informe. Como el coronel estaba de visita, se sentó todo lo lejos que pudo del podio que presidía Urm, para que los guardias de seguridad no pudieran alcanzarlo. Sin embargo, la autopsia reveló que la bomba estalló en la cara del presidente. Había restos de metralla que habían entrado por la parte frontal del cráneo y que prácticamente lo habían atravesado por completo.
—¿Cómo se puede plantar un maletín delante de las narices de alguien? —preguntó Tommy.
—Buena pregunta —dijo entre risas el coronel—, aunque la cuestión en realidad es cómo plantas un maletín delante de las narices de alguien y vives para contarlo.
—Pero el bisabuelo dio cientos de entrevistas para hablar del asesinato. ¿Insinúa que mintió a todos esos periodistas?
—He leído muchas entrevistas y estoy seguro de que su bisabuelo no contó ni una sola mentira a esos imbéciles de los medios. Quien no haya estado en primera línea, Kris, no tiene ni idea de cómo son las cosas a ese nivel. Los periodistas preguntan lo que sus editores creen que el público medio quiere oír. Les da bastante igual lo que suceda en realidad. —Resopló—. Este planeta se está secando, pero es igual; los periodistas solo entienden de fiestas al aire libre y se creen que saben mucho de campañas políticas. ¿Pretende que sepan a qué se dedican los soldados de la Marina? Eso es del todo imposible.
A continuación, el coronel centró toda su atención en Kris.
—Pero ya sabe cómo son estas cosas, lo ha vivido alguna que otra vez. Si pretende seguir dando esperanzas a gente como el pobre Tom, esos barqueros o a su departamento de mercancías, más le vale saber por qué la gente valora así a los Longknife.
»Será mejor que descanse, tenemos a gente de fiar encargándose de todo. El cuarto de las Tierras Altas llegará mañana y se encargará de todo esto —dijo el coronel con una extraña sonrisa en la cara—. Quizá pueda convencer a su coronel para que organice una cena antes de que la saquemos del planeta.
A Kris no le gustó nada el gesto que acompañó las palabras del coronel. No sabía muy bien por qué, pero cenar con los soldados de las Tierras Altas le sonaba raro; bueno, la cena no, porque solo era una comida.
—¿El cuarto de las Tierras Altas, señor? —preguntó, para intentar sacarle algo de información.
—El cuarto batallón de LornaDo del regimiento de las Tierras Altas. Creo que el sargento mayor Rutherford sigue todavía allí. Su padre perteneció al cuarto batallón y también a la sección que su bisabuelo Peligro lideró hasta la montaña Negra. Con solo un batallón y una sección pretendían echar a una división de la montaña donde se habían asentado. Pero no era una división cualquiera, precisamente; sus oficiales eran criminales de guerra con cargos. Tanto los sargentos como los soldados sabían que terminarían en la cárcel si no se deshacían del recién elegido Gobierno de Sabana. Ya conoce la historia.
Kris asintió porque estaba al tanto de aquello; al menos, sabía lo que ponía en los libros.