Authors: Mike Shepherd
—¿No estás cómodo? —preguntó ella.
—No me gusta dar la espalda a quien me quiera disparar —dijo Tommy mirando hacia atrás.
—No se mueva y no mire a su alrededor —le respondió Jack bruscamente—. No se preocupe, yo vigilo. Lo que debe preocuparnos de verdad es que un periodista saque una foto de Kris. Quién sabe por qué.
—¿Quién sabe por qué usan una cámara y no un rifle? —preguntó Kris.
—No creo que deba preocuparse por ningún francotirador. Las políticas del primer ministro no son tan polémicas —contestó Jack, que aparentemente se había creído que los tres intentos de asesinato de los que le había hablado Kris habían sido una broma. Bueno, el primer ministro había supervisado el informe de Jack. Kris quiso ponerle al día, pero él todavía estaba hablando de cómo estaba la situación y era más interesante escucharlo.
—Ahora mismo, la gente no tiene ni idea de lo que va a pasar. A los peces gordos que han apostado un montón de dinero no les hace demasiada gracia. Quieren saber en qué dirección deben saltar cuando llegue el momento. Pero eso ya se lo habrá enseñado su padre.
—También los hay que quieren influir en el resultado —intervino Kris.
—Usted es la experta en estas cosas —dijo el agente.
Kris pidió refrescos para los tres cuando el camarero vino a tomar nota. Era el mismo que los había atendido la última vez, pero pareció que aquellas sudaderas desviaron su atención y no los llegó a reconocer. Tru llegó a la vez que las bebidas y se acomodó en la silla vacía, pero se pegó a la pared para que Jack pudiera ver perfectamente todo el local. Llevaba pantalones de deporte y una chaqueta con el logotipo de la universidad de hace veinte años. Tenía toda la pinta de ser una antigua catedrática.
—¡Qué alegría veros! —dijo—. ¿Ha sido interesante vuestro viaje?
—Viajar te abre mucho la mente —dijo Kris—, pero me alegro de volver aquí, donde brilla el sol.
—Tienes razón. He estado bastante ocupada con los asuntos locales y no he podido seguiros la pista. ¿Por qué querías que quedásemos?
Kris quería gritarle a Tru que Olimpia y la muerte de Willie y de los demás civiles merecían algo de consideración. Sin embargo, su lado bueno le hizo admitir que su lucha personal en aquel planeta anegado de agua apenas suponía un ápice de esperanza para la humanidad, que en ese instante andaba decidiendo si cada uno debía proseguir por su camino de forma pacífica o bien resolverlo con una guerra sangrienta y prolongada. Kris sacó dos frascos de vacunas del bolsillo de la sudadera y los puso al otro lado de la mesa. Tru los cogió, los miró a la luz y puso cara de extrañeza.
—¿Qué es esto? —le preguntó Kris a Tru.
—Evidentemente, no es lo que pone en la etiqueta.
—No. Cincuenta mil barcazas convertibles de metal líquido han salido de la línea de montaje. Las seis que llegaron hasta mis manos tenían una peculiar tendencia a convertirse en mercurio líquido al tercer cambio. Eso que ves ahí son muestras de en lo que se convirtió una barcaza de cientos de kilos: un montón de gotitas de metal esparcidas en diversos charcos.
—Entonces, te quedaste en el río sin un remo ni una barca —dijo Tru sin un ápice de arrepentimiento por no haber sabido la primera pregunta.
—En el peor sitio y en el peor momento —asintió Kris con ironía.
—Segundo intento de asesinato —dijo Tru. Jack giró la cabeza rápidamente hacia Kris. Sí, su querido padre solo le había contado lo que cumplía sus estrictas escalas de verdad.
—No, se trata del tercer intento. Un cohete cayó en mi mesa el día antes. Yo no estaba allí, había salido a comer con un amigo tuyo, Hank Smythe-Peterwald. La decimotercera persona que conozco con ese nombre. Me salvó la vida, Tru.
Tru puso cara de sorpresa al oír eso.
—¿Y tienes alguna idea de por qué te pudieron lanzar un cohete?
—Cacé a un par de líderes militares el día antes.
—Por tanto, el cohete fue una respuesta de los lugareños ante una noticia local —dijo Tru—. ¿Y qué hacía Hank en Olimpia?
—Vino a repartir ayuda: los suministros de comida que necesitábamos. Cincuenta camiones en total que estábamos esperando con desesperación.
—¿No había ninguna barcaza en la partida? —preguntó Tru mientras jugaba con los frascos entre sus manos.
—Había seis. Tres se hundieron y las otras tres van a ser puentes para siempre.
Tru se guardó los frascos en los bolsillos.
—La mayoría de los laboratorios no sabrán sacar nada en claro de estas muestras, pero conozco alguno que sí podrá averiguar algo. Estaría bien echar un vistazo a una muestra que supuestamente siga siendo un puente.
—Nelly —dijo Kris en voz alta—, compra doce barcazas líquidas en tiendas distintas de Bastión. Mándalas a Olimpia y dile al coronel Hancock que las acepte a cambio de los tres puentes defectuosos. Los necesitamos para hacer los correspondientes análisis. —Kris se calló un instante—. ¿Quieres que apostemos algo a que los tres se activarán antes de que los podamos llevar al laboratorio?
—Contrata a un equipo de seguridad para escoltar las nuevas y asegúrate de que regresan las antiguas. Le diré a Sam que le dé a Nelly el número de alguien de fiar.
—Lo que no entiendo es por qué —reflexionó Kris en voz alta pensando en el primer ataque—. Me intentaron matar mientras rescataba a esa niña en Sequim. Eso hubiera hecho que medio sector exterior se levantase en armas contra la Tierra. Pero intentar ahogarme en plena emergencia médica... ¿Qué fin político puede perseguir algo así?
Tru negó con la cabeza.
—A veces dudo de que los Longknife tengáis sangre en las venas. Cariño, tu padre, y tus bisabuelos Peligro y Ray han hecho todo lo posible para mantener los lazos con una parte de la Sociedad. Tú le añades peso a la carga que tienen que soportar sobre sus hombros. Es normal que empiecen a cometer errores que no cometerían normalmente.
Kris escuchó a Tru e intentó imaginarse a su padre hecho polvo por su muerte. La imagen no le cuadraba. Luego pensó en los cambios que sucedieron en su familia tras la muerte de Eddy. Sus padres se quedaron muy perturbados después de aquello. ¿Les afectaría igual su muerte?
Quizá.
—Ya lo pensaré con más calma —le dijo a Tru—. ¿Cómo están las cosas aquí? ¿Vamos a ir a la guerra?
Tru parpadeó con perplejidad ante el cambio de tema y se frotó los ojos. Por primera vez en su vida, Kris se dio cuenta de lo mayor que era su tía. Era muy mayor, podía tener más de cien años, y no había tenido una vida fácil precisamente.
—Espero que no —suspiró Tru—. No serviría de nada, solo se beneficiarían unos pocos.
—¿A quiénes crees que les podría beneficiar?
—A esos viejos que lucharon una vez y que han olvidado cómo es una guerra. A los héroes jóvenes que están cansados de entrenar para nada y que no tienen ni idea de cómo es una guerra. —Kris se estremeció al recordar a su hermano, que aspiraba a ser un héroe. Pero solo era un niño... y ahora ya no tenía la oportunidad de cambiar de opinión.
Tru miró a Kris y midió la expresión de su cara con alguna escala divina. Respondió con una sonrisa cansada.
—Has crecido un montón desde la última vez que te vi.
—Más bien he envejecido —puntualizó Kris.
Tru asintió.
—Por supuesto, también hay algún chalado que quiere ser el emperador de la humanidad por alguna razón que únicamente podría llegar a comprender un psiquiatra. Entre ellos están el padre y el abuelo de tu amigo Hank. Están formando una alianza de cincuenta planetas bajo la batuta de Vergel. La Tierra tiene a otros cuarenta planetas de su parte. Tu padre cuenta con el apoyo de unos sesenta o cien planetas que harán lo que diga Bastión. Otros planetas se limitan a mirar y están intentando decidir a quién deberían apoyar, a quién es mejor apoyar o a quién tienen la obligación de apoyar.
—¿Cómo que la obligación de apoyar? —preguntó Kris.
—El grupo Vergel de Peterwald ha concedido hipotecas en un montón de mundos y está exprimiendo a esa gente al máximo. Su planeta cuenta con una buena flota de naves de guerra. Fueron los primeros que se llevaron sus naves de la flota de la Sociedad. La gente se plantea la geografía de otra manera. Las rutas comerciales rápidas ahora pueden ser vías para una posible invasión. Piensa en Olimpia, qué desastre: cuarenta y siete planetas a un paso de allí. Casi ciento cincuenta a dos pasos. La cuarta parte del espacio humano se podría defender desde allí si hubiera una flota. Pero también se podría invadir esa misma cuarta parte. ¿Por qué crees si no que Bastión se dio tanta prisa en reaccionar cuando comenzaron los problemas allí?
—¿Para aprovecharse de la bondad humana? —preguntó Tommy.
—Eso es. ¿Quieres adivinar quién compró todas esas granjas que se pusieron en venta de pronto? Peterwald y sus socios.
—Tenía dudas sobre ese tema; me has ahorrado la investigación. ¿Alguna novedad más?
—Sí, al parecer, una de las naves de Smythe-Peterwald estuvo en Olimpia hace dos años. Según la estación de control automatizada de la órbita de Olimpia, la nave permaneció allí una semana. No hay ningún rastro de esa nave durante todo un año. Olimpia tiene un anillo de asteroides, pero ¿cuánto tiempo crees que hace falta para hacer que uno choque con Olimpia? ¿Qué clase de explosión volcánica echó por tierra la floreciente economía de ese lugar?
—Puedes investigarlo —sugirió Kris—. Hay barro en ese metal líquido. Comprueba si hay polvo de asteroide. Si no hay suficiente, tengo una pequeña lata de barro en mi abrigo.
—Jovencita, eres una paranoica —dijo Tru con una sonrisa.
—Me lo ha pegado la gente que me rodea —dijo Kris mientras se ponía de pie—. Nelly, llama a un taxi. Quiero ir a ver al abuelo Alex.
Tru negó con la cabeza.
—Es más difícil verlo a él que al primer ministro.
—Eso me temo, pero necesito respuestas, y el viejo Alex es el único que puede proporcionármelas. Jack, ¿está usted listo para protegerme de los guardias de seguridad privados con los mejores sueldos?
Jack hizo una mueca.
—Según tengo entendido, les pagan demasiado.
—Kris, ¿puedo volver a casa andando desde aquí? —musitó Tommy—. No me gustan nada las armas ni las comidas de negocios. Soy un chico de campo de Santa María.
—Vamos, alférez, en marcha —empezó Kris antes de detenerse por completo, recordando la pequeña charla que había mantenido con el coronel Hancock en el camión—. Tom, si no quieres participar en esto, me parece bien.
Tom le tocó la frente.
—¿Estás enferma, mujer?
—No, pero estoy recordando lo que dijo el coronel Hancock. A veces pienso demasiado deprisa acerca de lo que quiero y muy despacio sobre lo que los demás necesitan.
—Dios mío. —Tru se puso en pie, se estiró exageradamente y volvió la cabeza hacia Kris para mirarla con su ojo derecho; después se marchó como una monstruosa ave de presa—. ¿Estás madurando, mujer? Desde luego, empiezas a sonar bastante adulta. Pero ten cuidado. Nunca seguirás los pasos de tu padre si empiezas a preocuparte por lo que necesitan los demás. Ahora que lo pienso, no estoy segura de que ninguno de tus ancestros sufriese esa aflicción. Algunos de ellos tuvieron la suerte divina de exponer sus cuellos unos milímetros más que aquellos a quienes oprimían.
Kris se encogió de hombros ante aquellas palabras.
—Quizá adquirí algo de humildad con todo el barro de Olimpia.
—No. —Tru negó con la cabeza, apesadumbrada—. Adquiriste sabiduría. Un peso terrible de soportar para alguien que ha sido criado como tú. No obstante... —Tru sonrió, mostrando todos sus dientes—. Dado que vas a encontrarte con tu viejo abuelo, no creo que hayas madurado tanto como para perder tu sentido del humor. Y ahora, si me disculpas, tengo que resolver un par de cuestiones de este enorme rompecabezas.
—El taxi te espera en la puerta —informó Nelly.
—Muy bien. Jack, tú y yo, en marcha.
—Y yo —añadió Tommy.
—Pensé que no querías participar.
—Eh, tengo derecho a decir cuál sería la opinión más sensata, aunque no tenga la sensatez para optar por ella, ¿vale?
Así que, media hora después, pagaron al taxista en la puerta de las torres Longknife. Habían tenido que atravesar tres controles para llegar hasta aquel punto. Sus identificaciones les habían garantizado el paso a través de los dos primeros, pero fue la importante inversión de Kris en industrias Nuu la que les permitió atravesar el tercero.
Las torres estaban constituidas por dos rascacielos unidos en la base por comedores y otros servicios para aquellos que vivían y trabajaban allí. Kris había oído que su abuelo no había salido de aquel edificio en diez años. Pero sabía que aquella afirmación no era cierta; el abuelo inspeccionaba sus plantaciones con regularidad desde la órbita del planeta. Sin embargo, trabajaba con horarios siempre cambiantes y su paradero era tan desconocido como el de un espía. En el pasado, Kris había atribuido aquel comportamiento a la excentricidad y a su avanzada edad. Últimamente, sospechaba que la primera causa podía ser responsable de la segunda.
Bajo un letrero informativo se encontraba una garita con cámaras y media docena de hombres vestidos con chaquetas verdes. Uno de ellos sonrió y preguntó a Kris cómo podía ayudarla cuando esta condujo a sus hombres a través de la puerta automática.
Kris ignoró tanto la sonrisa como la oferta y se dirigió rápidamente hacia los ascensores. Varios estaban abiertos; Kris optó por el más alejado. Después de entrar, se ubicó en el centro de la cabina, dejando que Jack y Tommy se distribuyesen a sus lados, tras ella.
—Planta doscientos cuarenta y dos —ordenó.
—Gracias, señora —contestó el ascensor.
El guardia echó a correr hacia ellos, pero la cabina ya estaba cerrándose. Sus puertas no llegaron a encontrarse.
—La orden ha sido anulada —dijo Nelly.
—Cancela la anulación —le exigió Kris. Las puertas se cerraron un segundo antes de que el sorprendido guardia perdiera el brazo. Kris se volvió para comprobar cómo encaraban sus hombres la situación. Los ojos de Tommy no tenían el tamaño que lucían cuando vio las gaitas. Jack parecía desconcertado mientras extraía su identificación del bolsillo de sus pantalones cortos y se la colocaba en la palma de la mano. Bien.
El ascensor se abrió en la planta doscientos cuarenta y dos. Kris salió de la cabina, seguida por su pequeño séquito.