Rebelde (6 page)

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Authors: Mike Shepherd

BOOK: Rebelde
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—¿Qué están alimentando? —preguntó el sargento.

—Estoy en ello, sargento.

A este no tardó en acabársele la paciencia, por lo que llamó al técnico de su propio pelotón. Ambos tardaron unos minutos más, hurgando con los sensores, antes de que Hanson dejase escapar un silbido.

—Hiperláseres de baja potencia —susurró. Al cabo de un momento, dio con las frecuencias. Kris ajustó sus sistemas de defensa contra láser y observó una maraña de rayos que se cruzaban sobre el terreno, extendiéndose hasta los veinticinco o treinta metros de altura. Ninguno de aquellos haces hubiese dado con el soplón a menos que volase a ras de tierra... y aquella maniobra iba en contra del protocolo.
¡Maldita sea! Estos tipos saben demasiado y están muy bien equipados. ¿Quién habrá financiado los elevados costes del trabajo y les ha dado las órdenes?

Pero claro, Sequim era un planeta rico y su director poseía un amplio abanico de inversiones en sus recursos naturales. Kris se preguntó con quién se encontraría aquel hombre al día siguiente para entregar los millones que pedían como recompensa por la vida de su joven hija.

Kris, que también era la hija de un político hipócrita, esperaba que muchos ofreciesen su ayuda... a cambio de una «pequeña» consideración por las molestias. Kris frunció el ceño; nunca había pensado en quién ofreció dinero para el rescate de Eddy, o qué se pidió a cambio de su vida. Algo interesante sobre lo que reflexionar... más tarde.

Hanson seguía atareado; sonrió cuando uno de sus sensores empezó a parpadear en varias secuencias multicolor.

—Detecto un residuo de desgasificación de C-12 y plásticos blandos —susurró.

—Deja que lo compruebe —gruñó el sargento en voz baja antes de quitarle el instrumento al técnico de las manos. Contempló el aparato con la frente arrugada, le dio unos golpecitos en uno de los lados y lo estudió un rato más. Finalmente, contempló el terreno—. No veo ninguna excavación por aquí cerca. No la vi desde la órbita y no la veo ahora.

—¿Puede que sean minas camaleón modelo 41? —propuso Kris.

—No tendremos que preocuparnos por ellas —respondió el sargento inmediatamente—. ¡Acaban de empezar a fabricarlas! —Sus palabras perdieron vigor al caer en la cuenta de que lo que sabía contradecía aquello que estaba viendo—. Maldita sea, ¿y si esos hijos de perra cuentan con semejantes medios? —No respondió a su propia pregunta.

—El lugar está cubierto de minas, sargento —informó Hanson con determinación.

—¿Conectadas a los láseres o activadas por presión? —quiso saber Kris.

—Yo tampoco tengo ni idea, señora, pero si tuviese que apostar, diría que ambas.

Kris inhaló profundamente el olor de la pantanosa tundra que se extendía ante ella. Después de frotarse los ojos, estudió el cielo. Las nubes eran densas, pero al sur se extendía una luz grisácea. Faltaba una hora para el amanecer. Cierto, aquellos tipos parecían acostumbrados a dormir hasta que el sol había salido del todo, algo comprensible teniendo en cuenta que solo disponían de entre tres y cuatro horas de oscuridad. De todos modos, los guardias se mostraron más inquietos durante el alba; y un solo ruido convertiría la siesta de los secuestradores en un tiroteo, con luz de sobra para identificar a sus objetivos. Kris tenía que recorrer a toda prisa, acompañada por diez marines, los trescientos metros que los separaban de la cabaña.

La joven alférez se volvió hacia la arboleda para dirigirse a su equipo.

—¿Quiénes tienen los detectores de láser averiados? —preguntó. Poco después, cuatro avergonzados soldados reconocieron que el equipo que con tanto cuidado habían preparado de cara a la operación en la plataforma de carga se había convertido en un peso muerto. Kris tuvo suerte, ya que tanto el cojo como el marine vestido de amarillo no podían detectar los láseres; solo tendría que dejar a cuatro atrás.

—Vosotros cuatro proporcionaréis fuego de cobertura. —Aquello, sin embargo, solo era el comienzo de los problemas de Kris. Para empezar, la munición de dos milímetros de los M-6 podía provocar dos efectos, y uno de ellos era la muerte. Los M-6 ni siquiera utilizaban cartuchos: una vez el medidor de alcance fijaba la distancia hasta el objetivo, introducía en la cámara el número apropiado de dardos.

El otro problema eran los Colt Physer, equipados con munición no letal diseñada para dormir al objetivo en lugar de matarlo. Aquellos proyectiles somníferos presentaban un inconveniente: si impactaban con demasiada potencia podían partir un hueso, una arteria o provocar daños en el cerebro. Pero a trescientos metros de distancia, aquellas ligeras balas podrían desviarse por el efecto del viento. La probabilidad de dar en el blanco era muy baja.

—Sargento, que los dos mejores tiradores de estos cuatro preparen dardos somníferos; los otros dos, munición real. —El sargento impartió las órdenes gesticulando—. Si las cosas se ponen interesantes, el sargento o yo indicaremos a quién hay que disparar y con qué —les explicó Kris en voz baja, antes de decidir que era el momento de reiterar una cosa antes de la intervención—. Recuerden, marines, vamos a actuar como policías. Esos secuestradores tienen derecho a comparecer ante un jurado. Pero Sequim todavía contempla la pena de muerte. Nosotros los capturamos y ellos los cuelgan.

Con un gruñido de satisfacción, los marines se prepararon. El equipo del sargento, reducido a él mismo y al técnico, fue en cabeza. Tras ellos avanzaron, en línea recta, el cabo y un tirador. Kris dirigió a su escuadrón, con Hanson y sus artilugios ante ella. El cabo Li y otro marine cubrían la retaguardia.

El técnico del sargento iba en cabeza, empleando su bolsa de dispositivos mágicos para indicar a aquellos que le seguían cuándo dar amplios pasos para eludir los láseres y cuando desviarse a la izquierda o a la derecha para esquivar las minas.

Kris detectó una mina al pasar a su lado. Su superficie estaba perfectamente camuflada en la tundra que la rodeaba. Medía unos quince centímetros de diámetro y apenas uno de altura, por lo que no proyectaba sombra. Sin embargo, observarla proporcionaba cierta información.

El sol estival había templado el terreno en el que se encontraba, hundiéndola entre dos y tres milímetros. Kris observó alrededor. Al saber qué aspecto tenían, encontró media docena más. Sin embargo, en torno a ellas no había rastros de pisadas. Eso era lo que había estado buscando desde el cielo: pisadas en la frágil tundra. Debían de haberlas tirado desde un helicóptero. Es decir, más gastos. ¿Quién estaba pagando las facturas de todo aquello?

Kris se moría de ganas de darse una ducha, tomar un café y charlar con alguien sobre todo por lo que había tenido que pasar durante las últimas horas. Había incógnitas en aquella operación, incógnitas que se le escapaban.

Pero Eddy no necesitaba que despejase incógnitas. Eddy necesitaba que lo rescatasen.

Kris se concentró en el problema que tenía entre manos. Agazapada, a medio camino en aquel campo de minas de trescientos metros, descubrió lo que significaba sentirse realmente desnuda y vulnerable. Vigilaba cada paso. Comprobaba en todo momento la información que le proporcionaba el soplón sobre la casa. Observaba a los guardias dormidos, alerta ante cualquier señal de vigilia. De vez en cuando, recordaba respirar.

La reentrada en la atmósfera parecía haber durado un año entero. Kris envejeció siglos cruzando la tundra que se extendía desde la cabaña. Cuando finalmente se encontró cerca, hizo una señal al sargento para que la rodease con su escuadrón; la puerta frontal era suya: le proporcionaba un acceso directo a la escalera central y al tirador que esperaba al final de ella. Llevaba diez minutos queriendo abrazar a aquella pobre chica contra su armadura. Independientemente de lo que ocurriese en la casa una vez dentro, Kris protegería a la niña con su propia vida.

Pero se le acabó la suerte a unos diez metros de la cabaña. Uno de los soñadores se despertó para ir al baño. Durante el viaje hasta el excusado, pasó por delante de una de las ventanas de la cabaña.

—Marines, tenemos movimiento dentro de la casa —susurró Kris por el micrófono mientras el tipo se detenía ante la ventana para rascarse—. Empezaremos la fiesta a mi señal. Sargento, ocúpese de la parte trasera y despeje la planta inferior. Mi escuadrón se ocupará del frente y del piso superior. —Hizo una pausa, a la espera de preguntas... cuando el matón de la ventana apuntó con su arma y disparó una ráfaga de fuego automático sobre ellos—. Fuego de cobertura; ocúpense del tipo de la ventana. Cabo Li, encárguese del guardia dormido del porche antes de que se despierte. Hanson, ábranos una vía.

—Délo por hecho —murmuró Hanson mientras introducía una carga en su lanzagranadas y apuntaba hacia la puerta.

Detrás de Kris, una marine de la escuadra del cabo Li fue alcanzada en el pecho por una andanada. El impacto la catapultó a casi dos metros de distancia. Aterrizó sobre una mina, que la lanzó por los aires.

—¡Detonación! —gritó Hanson. Kris se echó cuerpo a tierra y, con un grave silbido, una carga explosiva salió despedida del lanzagranadas del técnico, alcanzando la puerta de entrada y extendiendo un cable entre esta y la alférez. El portón saltó en pedazos; entonces, como si fuesen una ristra de petardos, las cargas del cable detonaron en sucesión. La mayoría no causó daños, pero tres de ellas activaron sendas minas. Kris esperó el tiempo justo para que los estallidos concluyesen y echó a correr hacia la puerta. La alcanzó antes de que los últimos fragmentos tocasen el suelo.

La alférez tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio cuando se adentró a la carrera en el salón. Las escaleras se extendían ante ella, pero no podía ver al tirador que debía de encontrarse en ellas. A su derecha, un hombre fue abatido por una salva de disparos procedente del patio y apareció otro, rodando desde el sofá, apuntándola con su arma.

Quería ocuparse del tirador de la escalera, no de aquel tipo. Pero lo bueno de ir acompañado por los marines es que siempre hay alguien cubriéndote las espaldas, siempre hay refuerzos. Kris ignoró a aquel hombre y corrió hacia las escaleras con el arma en posición de disparo y el cargador repleto de munición somnífera.
¡Ya voy, Eddy!

A medio camino, alcanzó a ver al tirador dormido. El bullicio le había despertado. Sus ojos se abrieron de par en par en cuanto vio a Kris apuntándolo con su arma. Levantó las manos. Quizá quisiese llevarlas a su pistola. Quizá intentaba protegerse de los disparos. No importaba. La alférez apretó el gatillo.

Los dardos se hundieron en el pecho, garganta y rostro del hombre, derribándolo de espaldas. Kris llegó al final de la escalera, giró a la izquierda y se dirigió hacia el dormitorio central. De aquella estancia no dejaban de llegar gritos; no había duda acerca de dónde se encontraba la rehén.

Kris embistió la puerta, pero esta, lejos de ceder, resistió su envite.

Hanson apareció tras la alférez. Se arrodilló ante la puerta, revistió el cerrojo con explosivo plástico, lo cubrió con un pedazo de tejido blindado y agachó la cabeza.

La puerta saltó en pedazos.

Kris se puso en marcha antes de que el estruendo de la detonación se hubiese desvanecido. En principio aquello era imposible, pero ella juraría que lo había hecho. Atravesó el umbral a toda velocidad, echó un rápido vistazo de un lado a otro de la estancia a través de la mira de su fusil y se abalanzó hacia la diminuta figura vestida con vaqueros rasgados y un sucio jersey verde. La niña estaba incorporada sobre la cama, tirando de las correas que la sujetaban y gritando tan alto como le permitían sus pulmones de seis años. Lo que Kris realmente deseaba era abrazarla contra su pecho, pero situaciones como aquella tenían sus propias reglas. Se echó al suelo. Había algo pequeño y con mala pinta atado con cables a los bajos de la cama.

—Hanson, tenemos una bomba.

El técnico se aproximó hacia la cama hasta quedar de rodillas a su lado mientras Kris inspeccionaba la habitación. Lo que parecía una mochila escolar estaba llena de ropa y cachivaches. Kris decidió ignorarla por el momento. Por lo demás, aquella habitación de suelo de madera, paredes de color verde claro y techo canela estaba completamente vacía. No había ni un armario. Kris se volvió hacia la pequeña, que no dejaba de aullar, cuando Hanson terminó de examinar al monstruo de debajo de la cama.

—Hay una bomba acoplada a las correas. Si las corto, explotará.

—Entonces, desactívela —le ordenó el cabo Li mientras entraba en la habitación, seguido de su tiradora, sucia de pies a cabeza pero indemne tras su encuentro con las balas y las minas.

—¿Está bien? —preguntó Kris a la recluta.

—Está bien —contestó el cabo por ella—. Aterrizó sobre la mina de espaldas. De haberla pisado, le hubiese volado el pie. Pero tal y como cayó, solo la lanzó por los aires.

—Recuérdame que informe al cuartel general de que las minas son un asco —dijo Kris con una sonrisa.

—Estoy listo para desactivar esta cosa —dijo Hanson, haciendo que los marines se congregasen en torno a la pequeña, que aún no había dejado de chillar—. Si esto no sale bien, no estaría de más que hubiese algo de armadura entre la niña y la bomba.

No permitiría que nada hiciese daño a la niña. Kris levantó a la chiquilla de la cama todo cuanto le permitían las correas y se colocó entre las raídas sábanas y la pequeña. Esta dejó de llorar cuando Kris la abrazó, aunque su respiración se convirtió en una sucesión de hipidos entrecortados.

—Nadie te va a hacer daño, cielo —le susurró Kris a la niña al oído.

—¿Nadie? —dijo la niña entre sollozos.

—Nadie —le garantizó Hanson—. Venga, y ahora todo el mundo al salón. —Cuando el cabo y la recluta se hubieron marchado, Hanson suspiró—. Creo que lo tengo controlado. —Bajó su visor y se deslizó bajo la cama.

Durante un largo rato, no pasó nada. Kris esperó. Nada, aún. Entonces Hanson se puso en pie, levantó su visor y sonrió como un hombre al que le hubiese tocado la lotería.

—No se quede ahí quieto —dijo Kris— y libere a esta niña.

—Sí, señora —obedeció Hanson mientras sacaba unas tijeras.

Li y la tiradora regresaron, formando un muro entre el mundo exterior y la niña. Kris levantó su visor.

—Han llegado los marines, cariño. Estás a salvo. Nadie va a hacerte daño. —La niña, cuyo rostro aún permanecía congelado en un rictus de terror, blanco como las sábanas, escuchó aquellas palabras mientras observaba a los marines con ojos inquietos. Mientras Hanson liberaba sus brazos, la tensión de sus diminutos músculos empezó a desvanecerse bajo el abrazo de Kris mientras intentaba, con todas sus fuerzas, creer lo que le decía aquella extraña. Cuando al fin quedó libre, la niña rodó sobre sí misma y abrazó a Kris, enterrando su rostro en la rígida armadura de combate, deshaciéndose en hondos y desgarradores sollozos. La alférez Longknife la sujetó con fuerza, protegiéndola, y no pudo contener algunas lágrimas; lágrimas de una alférez de la Marina que había salvado la vida de una niña desconocida, las de una niña de diez años que no había conseguido salvar a su hermano.

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