Authors: Mike Shepherd
—Lo siento, sobrecargo, lo había olvidado. No haré tanto ruido. Luces, apagadas —ordenó Kris, para así esconderse.
—Luces, encendidas —dijo la sobrecargo mientras echaba las sábanas a un lado y se sentaba sobre la cama. Su desgastado pijama tenía los dos primeros botones desabrochados y los pantalones estaban cortados a la altura de las rodillas, revelando una porción de arrugada piel amarillenta mayor de la que Kris hubiese deseado ver cuando la sobrecargo, ya entrada en años, cruzó las piernas sobre el camastro.
—Cariño, parece que hayas pasado por un trago de los malos —dijo aquella mujer pequeña y de aspecto oriental. La pregunta «Cielo, ¿no quieres contárselo a la tía Bo?» quedó implícita. Por lo que a Kris respectaba, podía seguir así. Se volvió hacia su taquilla para coger su pijama y ocultar su rostro.
Su taquilla no estaba allí.
—Maldita sea, ¿dónde está todo? —explotó Kris.
—Esparcido por toda la nave, por lo que sé —contestó la sobrecargo con calma—. ¿Sabes una cosa, cielo? No creo que vayan a reorganizar la nave en pleno vuelo. Al menos en esta ocasión no hemos soltado a nadie al espacio.
Kris estaba pateando los paneles que se encontraban bajo su cama, esperando abrir alguna de aquellas puertas. O simplemente por el placer de patearlos.
—Nunca han soltado a nadie al espacio durante una reconfiguración, ¿verdad? —dijo, para luego reiterar—: ¿Verdad?
—La Marina tiene sus historias, y a los viejos jefes les encanta transmitírselas a los nuevos. Como hoy. Va a ser toda una historia: una alférez novata se embarca en una misión, salva a un escuadrón de marines con una maniobra de vuelo de las que no se olvidan, luego salva a todo el maldito pelotón cuando los conduce a través del campo de minas sobre el cual el sargento y el capitán tenían planeado soltarlos. Es una historia estupenda. Así que dime, ¿por qué tienes esa cara? Parece como si alguien te hubiese robado a tu cachorrito.
—El oficial ejecutivo dice que el capitán me va a recomendar para la medalla del Cuerpo de Marines.
—Caray, cielo, eso ya lo sabe todo el mundo. El capitán lo ordenó unas cien veces esta mañana.
—¿No lo hace porque el director general de Sequim quiere que la reciba?
—En absoluto.
—¿Entonces por qué me dijo el oficial ejecutivo...? —Kris empezó a formular la pregunta, pero se detuvo. La regla de oro del primer ministro era no hacer una pregunta cuya respuesta ya conoces.
—Me temo que el oficial ejecutivo te tiene vigilada. Como el capitán, aunque puede que ahora menos. Quiere comprobar si tienes lo que hay que tener.
Un panel salió volando tras la última patada de Kris. El armario estaba bocabajo y una cascada de ropa interior se precipitó sobre el suelo. Kris cogió un par de pantalones cortos de deporte y la sudadera de alguna universidad del montón, tiró el resto de ropa a un lado y se desnudó rápidamente. Cuando se volvió hacia el lavabo, con el cepillo de dientes en la mano, la sobrecargo seguía observándola.
—¿Por qué estás aquí? Si no te importa que te lo pregunte, claro.
—Quería hacer algo bueno —dijo Kris mientras cubría el cepillo con pasta de dientes—. Creo que hoy lo he hecho —continuó antes de meterse el cepillo en la boca para cortar la conversación.
La sobrecargo negó con la cabeza.
—Mi hermana también quería hacer cosas buenas. Se unió al Ejército de Salvación. Por si no te has fijado, el bien que hiciste al rescatar a esa niña va a tener consecuencias muy malas para quienes la secuestraron.
—Se van a llevar su merecido —escupió Kris con desdén sin sacarse el cepillo de la boca.
—Cierto, eres una Longknife. Pero créeme, cielo, no siempre será tan fácil identificar a los malos. La Marina dispara allí donde se lo indican y ni hace preguntas ni busca respuestas. Los políticos como tu papá son los que señalan nuestros objetivos. ¿Estás segura de que quieres estar aquí, rodeada por los bajos fondos de la sociedad?
—Me he alistado, ¿no es así? —dijo Kris mientras se enjuagaba la boca.
—Como todas las que están roncando ahora mismo sobre sus camastros. Algunas se unieron para abandonar la casa de sus padres. Otras para evitar el matrimonio, o la ley. Dos de ellas están ahorrando dinero para la universidad; serán las primeras en sus familias en conseguir uno de esos diplomas. Todas las chicas saben perfectamente por qué se alistaron. ¿Y tú?
—He dicho que me alisté porque quería hacer algo bueno —replicó Kris, molesta.
—¿Y? —La sobrecargo Bo no iba a darse por satisfecha con aquella respuesta.
—¿Me creerías si te dijese que yo también quería irme de casa?
—Puede —dijo mientras arqueaba una ceja.
—No, maldita sea, no soy una pobre niña rica que se alistó en la marina para llamar la atención. Ya tenía la atención del primer ministro y de su esposa. Vaya si la tenía. Tanta que no me encontraba a salvo de sus miradas vigilantes en ninguna parte. Por eso me uní a la Marina. Para tener algo de espacio para mí. Para respirar un poco de aire por mí misma. ¿Te parece un motivo lo bastante bueno como para unirse a tu maldita Marina?
—Quizá —dijo la sobrecargo Bo mientras asía las sábanas y se estiraba sobre la cama—. Es lo bastante bueno como para unirse, pero no para quedarse. Avísame cuando sepas por qué quieres estar en la Marina.
—Y tú, ¿por qué estás aquí? —replicó Kris.
—Para poder tener estas charlas nocturnas con oficiales novatas y luego dormir en mi propia cama. Luces, apagadas.
En la oscuridad, Kris pudo oír a la sobrecargo revolviéndose en su cama y, en un instante, estaba roncando, dejando a Kris sola para rememorar un día que había sido más pleno que la mayoría de los meses en casa. Intentó organizar todas las emociones que había sentido durante las últimas treinta horas pero no tardó en descubrir que lo único que quería hacer su mente era dar el día por concluido. Kris respiró despacio y, en un momento, quedó profundamente dormida.
La Tifón despegó, según lo previsto, a la seis en punto. A las siete, mientras la mayoría de la tripulación desayunaba, el oficial ejecutivo transformó la nave del modo «vehículo aéreo/aterrizaje planetario» a «aceleración/modo no combativo». Kris alcanzó el puente mientras empezaban a llegar los informes del éxito de la maniobra y de los incidentes durante la misma.
Cuando una corbeta de clase kamikaze se encontraba en modo no combativo, no era un mal lugar en el que vivir. El grueso casco que protegía la nave durante las batallas se distribuía por todo el vehículo hasta reducir su espesor, creando amplios pasillos y áreas de trabajo. El puente no producía tanta claustrofobia y cada oficial y muchos soldados disponían de sus propias dependencias. El oficial ejecutivo había llevado a cabo las sucesivas transformaciones siguiendo el manual al pie de la letra. Por desgracia, sobre todo para él, la reconfiguración no fue tan bien como prometían las instrucciones.
Kris dedujo qué aspecto no estaba contemplado en el libro. Como oficial de sistemas defensivos, había sido entrenada para redistribuir el mobiliario de la nave durante los combates para evitar daños mayores. Por lo tanto, Kris era la única oficial de los diez que había a bordo de la Tifón, además de los sesenta miembros de la tripulación, cualificada para responder a todas las preguntas concernientes a taquillas caprichosas, almacenes, cajas de herramientas, etcétera. Kris se pasó la mayor parte del viaje de regreso a la base del escuadrón 6 en Alta Cambria intentando devolver las entrañas de la Tifón al lugar al que pertenecían. El noventa y cinco por ciento de las cosas encajaron tal y como lo detallaba el fabricante.
Kris tuvo que trabajar dieciséis horas al día para ocuparse del restante cinco por ciento.
Tuvo, eso sí, sus compensaciones. La tripulación se dirigía a ella con renovado respeto mientras preguntaban a Kris por esto y aquello. Algunos alababan su buen trabajo durante el rescate. Y todos ellos, hasta el último (dueño de la taquilla 73b2 y de la caja de herramientas 23), le dieron las gracias por lo que estaba haciendo entonces. Después de cinco intentos con sus cinco fracasos, Kris descubrió que había algunos elementos que no iban a moverse a sus ubicaciones designadas: lo solucionó vaciando las taquillas que se encontraban en una posición incorrecta, borrándolas a través del sistema de transformación de la nave y creando unas nuevas en el lugar preciso. Cuando Kris terminó, la Tifón pareció estremecerse con un débil suspiro de alivio y un grito de alegría.
—Espero no tener que hacerlo de nuevo en una buena temporada —murmuró Kris para sí... y para el resto de la tripulación.
El capitán se dirigió al oficial ejecutivo arqueando una ceja, buscando explicaciones.
—Seguí el manual paso a paso —alegó el oficial—. Usted mismo lo comprobó, señor.
—Sí, así es. —El capitán rió y se volvió hacia Kris con una sonrisa en su rostro—. De acuerdo, alférez, evitaremos esta situación en el futuro. Pero antes de que se marche, envíeme un informe sobre su experiencia: lo remitiré a la unidad del comodoro Sampson, que lo revisará y lo enviará al fabricante para pedir explicaciones. Lo encontrará muy entretenido. —El equipo reunido en el puente se echó a reír y a Kris se le contagió la sonrisa del capitán. Parecía que por fin lo había conseguido. Era una alférez, parte de la tripulación.
Cuando llegaron a la base, lo primero que hicieron fue recortar sus provisiones. Exceptuando al capitán, todos los oficiales cobraron la mitad de su salario. Podían abandonar la nave durante tres meses o podían trabajar a media jornada, en turnos rotativos. Así lo habían establecido los cuatro jefes de departamento. Los seis oficiales subalternos, como Kris y Tommy, fueron informados de sus alternativas: perderse durante tres meses o solo durante las primeras seis semanas, para luego trabajar durante las últimas seis a cambio de una miseria. En cualquier caso, deberían permanecer en contacto con la Marina por si esta tuviese que reclamarlos en caso de emergencia.
Kris encontró a Tommy buscando un billete barato de vuelta a casa.
—Los de Santa María siempre supimos que estábamos en el lado equivocado de ninguna parte; pero con estas conexiones, llegaré a casa justo a tiempo para coger el vuelo de regreso.
—Hay una línea directa que parte rumbo a Bastión mañana. Podríamos estar allí en cuatro días.
—¿Y qué haría yo en Bastión?
—Hacerme compañía. Contarle a mi madre que no corrí ningún peligro ganándome la medalla que mi padre me va a colocar. Ya sabes. Darme apoyo moral.
Tom rió.
—¿Y tu madre me va a creer?
—Más de lo que me creerá a mí.
Y así, quedó decidido. Subieron a bordo del lujoso Aquiles Veloz diez minutos antes de que se cerrasen las escotillas de aire. Cada uno acabó compartiendo camarote con otros seis oficiales que se dirigían a la playa. Kris había pensado que una nave de crucero le vendría bien para relajarse. Se equivocaba.
Al día siguiente, a la hora de desayunar, chocó, literalmente, contra el comodoro Sampson, el comandante del escuadrón de ataque 6. Él la miró como si se tratara de algo horrible que acabase de aparecer de debajo de una piedra. Kris estaba acostumbrándose a que los oficiales de alto rango le lanzasen aquel tipo de miradas. Sin el uniforme puesto, se cuadró y dijo:
—Buenos días, señor.
—La alférez Longknife, ¿no es así? —contestó el menudo oficial. Kris le informó de que así era—. Realizó un informe interesante sobre el metal inteligente. Los astilleros de su abuelo lo encontrarán muy informativo.
—Sí, señor —contestó Kris, y entonces se dirigió al otro extremo del comedor, donde se reunían los bajos fondos y los oficiales menores. Durante los siguientes cuatro días, hizo todo cuanto estaba en su mano por esquivar a los oficiales de alto rango.
Cuando el Aquiles Veloz atracó en Alto Bastión, Kris pidió a Nelly que se hiciese cargo de que tanto su equipaje como el de Tommy fuesen transportados a tierra. Quería tener las manos libres mientras se desplazaba por la estación corriendo hacia el elevador. ¿Quizá, después de todo, se alegraba de volver a casa? Una señal en la plataforma anunciaba con orgullo que el contratista había solucionado un problema a la hora de leer las tarjetas de los pasajeros para poner en marcha el elevador de la órbita a la superficie, un recordatorio de que la Marina no era el único cuerpo con problemas de control de calidad. En vista de que había vagones disponibles, Kris y Tom compraron unos billetes para el cuarto nivel, desde el que podía verse todo Bastión mientras descendían.
En cuanto el vehículo abandonó la estación, se escucharon voces de asombro cuando los pasajeros vieron el planeta bajo ellos, a 44.000 kilómetros de distancia. Kris sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Cuatro meses atrás, se hubiese alegrado de no volver a ver Bastión nunca más. Aquel día, le parecía el lugar más hermoso de la galaxia. Sus nubes blancas se esparcían sobre océanos azules; sus tierras verdes, marrones o de un brillante amarillo en las zonas desérticas aparecieron ante sus ojos.
—Se parece a Santa María —comentó Tommy, a su lado—, pero menos hermoso. —¿Era eso lo que pensaba todo ser humano con respecto a su planeta natal?
En mitad del viaje, el vagón empezó a decelerar; Kris pasó de verse empujada suavemente contra su asiento por una presión de un cuarto de g a tener que agarrarse a las correas. Una voz computarizada les sugirió que inclinasen sus asientos ciento ochenta grados, pero Kris no estaba dispuesta a perderse aquella vista. Ya podía ver los detalles de su hogar. La bahía de aterrizaje, cien kilómetros de agua en forma de curva. La barrera de islas había convertido aquel emplazamiento en el predilecto para aterrizajes orbitales hasta que se pudiese construir una pista. La Vieja Dama, que se extendía hasta el continente sur, había impulsado el comercio en Bastión, tanto interplanetario como internacional.
—¿Qué es esa aguja? —se interesó Tommy.
—El trabajo del abuelo Alex —le explicó Kris—. La mayoría de las fábricas del tatara-ni-sé-cuántas-veces abuelo Nuu se encuentran fuera del planeta. Pero aún poseemos ese pedazo de tierra al este del río y al sur de la ciudad. La está convirtiendo en un monstruoso complejo de oficinas y apartamentos y construyendo numerosos parques a su alrededor. Solía presumir de que se podía ver el elemento central desde una órbita baja, y así es.
—¿Todo eso te pertenece?
—Pertenece a mi familia —lo corrigió Kris, sin apreciar el asombro en la voz de Tommy—. Somos una gran familia. En realidad a mí no me pertenece gran cosa.