Bueno, si no puedes ser bueno, al menos sé discreto
.
—Muy bien, sargento. —Le tendió una mano—. Te vendría bien un descanso… durante los próximos siete días, ¿eh?
El rostro de ella se iluminó; sus labios se retiraron en una sonrisa que dejó al descubierto sus colmillos.
—¿De verdad? —dijo, su voz profunda cargada de ansiedad.
—De verdad.
Avanzó hacia él. Su musculosa masa hacía que la cubierta crujiera levemente bajo sus botas de combate Dendarii, y se inclinó para intercambiar un prometedor beso. Su boca, como siempre, era cálida y animosa. Los colmillos podían ser el disparador subliminal de aquel arrebato de adrenalina, pero lo principal era la completa maravilla… la misma cualidad de su existencia. Ella codiciaba la vida, devoraba la experiencia viviendo en un eterno ahora, y por muy buenos motivos… Miles obligó a su mente a apartarse de ese futuro, o de cualquier otro, y le envolvió la nuca con la mano para soltarle la perfecta trenza caoba.
—Voy a refrescarme. —Ella sonrió, y se marchó poco después. Tiró de la chaqueta gris de su uniforme suelto.
—Que disfrutes de las instalaciones del baño —le deseó él cordialmente—. Es la cosa más sibarita que he visto aparte de los Baños de la Embajada de la Estación Dyne.
Él se retiró a su propio cuarto de baño para quitarse el uniforme y las insignias de rango y enzarzarse en un agradable ritual de preparativos placenteros tales como depilarse, lavarse y ponerse colonia. Taura se merecía lo mejor. También se merecía todo el tiempo que quisiera. Rara vez conseguía librarse de la inflexible sargento y revelar aquella esencia femenina tímidamente oculta en su interior. Rara vez podía confiar en nadie para proteger esa vulnerabilidad. La Princesa Hada, así era como pensaba en ella.
Parece que todos tenemos nuestra identidad secreta
.
Se puso una bata de felpa precalentada a modo de
sarong
y se tendió en la cama, esperando alerta. ¿Había previsto ella este encuentro privado y, si así era, qué atuendo sacaría esta vez de su maleta? Insistiría en hacerle todos aquellos numeritos sexis, pues al parecer no llegaba a comprender cuánto parecía ya una diosa aunque no se vistiera más que con su ondulante cabello. Bueno, vale, no tan ondulante; si se lo dejaba suelto tendía a ser duro, molesto y rizado, y le hacía cosquillas en la nariz, pero a ella le sentaba bien. Miles esperaba que hubiera perdido aquella horrible cosa rosa con las plumas rojas. La última vez había tenido que hacer acopio de todo su tacto para colar la idea de que tal vez el color y el diseño no la favorecían sin dar a entender que hubiera fallos en su gusto o su aspecto personal. Aunque ella pudiera romperlo con una sola mano, él podía matarla con una palabra. «Nunca.»
Su rostro se iluminó de profundo deleite cuando ella regresó. Llevaba una prenda de seda color crema, suave y titilante, metros de tejido tan fino que habría hecho falta poco esfuerzo para meterlo por un anillo. El efecto diosa quedaba hermosamente ampliado, su inmensa dignidad intrínseca no tenía par.
—¡Oh, espléndido! —exclamó él, con sincero entusiasmo.
—¿De verdad te lo parece?
Giró para él; la seda flotó hacia fuera, junto con el fuerte aroma a especias que pareció ir directo desde su nariz a su cerebro sin ninguna parada intermedia. Los dedos descalzos de ella no chasqueaban en el suelo: prudentemente, se había recortado y cubierto todas las uñas antes de pintárselas de esmalte dorado. Así, Miles no tendría esta vez necesidad de dar explicaciones difíciles de creer por los arañazos o la crema quirúrgica.
Ella se tumbó a su lado, olvidada su ridícula diferencia de altura. Aquí al menos podrían satisfacer su ansia de contacto humano, o casi humano, hasta saciarse, sin interrupción, sin comentarios… Él se encogió a la defensiva ante la idea de que alguien contemplara aquello, de algún brusco y sorprendido estallido de risa o de un comentario sarcástico. ¿Se debía el nerviosismo a que estaba quebrantando sus propias reglas? No esperaba que nadie de fuera comprendiera aquella relación.
¿La comprendía él mismo? En otra época habría murmurado algo sobre la excitación, una obsesión por escalar montañas, la fantasía sexual definitiva para un tipo bajito. Más tarde, tal vez algo sobre la pugna de la vida contra la muerte. Tal vez fuera todavía más sencillo que eso.
Tal vez era sólo amor.
Se despertó mucho, mucho más tarde, y la contempló mientras dormía. Era una medida de su confianza que el más leve movimiento no la hiciera estar hiperdespierta, como normalmente la obligaban a estar sus impulsos genéticamente programados. Si se conocía su historia, de todas sus muchas y fascinantes respuestas la más reveladora era que durmiera para él.
Miles estudió el juego de luces y sombras sobre su larguísimo cuerpo de marfil, envuelto a medias en las sábanas revueltas. Dejó que su mano fluyera a lo largo de las curvas, acunado por el febril calor que brotaba de su piel dorada. El suave movimiento de su respiración hacía bailar las sombras; era, como siempre, un poco demasiado profunda, un poco demasiado rápida. Él quiso frenar el ritmo. Como si no sus días, sino sus inspiraciones y espiraciones estuvieran contadas y cuando las consumiera todas…
Ella era la última superviviente de su clase. Todos sus compañeros habían sido programados genéticamente para tener una vida corta, en parte, quizá, como una especie de mecanismo de seguridad, en parte, quizás, en un esfuerzo por inculcar valor en la lucha, debido a alguna oscura teoría que sostenía que una vida breve podría ser sacrificada mas a gusto en batalla que una larga. Miles no creía que los investigadores hubieran comprendido lo que es el valor, ni la vida. Los supersoldados habían muerto rápido, cuando lo hicieron, sin largos años de vejez artrítica que los arrancara gradualmente de su mortalidad. Sólo sufrían durante algunas semanas, meses como mucho, un deterioro tan feroz como feroces habían sido sus vidas. Era como si hubieran sido diseñados para marcharse envueltos en llamas, no en vergüenza. Miles estudió los diminutos mechones plateados en el cabello caoba de Taura. No estaban allí el año anterior.
Sólo tiene veintidós años, por el amor de Dios
.
La cirujana de la Flota Dendarii la había estudiado cuidadosamente, y le había suministrado drogas para retardar su ávido metabolismo. Ahora comía sólo por dos hombres, no como cuatro. Año tras año, al igual que se tira de un alambre de oro, habían alargado la vida de Taura. Sin embargo, en algún momento, el alambre se rompería.
¿Cuánto tiempo más? ¿Un año? ¿Dos? Cuando Miles regresara con los Dendarii la próxima vez, ¿estaría ella aún allí para saludarle en público con un adecuado «Hola, almirante Naismith», y con un inapropiado, por no decir brusco y ansioso, «¡Hola, amor!» en privado?
Es buena cosa que ame al almirante Naismith. Lord Vorkosigan no podría manejar esto
.
Pensó con un poco de culpabilidad en la otra amante del almirante Naismith, la pública y reconocida Quinn. Nadie tenía que dar explicaciones o excusarse por estar enamorado de la hermosa Quinn. Ella era, evidentemente, su media naranja.
No es que estuviera siendo exactamente infiel a Elli Quinn. Técnicamente, Taura la había precedido. Y Quinn y él no habían intercambiado ningún juramento, ningún voto, ninguna promesa. No porque él no se lo hubiera pedido: lo había hecho un montón de veces. Pero también ella estaba enamorada del almirante Naismith. No de Lord Vorkosigan. La idea de convertirse en Lady Vorkosigan, condenada para siempre a vivir en un planeta que ella misma había catalogado de «bola de mierda perdida», habría sido suficiente para que Quinn, criada en el espacio, saliera pitando en dirección contraria o, como mínimo, se excusara incómoda.
La vida amorosa del almirante Naismith era una especie de sueño adolescente: sexo ilimitado y a veces sorprendente, sin ninguna responsabilidad. ¿Por qué parecía que ya no funcionaba?
Amaba a Quinn, amaba su energía, su inteligencia, la pasión que compartían por la vida militar. Era una de las amigas más maravillosas que había tenido jamás. Pero en el fondo, ella sólo le ofrecía… esterilidad. No tenían más futuro juntos del que tenía con Elena, unida a Baz, o del que tenía con Taura.
Quién se está muriendo
.
Dios, me duele
. Sería casi un alivio escapar del almirante Naismith y regresar a Lord Vorkosigan. Lord Vorkosigan no tenía vida sexual.
Hizo una pausa. Entonces… ¿cuándo se había manifestado aquella… carencia en su vida?
Hace bastante tiempo, en realidad
. Extraño. No se había dado cuenta hasta entonces.
Taura entreabrió los ojos, rendijas de color miel. Le dirigió una sonrisa adormilada de colmillos puntiagudos.
—¿Tienes hambre? —preguntó él, sabedor de la respuesta.
—Ajá.
Pasaron unos agradables minutos estudiando el inacabable menú proporcionado por la cocina de la nave, y luego teclearon un pedido larguísimo. Al lado de Taura, advirtió Miles, podría probar un bocado de casi todo sin que quedaran luego embarazosas sobras.
Mientras esperaban a que llegara el festín, Taura amontonó las almohadas y se sentó en la cama; le miró con un brillo soñador en sus ojos dorados.
—¿Recuerdas la primera vez que me diste de comer?
—Sí. En los calabozos reales. Aquella repelente barra de ración seca.
—Mejor barras de ración que ratas crudas, déjame que te lo diga.
—Ahora puedo hacerlo mejor.
—Y cómo.
Cuando se rescataba a la gente, tenía que quedarse rescatada. ¿No era ése el trato?
Y entonces viviremos felices para siempre jamás, ¿no? Hasta que muramos
. Pero con aquella amenaza de la licencia médica gravitando sobre su cabeza, ¿estaba tan seguro de que sería Taura quien partiría primero? Tal vez sería el almirante Naismith después de todo…
—Fue uno de mis primeros rescates personales. Sigue siendo uno de los mejores, a su modo.
—¿Fue amor a primera vista, para ti?
—Mm… en realidad no. Más bien terror a primera vista. En enamorarme tardé, oh, una hora o así.
—A mí también. No empecé de verdad a enamorarme seriamente de ti hasta que volviste a por mí.
—Sabes que… eso no empezó exactamente como una misión de rescate.
Era una forma de expresarlo: lo habían contratado para «eliminar el experimento».
—Pero lo convertiste en una. Es lo que más te gusta, creo. Siempre pareces especialmente contento cuando estás dirigiendo un rescate, no importa lo difíciles que se pongan las cosas.
—No todas las recompensas de mi trabajo son financieras. No lo niego, es un impulso emocional sacar a alguien desesperado de un agujero muy, muy profundo. Especialmente cuando nadie más cree que pueda hacerse. Me encanta alardear, y el público lo aprecia siempre mucho. Bueno, tal vez Vorberg no.
—A veces me pregunto si eres como ese tipo barrayarés del que me hablaste, que iba regalando a todo el mundo patés de hígado por Feria de Invierno porque a él le encantaban. Y siempre le frustraba que nadie le regalara a él ninguno.
—No necesito que me rescaten. Habitualmente. —La incursión del año anterior en Jackson's Whole había sido una memorable excepción. Y le había valido una laguna de memoria de tres meses.
—Mm, no hablo del rescate, exactamente. Sino de sus consecuencias. La libertad. Regalas libertad cada vez que puedes. ¿Es porque se trata de algo que tú mismo quieres?
¿Y no puedo tener?
—No. Es la descarga de adrenalina lo que busco.
Llegó su cena, en dos carritos. Miles despidió en la puerta al camarero humano, y Taura y él se lanzaron a un frenesí doméstico para prepararlo todo. El camarote era tan espacioso que no tenía mesa plegable, sino una permanentemente clavada a la cubierta. Miles picoteó, y contempló a Taura comer. Darle de comer siempre le hacía sentirse extrañamente feliz por dentro. Era un espectáculo impresionante.
—No te dejes esos trocitos de queso frito con salsa picante —señaló—. Estoy seguro de que tienen montones de calorías.
—Gracias.
Continuaron en un agradable silencio, roto solamente por el firme masticar —¿Satisfecha? —preguntó Miles.
Ella tragó un bocado de un pastel delicioso en forma de estrella.
—Oh, sí.
Él sonrió. Decidió que Taura tenía talento para la felicidad, puesto que vivía el presente tan cuidadosamente. ¿Se posaba alguna vez sobre sus hombros, como un cuervo carroñero, su conocimiento de la muerte…?
Sí, claro que sí. Pero no perdamos el ánimo
.
—¿Te importó cuando descubriste el año pasado que yo era Lord Vorkosigan? ¿Que el almirante Naismith no era real?
Ella se encogió de hombros.
—Me pareció bien. Siempre pensé que debías ser alguna especie de príncipe disfrazado.
—¡Eso sí que no! —Rió él.
Dios me salve del Imperio, amén
. O tal vez estaba mintiendo ahora, en vez de entonces. Tal vez el almirante Naismith era el real, y se ponía la máscara de Lord Vorkosigan. El llano acento betano surgía con naturalidad de su lengua. Los sonidos guturales barrayareses de Lord Vorkosigan requerían de él un esfuerzo consciente cada vez mayor. Era tan fácil convertirse en Naismith… tan doloroso hacerlo en Vorkosigan…
»En realidad —recogió el hilo de su anterior conversación, confiando en que ella lo seguiría—, la libertad no es exactamente lo que quiero. No en el sentido de carecer de rumbo o, o… de ocupación —sobre todo de ocupación—. No es tiempo libre lo que quiero, salvando el momento presente —añadió apresuradamente. Ella asintió, animándolo—. Quiero… mi destino, supongo. Desarrollarme todo cuanto pueda.
De ahí la invención del almirante Naismith: para dar cabida a todas aquellas partes de sí mismo para las que no había espacio en Barrayar.
Dios sabía que había pensado en ello un centenar de veces. Había pensado en abandonar a Vorkosigan para siempre y pasar a ser sólo Naismith. Librarse de los grilletes financieros y patrióticos de SegImp, volverse un renegado, ganarse la vida en la galaxia con la Flota Mercenaria de los Dendarii Libres. Pero aquél era un viaje sin retorno. El hecho de que un Lord Vor poseyera una fuerza militar privada era alta traición, totalmente ilegal, un crimen capital. Nunca podría volver a casa si tomaba ese camino.
Por encima de todo, no podía hacerle eso a su padre. «El-conde-mi-padre», un nombre pronunciado de un tirón. No mientras el viejo viviera y tuviera tantas antiguas esperanzas barrayaresas puestas sobre su hijo. Miles no estaba seguro de cómo reaccionaría su madre, betana hasta el tuétano incluso después de haber vivido todos aquellos años en Barrayar. No pondría ninguna objeción en principio, pero no apreciaba precisamente a los militares. Tampoco los despreciaba; sólo dejaba clara su opinión de que los seres humanos inteligentes podían dedicar la vida a cosas mejores. Y cuando su padre muriera… Miles sería conde Vorkosigan, con un Distrito, y un voto importante en el Consejo de los Condes, y mil deberes que cumplir a diario…
Vive, padre. Vive mucho tiempo
.