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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (30 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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—Sí —susurra Roberta, asustada y con los ojos muy abiertos.

—Perdona que haya gritado tu nombre —dice Justin en voz tan baja como puede. —Roberta dulcifica su expresión y los hombros se le relajan un poco—. ¿De dónde has sacado esta cesta? —Se la muestra.

—De recepción. Volvía de tomar un café y Charlie me ha pedido que te la llevara. ¿Ocurre algo malo?

—Charlie —dice Justin con expresión reconcentrada—. ¿Está en la entrada de sir Paul Getty?

Roberta asiente.

—Ajá, gracias, Roberta, perdona que haya gritado.

Sale disparado hacia el ala Este, en una confusa combinación de carrera y marcha atlética fruto del enfrentamiento entre el temerario y el hombre recto, con la cesta balanceándose en su mano.

—¿Ya has terminado por hoy, Caperucita? —Oye una risa ronca que proviene de un costado.

Justin detiene su carrera y da media vuelta para enfrentarse a Charlie, un guardia de seguridad que mide dos metros.

—Huy, abuelita, qué cara tan fea tienes —contesta con sorna.

—¿Qué quieres?

—Quería saber quién te ha entregado esta cesta.

—Un repartidor de… —Charlie va hasta su pequeño escritorio, hojea unos papeles y coge una tablilla—. Harrods. Zhang Wei —lee—. ¿Porqué? ¿No están buenos los muffins?

Se frota los dientes con la lengua y carraspea. Justin entorna los ojos.

—¿Cómo sabes que eran muffins?

Charlie evita su mirada.

—Tenía que comprobarlo, ¿no? Esto es la National Gallery. No puedo aceptar un paquete sin saber qué lleva dentro.

Justin estudia al guardia, que se ha sonrojado. Repara en las migas que tiene pegadas en las grietas de las comisuras de la boca y el ligero rastro que han dejado en su uniforme. Quita la tela a cuadros de la cesta y cuenta. Once muffins.

—¿No te parece raro enviar once muffins a alguien? —pregunta.

—¿Raro? —Mira hacia otra parte y los pies no le paran quietos—. No lo sé, amigo. No le he enviado muffins a nadie en mi vida.

—¿No sería más lógico enviar una docena?

Encoge los hombros, se retuerce las manos, observa a cuantas personas entran en la galería con más detenimiento que de costumbre. Su lenguaje corporal deja claro que la conversación ha terminado.

Justin saca el móvil mientras sale a Trafalgar Square.

—¿Diga?

—Bea, soy papá —dice al teléfono.

—No hablo contigo.

—¿Por qué?

—Peter me ha contado lo que le dijiste anoche en el ballet —le espeta su hija.

—¿Qué hice?

—Te pasaste toda la noche interrogándole sobre sus intenciones.

—Soy tu padre, es mi trabajo.

—No, lo que hiciste es el trabajo de la Gestapo —replica echando chispas—. No pienso hablarte hasta que te disculpes con él.

—¿Disculparme? —Se ríe—. ¿De qué? Sólo indagué un poco en su pasado con vistas a determinar sus planes.

—¿Planes? ¡Peter no tiene planes!

—Vale, le hice unas cuantas preguntas, ¿y qué? Bea, no es lo bastante bueno para ti.

—No, lo que pasa es que no es lo bastante bueno para ti. En fin, no me importa lo que pienses de él, soy yo quien se supone que debe ser feliz.

—Se gana la vida recogiendo fresas.

—¡Es consultor de tecnologías de la información!

—Entonces, ¿quién recoge fresas? —«Alguien recoge fresas»—. Escucha, cariño, ya sabes lo que pienso de los consultores. Si son tan buenos en algo, ¿por qué no lo hacen ellos mismos en lugar de ganar dinero explicándoselo a la gente?

—Tú eres profesor, conservador, crítico, qué sé yo. Si sabes tanto, ¿por qué no levantas un edificio o pintas un maldito cuadro tú mismo? —brama Bea—. ¡En vez de ir fanfarroneando por ahí de lo mucho que sabes sobre ellos!

«Hum.»

—Cariño, no perdamos el control.

—No, eres tú quien ha perdido el control. Te disculparás con Peter y, si no lo haces, no contestaré a tus llamadas y ya puedes ir arreglándotelas con tus pequeños dramas tú solito.

—Espera, espera, espera. Sólo una pregunta.

—Papá, no voy…

—¿Me has enviado una cesta con una docena de muffins? —le suelta de un tirón.

—¿Qué? ¡No!

—¿No?

—¡Nada de muffins! Ni conversaciones, ni nada de nada…

—Vamos, vamos, cariño, no es preciso usar dobles negativas.

No tendré más contacto contigo hasta que te disculpes —concluye.

—De acuerdo —suspira Justin—. Lo siento.

—Conmigo no. Con Peter.

—De acuerdo, pero ¿eso significa que no me recogerás la ropa del tinte mañana cuando vengas a casa? Ya sabes dónde está, justo al lado de la estación del metro…

Se corta la comunicación. Justin mira el teléfono confundido.

«¿Mi propia hija me cuelga el teléfono? Ya sabía yo que este Peter traería problemas.»

Piensa de nuevo en los muffins y vuelve a marcar, carraspeando para aclararse la voz.

—Diga.

—Jennifer, soy Justin.

—Dime, Justin. —Su voz es glacial. Antes era cálida como la miel. No, como caramelo caliente. Solía subir una octava tras otra cuando oía su nombre, igual que la música de piano que lo despertaba los domingos por la mañana cuando ella tocaba en el invernadero. ¿Y ahora?

Escucha el silencio del otro extremo de la línea.

Hielo.

—Sólo llamo para saber si me has enviado una cesta de muffins —dice finalmente.

En cuanto lo dice se da cuenta de lo ridícula que es esa llamada. Está claro que ella no le ha enviado nada. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Cómo dices? —pregunta su ex mujer.

—Hoy he recibido una cesta de muffins en mi despacho junto con una nota de agradecimiento, pero la nota no revelaba la identidad del remitente. Me preguntaba si serías tú.

Ahora la voz de Jennifer suena divertida. No, divertida no, burlona:

—¿Qué tendría yo que agradecerte, Justin?

Es una pregunta simple, pero conociéndola como la conoce, tiene implicaciones que van mucho más allá de las palabras, de modo que Justin da un salto y pica el cebo. El anzuelo le atraviesa el labio y reaparece el Justin amargado, la voz a la que acabó acostumbrándose durante la ruptura de su… bueno, durante su ruptura. Jennifer lo tiene bien cogido y va enrollando sedal.

—Oh, no lo sé —dice—, veinte años de matrimonio, tal vez. Una hija. Una buena vida. Un techo sobre tu cabeza. —Le consta que es una afirmación estúpida; que antes de él, después de él e incluso sin él, siempre tuvo y tendrá un techo, como mínimo, sobre la cabeza, pero le sale a chorros y no puede ni quiere parar, pues él lleva razón y ella se equivoca, y la rabia le aguijonea a cada palabra, como un jockey fustigando a su caballo cuando se aproxima la meta—. Viajes por todo el mundo. —¡Fustazo!—. Ropa, ropa y más ropa. —¡Fustazo!—. Una cocina nueva que no necesitábamos, un invernadero, por Dios… —Y sigue así un rato, como un hombre del siglo
XIX
que hubiese mantenido a su esposa dándole una vida regalada que de otro modo no habría tenido, pasando por alto el hecho de que ella se había ganado bien la vida por su cuenta, tocando en una orquesta que viajaba por el mundo, haciendo varios viajes en los que él la había acompañado.

Al principio de su vida de casados no tuvieron más remedio que vivir en casa de la madre de Justin. Eran jóvenes y tenían una hija que criar —la razón de su apresurado casamiento— y, mientras Justin iba a la universidad durante el día, hacía de camarero en un bar por la noche y trabajaba en un museo de arte los fines de semana, Jennifer ganaba dinero tocando el piano en un restaurante de postín de Chicago. Los fines de semana, llegaba a casa de madrugada con dolor de espalda y tendinitis en el dedo corazón, pero todo eso se le había ido de la mente cuando ella había echado el sedal con aquella pregunta aparentemente inocente. Ella sabía que Justin reaccionaría con aquella invectiva y él engulle, engulle, engulle, mastica el cebo que le llena la boca. Por fin, agotadas las cosas que han hecho juntos durante los últimos veinte años, y perdido el ímpetu, se calla.

Jennifer guarda silencio.

—¿Jennifer?

—Sí, Justin. —Glacial.

Justin suspira agotado.

—¿Y bien? ¿Has sido tú?

—Habrá sido una de tus otras mujeres, porque desde luego yo no he sido.

Se corta la comunicación.

La sangre le bulle de ira. Otras mujeres. ¡Otras mujeres! Una aventura cuando tenía veinte años, un revolcón a oscuras con Mary-Beth Dursoa en la universidad, antes de casarse con Jennifer, y arremete contra él como si fuese Don Juan. Hasta había puesto en su dormitorio una reproducción de
La muerte de Procris
de Piero di Cosimo, que Jennifer siempre había detestado pero que él esperaba que le enviara mensajes subliminales. En el cuadro hay una joven semidesnuda que a primera vista parece dormida pero que, cuando se mira con detenimiento, tiene sangre manando de una herida en el cuello. Un sátiro la llora. La interpretación que hace Justin del cuadro es que la mujer, desconfiando de la fidelidad de su marido, le siguió al bosque. Él estaba cazando, no descarriándose como ella suponía, y tiró contra ella por accidente, pensando que lo que se movía entre los árboles era un animal. A veces, en los momentos más oscuros con Jennifer, cuando su odio se encendía durante sus más duras discusiones, con la garganta enrojecida de gritar, los ojos escociendo de llorar, el corazón partido de dolor, la cabeza palpitando de tanto analizar, Justin estudiaba el cuadro y envidiaba al sátiro.

Echando chispas, baja a toda prisa la escalinata norte de la plaza, se sienta en una de las fuentes, deja la cesta a sus pies y le hinca el diente a un muffin, zampándoselo tan deprisa que apenas le da tiempo a notar su sabor. Las migas que caen a sus pies atraen a una bandada de palomas cuyos ojos redondos y brillantes como cuentas reflejan una osada determinación. Va a coger otro muffin, pero las palomas se abalanzan con gran entusiasmo sobre la cesta y picotean su contenido con glotonería. Alarmado por el ímpetu de los picotazos, contempla cómo toda la bandada acude al banquete, aterrizando como cazas de combate. Temeroso de los misiles que puedan lanzar las que dan vueltas sobre su cabeza en vuelo rasante, coge la cesta y las espanta antes de marcharse.

Al entrar en su casa, deja la puerta abierta y Doris lo saluda de inmediato con una muestra de colores en la mano.

—Bien, ya he reducido bastante las opciones —comienza, plantándole la muestra delante de la cara. Cada una de sus largas uñas pintadas de leopardo lleva incrustado un diamante de bisutería; lleva puesto un mono de piel de serpiente y sus pies se tambalean peligrosamente sobre unos zapatos de charol de tacón de aguja sujetos a los tobillos. La impresionante melena roja rizada, los ojos de gata con la raya del delineador negro subiéndole desde los rabillos y los labios pintados a juego con el pelo le recuerdan a Ronald McDonald—. Grosella espinosa, bosque celta, bruma inglesa y perla de bosque, todos ellos tonos serenos, quedarían muy bien en esta habitación. O seta silvestre, bienestar nómada y sultana sazonada. El caramelo capuchino es uno de mis preferidos pero no creo que pegue al lado de esa cortina, ¿qué opinas?

Agita la muestra delante de su cara haciéndole cosquillas en la nariz, y el hormigueo es tan intenso que Justin tiene que contenerse para no estallar. No reacciona, sino que inhala profundamente y cuenta en silencio hasta diez. Pero, como eso no da resultado y ella sigue enumerando colores de pintura, prosigue hasta veinte.

—¿Hola? ¿Justin? —Doris chasquea los dedos delante de sus ojos—. ¿Ho… la?

—Quizá deberías darle un respiro a Justin, Doris. Parece cansado —dice Al, que está sentado en el sillón bebiéndose un botellín y le dirige una mirada nerviosa a su hermano.

—Pero…

—Trae tu trasero de sultana sazonada hasta aquí —bromea Al, y Doris finge que se escandaliza.

—Vale, sólo una cosita más. A Bea le encantará que le pinte el dormitorio de encaje marfil. Y a Petey también. Imagínate qué romántico será para…

—¡Basta! —grita Justin a pleno pulmón. Lo último que quiere oír es el nombre de su hija y la palabra «romántico» en una misma frase.

Doris da un respingo y se calla de inmediato, llevándose la mano al pecho. Se hace un denso silencio.

Justin suspira profundamente y procura hablar con toda la serenidad que puede:

—Doris, basta de este rollo. Basta de chocolate capuchino…

—Caramelo —interrumpe Doris, pero enseguida se vuelve a callar.

—Lo que sea. Esto es una casa victoriana del siglo
XIX
, no una señora maquillada de un episodio de
La casa de tu vida
. —Intenta reprimir su sentimiento de ultraje por el edificio—. Si hubieses mencionado chocolate capuchino…

—Caramelo —susurra Doris.

—¡Lo que sea! A cualquiera en esa época, ¡te habrían quemado en la hoguera! —Doris suelta un chillido ofendida—. Este piso necesita sofisticación, investigación, mobiliario de época, colores de época, no una habitación que parezca el menú de la cena de Al.

—¡Oye! —se queja Al.

Justin suspira hondo y agrega con amabilidad:

—Creo que requiere que otra persona haga el trabajo. A lo mejor es más complicado de lo que creías, pero agradezco tu ayuda, de verdad. Por favor, dime que lo entiendes.

Doris asiente despacio y Justin suelta un suspiro de alivio.

De repente la muestra sale volando a través de la sala y Doris estalla:

—¡Cabrón pretencioso de mierda!

—¡Doris! —Al se levanta de un salto del sillón, o al menos pone mucha voluntad en el intento.

Justin comienza a retroceder al ver que Doris se dirige hecha una furia hacia él, señalándolo con una brillante uña pintada de animal que parece un arma.

—Ahora atiende, estúpido hombrecito —le espeta la mujer—. Me he pasado las dos últimas semanas investigando esta basura de sótano en unas bibliotecas y lugares que ni siquiera creerías que existen. He estado en oscuras y lúgubres mazmorras donde las personas huelen a… cosas viejas. —Se le abren las ventanas de la nariz y adopta una amenazante voz grave—: He comprado cada folleto de pintura decorativa victoriana que ha caído en mis manos y he aplicado los colores ciñéndome a las reglas que usaban a finales del siglo
XIX
. Le he dado la mano a personas con las que preferirías no tener que tratar, he visto partes de Londres que preferiría no haber visitado. He consultado libros tan antiguos que los ácaros eran lo bastante grandes como para traérmelos de los estantes. He combinado los colores Dulux de la manera más parecida posible a como lo hacían en tu maldito periodo histórico. He estado en tiendas de segunda mano, de tercera mano y hasta de antigüedades y he visto muebles en un estado tan cochambroso que casi monto una casa de la caridad. He visto insectos arrastrándose por mesas de comedor y me he sentado en sillas tan desvencijadas que aún olían a la peste negra. He lijado tanto pino que tengo astillas en sitios que preferirías no ver. ¿Estamos? —Doris le pincha el pecho con la uña-daga para subrayar cada palabra y acaba arrinconándolo contra la pared—. Así que no me digas que esto me viene grande.

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