Yo también sonrío al recordarlo.
—¡Foto! —grita alguien en el bar.
—Papá, vayámonos de aquí —susurro mientras Bea está distraída con el revuelo.
—Vale, cielo, en cuanto termine esta jarra…
—¡No! ¡Ahora! —siseo.
—¡Foto de grupo! —anuncia Bea, cogiendo del brazo a papá.
—¡Vaya! —dice éste complacido.
—No, no, no, no, no, no… —Trato de sonreír pese al pánico—. Tenemos que irnos enseguida, de verdad.
—Sólo una foto, Gracie —insiste ella sonriendo—. Tiene que salir la señorita responsable de tan bonitos vestidos.
—No, yo no soy…
—Supervisora de vestuario —se corrige Bea disculpándose.
Al oír esto, una mujer que está al otro lado del grupo me mira horrorizada. Papá se echa a reír. Estoy muy tiesa al lado de Bea, que me rodea con un brazo y con el otro rodea a su madre.
—¡Todos a decir Tchaikovsky! —grita papá.
—¡Tchaikovsky! —repiten todos, y ríen.
Pongo los ojos en blanco.
Nada más disparar el flash de la cámara, Justin entra en el bar.
El grupo se disuelve y, aprovechando los instantes de confusión, agarro a papá antes de echar a correr.
De regreso en la habitación del hotel, es hora de apagar la luz para papá, que se mete en la cama con su pijama de cachemira marrón, y para mí, que hacía siglos que no me acostaba vestida con tanta ropa.
La habitación está a oscuras, sumida en la negrura salvo por los dígitos rojos intermitentes que dan la hora en el panel del televisor. Tendida boca arriba, intento procesar los acontecimientos del día. Una vez más, mi cuerpo se convierte en un tambor zulú al intensificarse los latidos de mi corazón; siento las palpitaciones en el cuello y los oídos como si fuera el muelle del colchón, como si unos puños golpearan dentro del tórax para salir. Contemplo la puerta de la habitación previendo la llegada de una tribu africana, lista para ponerme a patear el suelo con ellos junto a la cama.
¿Cuál es el motivo de estos tambores de guerra interiores? Una y otra vez, mi mente tropieza con la metedura de pata que Bea ha soltado hace apenas unas horas. Las palabras salieron de su boca como un címbalo que cayera de una batería. Desde entonces ha rodado por el suelo y ahora por fin cae plano contra el suelo con un estrépito, poniendo fin a mi orquesta africana: la revelación de que el padre de Bea, Justin, donó sangre hace un mes en Dublín, justo cuando me caí por la escalera y mi vida cambió para siempre. ¿Coincidencia? Un rotundo sí. ¿Algo más? Una endeble posibilidad. Una esperanzada posibilidad.
Aunque, ¿desde cuándo una coincidencia es una coincidencia? Y ¿cuándo debería verse como algo más, si es que en verdad hay que hacerlo? ¿En un momento como éste? ¿Cuando estoy perdida y desesperada, llorando a un niño que no llegó a nacer y curándome las heridas de una ruptura matrimonial? Lo que antes estaba claro se ha vuelto confuso y lo que consideraba extraño ha devenido una posibilidad.
Es en momentos difíciles como éstos cuando las personas ven claro, aunque los demás las observan con preocupación y procuran convencerlas de que no puede ser así. Si la mente está cansada es precisamente porque carga con todas sus nuevas ideas. Cuando aquellos que superan sus problemas y al llegar al otro lado de súbito abrazan sus nuevas creencias sin reservas, los demás los contemplan con cinismo. ¿Por qué? Porque cuando tienes problemas buscas respuestas con más ahínco que quienes no los tienen, y son estas respuestas las que te ayudan a seguir adelante.
Esa transfusión de sangre, ¿es la respuesta o simplemente una respuesta que ando buscando? Por lo general, las respuestas se presentan por sí mismas, no están escondidas debajo de las piedras ni camufladas entre los árboles. Las respuestas están justo ahí, delante de tus ojos. Pero si no tienes un motivo para buscarlas, lo más probable es que nunca las encuentres.
Así pues, puede que haya encontrado la explicación a la repentina aparición de recuerdos ajenos, la razón de tan profunda conexión con Justin. ¿Es ésta la respuesta que mi corazón rabia por comprender? No para de dar saltos en mi mente, tratando de llamarme la atención, intentando alertarme de un problema. Inspiro lentamente por la nariz y exhalo, cierro los ojos suavemente y apoyo las manos en el pecho, sintiendo el pum-pum que resuena en mi interior. Es hora de ir más despacio, hora de encontrar respuestas.
Doy por sentado lo extraño sólo un momento, como hace la gente con problemas: si en efecto me dieron sangre de Justin durante la transfusión, ahora el corazón está bombeando esa sangre por todo mi cuerpo. Parte de la sangre que antes corría por sus venas, manteniéndolo vivo, ahora corre por las mías, manteniéndome viva a mí. Algo que salió de su corazón, que le hacía ser quien es, ahora es parte de mí.
Al principio me estremece la idea, se me pone la piel de gallina, pero al pensarlo mejor, me acurruco en la cama y me abrazo el cuerpo. ¿Es ésta la razón de mi conexión con él? ¿Que al pasar de sus canales a los míos me permitió sintonizar con su frecuencia y experimentar sus recuerdos y pasiones personales?
Suspiro cansada, pues sé que en mi vida ya nada tiene sentido, y no sólo desde el día que me caí por la escalera. Llevaba bastante tiempo cayendo antes de eso. Ese día… ése fue el día en que aterricé. El primer día del resto de mi vida y, muy probablemente, gracias a Justin Hitchcock.
He tenido un día muy largo. El follón en el aeropuerto, el
Antiques Roadshow
y finalmente la metedura de pata en la Royal Opera House. Un tsunami de emociones me ha estado arrollando durante veinticuatro horas. Ahora sonrío al recordar la sucesión de acontecimientos, los preciados momentos con papá, desde el desayuno en su cocina a la mini-aventura en Londres. Sonrío de oreja a oreja al techo que tengo encima y doy las gracias a lo que haya más allá del techo.
En la oscuridad, papá resuella como si le faltara el aire.
—¿Papá? —susurro—. ¿Estás bien?
El resuello suena más alto y se me hiela la sangre en las venas.
—¿Papá?
Entonces oigo un ronquido, seguido de una sonora carcajada.
—Michael Aspel —barbota entre risas—. Dios Santo, Gracie.
Suspiro aliviada y su risa va a más, le da tal ataque que casi no puede controlarlo. Río tontamente de oírle reír, él ríe con más ganas al oírme a mí, y viceversa. Una risa alimenta a la otra, los muelles del colchón chirrían por las sacudidas de mi cuerpo, y ambos reímos a carcajadas. Me vienen los recuerdos del paragüero, de salir en directo con Michael Aspel, el grupo gritando «¡Tchaikovsky!» ante la cámara, y la hilaridad va en aumento con cada escena rememorada.
—Ay, mi barriga —aúlla.
Me pongo de costado, sujetándome el vientre. Papá sigue resollando y se pone a dar golpes con la mano a la mesita de noche que separa nuestras camas. Intento parar, el dolor de barriga me preocupa, pero al mismo tiempo es hilarante. No puedo parar, y el agudo resuello de papá hace que aún ría más. Creo que nunca le había oído reír tanto y con tantas ganas. A contraluz del leve resplandor que entra por la ventana del otro lado de su cama, veo que levanta las piernas y patalea de regocijo como un crío.
—Oh. Caray. No… puedo… parar —dice.
Resollamos y aullamos y reímos, nos incorporamos, volvemos a tumbarnos, nos retorcemos en la cama e intentamos aguantar la respiración. Paramos un momento y probamos a recobrar la compostura, pero el ataque se adueña de nuestros cuerpos de nuevo y reímos, reímos, reímos a oscuras, de todo y de nada.
Entonces nos serenamos y se hace el silencio. Papá se tira un pedo y otra vez a reír.
Las lágrimas me resbalan de los ojos y me bajan por las mejillas hinchadas, que me duelen de tanto reír, y las aprieto con las manos para parar. Se me ocurre pensar en lo cercanas que están la alegría y la pena. Tan estrechamente ligadas, separadas por una línea muy fina, una divisoria como un hilo que en medio de las emociones tiembla, desdibujando el lindero entre territorios opuestos. El movimiento es minúsculo, como el de un hilo de telaraña que cimbrea por una gota de lluvia. Ahora mismo, en este momento de imparable risa que me hace daño en las mejillas y el vientre, revoleándome en la cama, con un nudo en el estómago y los músculos tensos, mi cuerpo se convulsiona y por consiguiente traspasa aunque sea un poco la frontera de la tristeza. Lágrimas de tristeza me corren por las mejillas mientras la barriga sigue convulsionándose y doliéndome de felicidad.
Pienso en Conor y yo; qué rápido se borra un instante de amor para dar pie a un instante de odio. Basta con un comentario para que todo cambie en el acto. Pienso en cómo el amor y la guerra se sostienen sobre los mismos cimientos. En cómo los momentos más oscuros, los momentos de más miedo, se convierten en los de más valentía si me enfrento a ellos. Cuando te sientes más débil que nunca terminas demostrando más fuerza, cuando estás en lo más bajo de repente subes más alto de lo que jamás has estado. Esos opuestos son colindantes y es muy fácil alterarlos. La desesperación puede alterarse por una simple sonrisa de un desconocido; la confianza puede convertirse en miedo por la llegada de una presencia molesta. Igual que el hijo de Kate vacilaba en la barra de equilibrios y en un instante su excitación se volvió dolor. Todo está al borde, siempre a ras de la superficie, una leve sacudida, un temblor, hace que las cosas caigan. Tan semejantes son entre sí los sentimientos.
Papá deja de reír tan bruscamente que me preocupo y enciendo la luz.
La negrura se ilumina al instante.
Me mira como si hubiese hecho algo malo y le diera miedo admitirlo. Se destapa y va al cuarto de baño arrastrando los pies, cogiendo su bolsa de viaje y chocando con todo por el camino, sin mirarme a los ojos. Qué rápido puede convertirse la comodidad en embarazo. De repente, en el mismo instante que llegas a un callejón sin salida, tus certezas cambian de golpe. Te das cuenta en menos de un segundo, un parpadeo.
Papá regresa a la cama con un pantalón de pijama distinto y una toalla bajo el brazo. Apago la luz y ambos guardamos silencio. La luz deviene oscuridad en un instante. Sigo mirando al techo, vuelvo a sentirme perdida cuando hace sólo un momento creía haberme encontrado. Las respuestas de hace apenas unos minutos vuelven a transformarse en preguntas.
—No puedo dormir, papá. —Mi voz suena infantil.
—Cierra los ojos y mira la oscuridad, cielo —responde adormilado. Él también parece treinta años más joven.
Poco después sus leves ronquidos se hacen más audibles. Vigilia… y luego sueño. Un velo cuelga entre los dos opuestos, una mera tela transparente que nos advierte o nos conforta. Ahora odias, pero miras a través de ese velo y ves la posibilidad de amar; ahora estás triste, pero miras al otro lado y ves felicidad. De la calma absoluta al desorden total; sucede muy aprisa, en un abrir y cerrar de ojos.
—Muy bien, hoy os he convocado aquí porque…
—Alguien ha muerto.
—No, Kate —suspiro.
—Bueno, es lo que parece… ¡Ay! —exclama, seguramente porque Frankie le ha dado un pellizco por su falta de tacto.
—¿Qué, ya estáis cansados de ir en autobuses rojos? —pregunta Frankie.
Estoy sentada al escritorio de la habitación del hotel, hablando por teléfono con las chicas, que están en casa de Kate apiñadas en torno al teléfono con el altavoz conectado. He pasado la mañana visitando Londres con papá, sacándole fotos en poses forzadas delante de cualquier cosa que pareciera inglesa: autobuses rojos, buzones, caballos de la policía, pubs, Buckingham Palace y un travestí que no se ha enterado de nada, ya que papá estaba entusiasmado de ver a «uno de verdad» y que no tenía nada que ver con el párroco del pueblo que perdió la cabeza y vagaba por las calles con un vestido de mujer en su Cavan natal cuando él era joven.
Mientras hablo, él está tumbado en la cama viendo una reposición de
Strictly Come Dancing
, tomándose un brandy y chupando unas Pringles que tira a la papelera tras lamer la pasta de cebolla y nata agria.
—¡Bonito! —grita al televisor, respondiendo al eslogan de Bruce Forsyth.
He llamado a mis amigas para contarles las últimas noticias o quizá para pedir socorro y suplicarles que me ayuden a conservar la cordura. Quizá sea pedir demasiado, pero una chica tiene derecho a soñar. Ahora están las dos en casa de Kate pegadas al teléfono.
—Uno de tus hijos me ha vomitado encima —dice Frankie—. Tu hijo acaba de vomitarme encima.
—Bah, eso no es vómito, sólo un poco de baba —le contesta Kate.
—No, baba es esto…
Silencio.
—Frankie, eres asquerosa.
—Eh, chicas, chicas —las llamo—, ¿podéis parar por una vez?
—Pedona, Joyce, pero no puedo seguir conversando hasta que el mocoso haya salido de aquí —dice Frankie—. Va gateando por ahí, mordiéndolo todo, trepando donde puede, babeando sin parar. Es imposible concentrarse. ¿No puede encargarse Christian?
Procuro no reír.
—No llames mocoso a mi hijo —le espeta Kate—. Y no, Christian está ocupado.
—Está viendo el fútbol.
—No le gusta que le molesten, y menos por ti.
—Bueno, tú también estás ocupada. ¿Cómo hago para que venga?
Otro silencio.
—Ven aquí, renacuajo —dice Frankie más bien nerviosa.
—Se llama Sam. Eres su madrina, por si lo habías olvidado.
—No, eso no lo he olvidado. Sólo su nombre. —Tensa la voz, como si estuviera levantando pesas—. Caray, ¿qué le das de comer?
Sam se pone a chillar y Frankie le contesta resoplando.
—Frankie, dámelo a mí —dice Kate—. Se lo llevaré a Christian.
—Muy bien, Joyce —comienza Frankie en ausencia de Kate—, he hecho unas indagaciones partiendo de la información que me diste ayer y he traído unos papeles, espera un momento. —Oigo ruido de papeles.
—¿De qué va todo esto? —pregunta Kate a su regreso.
—Va de que Joyce se está metiendo en la mente del americano y, por consiguiente, adueñándose de sus recuerdos, aptitudes e inteligencia —explica Frankie.
—¿Qué?
—He averiguado que se llama Justin Hitchcock —les digo.
—¿Cómo? —pregunta Kate.
—El apellido salía en la biografía de su hija en el programa del ballet que vi anoche y el nombre de pila… bueno, lo oí en un sueño.
Silencio. Pongo los ojos en blanco y me las imagino mirándose entre sí.