Recuerdos prestados (12 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

BOOK: Recuerdos prestados
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—¿Te pone muy cachondo esa chica?

El vocabulario de su hermano casi cuarentón nunca deja de asombrar a Justin.

—¿«Me pone muy cachondo esa chica»? —repite, divertido y confundido a la vez.

«Buena pregunta. Realmente no, pero me hace compañía. ¿Es una respuesta aceptable?»

—¿Te ligó con lo de «Quiero tu sangre»? —Al ríe entre dientes.

—Caray, aquello fue muy raro —declara Justin—. Además resulta que Sarah es una vampiresa de Transilvania. Hagamos una hora de gimnasia —dice cambiando de tema—. Dudo mucho de que «descansar» vaya a hacerte ningún bien. Para empezar, es lo que te ha hecho acabar como estás.

—¿Una hora? —Al por poco explota—. ¿Qué has planeado hacer en tu cita, ir de escalada?

—Sólo es un almuerzo.

Su hermano pone los ojos en blanco.

—¿Qué, tienes que perseguir y matar a tu comida? Además, cuando mañana te levantes de la cama después de tu primera sesión de gimnasia en un año, no podrás ni caminar, así que de follar ni te cuento.

Al despertarme oigo ruido de cazos y sartenes que llegan de abajo. Al principio creo que estoy en mi dormitorio, en mi casa, y tardo un momento en recordar. Y entonces lo recuerdo todo otra vez. Mi píldora matutina, como siempre, difícil de tragar. No estoy segura de qué perspectiva prefiero, los momentos de olvido son una bendición.

Entre los pensamientos que daban vueltas en mi cabeza y el ruido de la cisterna a cada hora después de las visitas de papá al baño, anoche no dormí bien. Cuando por fin se durmió, sus ronquidos retumbaban en toda la casa.

Pese a las interrupciones, mis sueños siguen vividos en mi mente. Dan la sensación de ser reales, como recuerdos, aunque ¿quién sabe cuán reales son éstos, con todos los cambios que introduce la mente? Recuerdo que estaba en un parque, aunque creo que no era yo. Daba vueltas a una niña muy rubia que sostenía con los brazos mientras una mujer pelirroja nos miraba sonriente con una cámara en la mano. En el parque había muchas flores de colores y teníamos una cesta de picnic… Intento recordar la canción que he estado oyendo toda la noche, pero no lo consigo. En cambio oigo a papá cantando abajo
El viejo triángulo
[7]
una vieja canción irlandesa que ha cantado en todas las fiestas de mi vida y seguramente en la mayoría de las suyas también. Se ponía de pie con los ojos cerrados y una jarra de cerveza en la mano, la pura imagen de la dicha, y cantaba la historia de cómo «se puso a tintinear el viejo triángulo».

Bajo las piernas de la cama y gimo al sentir un repentino dolor que comienza en las caderas, recorre los muslos y me baja hasta los músculos de las pantorrillas. Intento mover el resto del cuerpo, pero lo tengo paralizado por el dolor; los hombros, los bíceps, los tríceps, los músculos de la espalda y el torso. Me masajeo los músculos completamente confundida y tomo nota mental de ir al médico, no vaya a ser que se trate de algo que deba preocuparme. Estoy segura de que es mi corazón, bien reclamando más atención, o tan lleno de dolor que ha necesitado irradiarlo al resto del cuerpo para aliviarse un poco. Cada punzada muscular es una extensión del dolor que llevo dentro, aunque un médico me dirá que se debe a que duermo en una cama que tiene la misma edad que yo, fabricada antes de que la gente reivindicara un buen soporte nocturno para la espalda como si de un derecho se tratara.

Me pongo una bata y, despacio, más tiesa que una tabla, bajo la escalera haciendo lo posible por no doblar las piernas.

El olor a humo vuelve a flotar en el aire y al pasar ante la mesa del recibidor reparo en que el retrato de mamá ha desaparecido otra vez de su lugar. Algo me empuja a abrir el cajón de la mesa y ahí está, guardado boca abajo. Las lágrimas me asoman a los ojos, me enfurece ver escondido algo tan valioso para mí. Siempre ha significado mucho más que una foto para nosotros; representa su presencia en la casa, orgullo del lugar que nos saluda cuando entramos de la calle o cuando bajamos la escalera. Respiro profundamente y decido no decir nada por el momento, suponiendo que papá tendrá sus razones, aunque no se me ocurre ninguna aceptable. Vuelvo a cerrar el cajón y dejo el retrato donde lo ha puesto papá, y al hacerlo tengo la sensación de estar enterrándola otra vez.

Cuando entro renqueando en la cocina me encuentro con un caos de aúpa. Hay cazos y sartenes por doquier, trapos, cáscaras de huevo y lo que parece el contenido de todos los armarios cubriendo las encimeras. Papá lleva un delantal con la imagen de una mujer en ropa interior roja y ligueros encima de su acostumbrado jersey, camisa y pantalón. Calza unas zapatillas del Manchester United en forma de grandes balones de fútbol.

—Buenos días, cielo. —Al verme se encarama en su pierna izquierda para darme un beso en la frente.

Caigo en la cuenta de que es la primera vez en años que alguien me prepara el desayuno, pero también de que es la primera vez que papá tiene a quien prepararle el desayuno. De repente, su canción, el desorden y el ruido de cazos y sartenes tienen todo el sentido del mundo. Está entusiasmado.

—¡Estoy haciendo gofres! —anuncia con acento americano.

—Vaya, qué bien.

—Eso es lo que dice el burro, ¿no?

—¿Qué burro?

—El de… —deja de remover lo que sea que haya en la sartén y cierra los ojos para pensar—, la historia con el hombre verde.

—¿El increíble Hulk?

—No.

—Ya. Pues no conozco a ningún otro hombre verde.

—Que sí, mujer, el de…

—¿El Brujo Malo del Oeste?

—¡No! ¡No salen burros en
El Mago de Oz
! Piensa en historias con burros.

—¿Es una narración bíblica?

—¿Había burros parlantes en la Biblia, Gracie? ¿Crees que Jesús comía gofres? Caray, lo entendimos todo mal: eran gofres lo que repartía en la cena para compartirlos con los muchachos, ¡no era pan, después de todo!

—Me llamo Joyce.

—No recuerdo a Jesús comiendo gofres, pero no importa, ya se lo preguntaré a la peña del Club de los Lunes. A lo mejor llevo toda la vida leyendo una Biblia equivocada. —Se ríe de su propia gracia.

Miro por encima de su hombro.

—Papá, ¡si no estás haciendo gofres!

Suspira exasperado.

—¿Acaso soy un burro? ¿Te parece que tengo aspecto de burro? Los burros comen gofres, yo preparo una buena fritada.

Observo cómo da vueltas a las salchichas, procurando que queden igual de doradas por todos los lados.

—Yo también tomaré salchichas —le digo.

—Pero si eres
vegetarianista
.

—Vegetariana. Y resulta que ya no lo soy.

—Claro que no, faltaría más. Sólo lo has sido desde que a los quince años viste aquel programa sobre las focas. Cuando mañana me levante me dirás que eres un hombre. Una vez lo vi en la tele. Una mujer, más o menos de tu misma edad, llevó a su marido a la tele para decirle en directo y con público que había decidido que quería cambiar…

Sin darle tiempo a continuar, le espeto de repente:

—El retrato de mamá no está en la mesa del recibidor.

Se queda inmóvil, una reacción de culpabilidad, y eso hace que me enfade un poco, como si me hubiese convencido a mí misma de que un misterioso movedor de fotografías nocturno había entrado en la casa para llevar a cabo esa vileza. Casi habría preferido que hubiese sido así.

—¿Por qué? —pregunto secamente.

Papá finge que está ocupado, haciendo ruido con los platos y cubiertos.

—¿Por qué qué? —responde—. ¿Por qué caminas así si puede saberse? —Mira con curiosidad mi manera de caminar.

—No lo sé —replico, y cruzo la cocina renqueando para sentarme a la mesa—. Igual me viene de familia.

—Ja, ja, ja —se rechifla y levanta los ojos al techo—, ¡mira qué espabilada! Anda, sé buena chica y pon la mesa.

No puedo evitar que me haga sonreír. De modo que pongo la mesa mientras papá prepara el desayuno y ambos renqueamos por la cocina fingiendo que todo es como siempre ha sido y siempre será. Un mundo sin fin.

13

—Dime, papá, ¿qué planes tienes para hoy? ¿Estás ocupado?

El tenedor con salchicha, huevo, panceta, pudin, setas y tomate se detiene a medio camino de la boca abierta de papá. Unos ojos divertidos me miran detenidamente por debajo de sus hirsutas y despeinadas cejas.

—¿Planes, dices? Bien, vamos a ver, Gracie, repasemos la agenda del día. Estaba pensando que, una vez que termine mi fritada dentro de unos quince minutos, me tomaría otra taza de té. Luego, mientras me tomo el té, quizá me siente en esta silla a la mesa, o quizás en la silla que ahora ocupas tú, el lugar exacto aún por determinar, como diría mi agenda. Entonces repasaré las respuestas del crucigrama de ayer para ver cuáles fueron correctas y después buscaré la respuesta a las incorrectas. Entonces haré el Sudoku, luego el autodefinido. Hoy toca buscar términos náuticos. Marinero, marítimo, navegación… sí, seré capaz de hacerlo, ya estoy viendo la palabra «embarcadero» en la primera línea. Luego recortaré mis cupones y todo esto me habrá mantenido la mar de entretenido la primera mitad de la mañana, Gracie. Después me figuro que tomaré otra taza de té para desconectar un poco y entonces comenzarán mis programas. Si quieres pedir una cita, habla con Maggie.

Por fin se mete el tenedor en la boca y un churrete de huevo le mancha el mentón, pero no se da cuenta y se queda ahí, provocándome más risas.

—¿Quién es Maggie? —pregunto.

Traga y sonríe, divertido consigo mismo.

—No sé por qué lo he dicho. —Reflexiona un instante y se echa a reír—. Había un tipo que era amigo mío en Cavan, te hablo de hace sesenta años, Brendan Brady, se llamaba. Cada vez que intentábamos quedar me decía —adopta una voz grave—: «Habla con Maggie», como si fuese alguien tremendamente importante. Si era su esposa o su secretaria, nunca llegué a saberlo. «Habla con Maggie» —repite—. Lo más probable es que Maggie fuese su madre. —Se ríe y sigue comiendo.

—O sea que, básicamente, según tu agenda, vas a hacer exactamente lo mismo que ayer.

—Ni hablar, no es lo mismo ni por asomo. —Hojea su guía de televisión y clava un dedo grasiento en la página de hoy, mira la hora en su reloj de pulsera y desliza el dedo por la página. Luego coge el rotulador y marca otro programa—. Ponen
Animal Hospital
en vez de
Antiques Roadshow
. No es exactamente lo mismo de ayer ni de lejos, ya verás. Hoy habrá perritos y conejos en vez de las teteras falsas de Betty. Igual la vemos intentando vender el perro de la familia por un puñado de chelines. Quizás acabes poniéndote ese bikini, Betty.

Sigue dibujando círculos alrededor de sus programas favoritos en la página de la guía, mojándose las comisuras con la lengua, tan concentrado como si estuviera iluminando un manuscrito.

—El
Libro de Kells
—suelto de sopetón, aunque últimamente ya no me extrañan estas cosas. Mis azarosas divagaciones se están convirtiendo en algo normal.

—¿Con qué sales ahora? —Papá deja el rotulador y sigue comiendo.

—Vayamos al centro a hacer el recorrido turístico de la ciudad. Podemos ir al Trinity College y ver el
Libro de Kells
.

Papá me mira fijamente y mastica. No sé qué está pensando. Seguramente lo mismo que yo.

—Quieres ir al Trinity College —dice—. La niña que jamás quiso poner un pie en ese sitio para estudiar o visitarlo conmigo y tu madre, de improviso, cuando menos te lo esperas, tiene ganas de ir. Vaya, ¿«de improviso» y «cuando menos te lo esperas» no significan lo mismo? No deberían ir juntos en una misma frase, Henry —se corrige.

—Pues sí, tengo ganas de ir. —De improviso, cuando menos me lo espero, tengo muchísimas ganas de ir al Trinity College.

—Si no te apetece ver
Animal Hospital
, no tienes más que decirlo. No hace falta que te largues pitando al centro. Hay una cosa que se llama cambiar de canal.

—Llevas razón, papá, y he estado haciéndolo un poco de un tiempo a esta parte.

—¿En serio? No me he dado cuenta, claro que entre que has roto tu matrimonio, que ya no eres vegetariana, que no dices ni pío sobre tu trabajo y que te has venido a vivir conmigo, es lógico que no me haya percatado. Ha habido mucha actividad últimamente, ¿cómo iba yo a saber si alguien había cambiado de canal o si había comenzado un programa nuevo?

—Necesito hacer algo nuevo —explico—. Tengo tiempo para Kate y Frankie pero en cuanto a los demás… Todavía no estoy preparada. Tenemos que cambiar la agenda, papá. Tengo el gran mando a distancia de la vida en mis manos y estoy lista para empezar a pulsar botones.

Papá me mira de hito de hito un momento y a modo de respuesta se mete una salchicha en la boca.

—Iremos en taxi al centro y cogeremos uno de esos autobuses turísticos, ¿qué te parece…? ¡Maggie! —grito ladeando la cabeza hacia atrás, sobresaltando a papá—. ¡Maggie, papá se viene conmigo al centro! Vamos a echar un vistazo por ahí. ¿De acuerdo? —Hago como que escucho una respuesta y miro a papá. Luego asiento y me pongo de pie—. Muy bien, papá, está decidido. Maggie dice que le parece bien que vayas al centro. Voy arriba a ver si me ducho y salimos en una hora como mucho. ¡Ja! Me ha salido un pareado.

Salgo renqueando de la cocina, dejando a mi perplejo padre con el churrete de huevo en la barbilla.

—Dudo de que Maggie dijera que sí a que me hagas caminar tan deprisa, Gracie —rezonga papá, intentando seguirme el ritmo mientras esquivamos peatones en Grafton Street.

—Perdona, papá.

Aflojo el paso y me cojo a su brazo. A pesar del calzado ortopédico sigue balanceándose y yo me balanceo con él. Aunque le operasen para igualarle la longitud de las piernas, me figuro que seguiría balanceándose, pues es algo muy arraigado en su persona.

—Papá, ¿alguna vez vas a llamarme Joyce?

—Pero ¿qué estás diciendo? Por supuesto, ¿no es tu nombre?

Le miro sorprendida.

—¿No eres consciente de que siempre me llamas Gracie?

Parece desconcertado pero no hace ningún comentario y sigue caminando. Arriba y abajo, arriba y abajo.

—Hoy te daré un billete de cinco cada vez que me llames Joyce —sonrío.

—Trato hecho, Joyce, Joyce, Joyce… Ay, cuánto te quiero, Joyce. —Ríe entre dientes—. ¡Ya me debes veinte! —Me da un codazo afectuoso y se pone serio—. No me daba cuenta de que te llamaba así, cielo. Haré lo que pueda.

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