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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (4 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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—¿Después de esto me daréis un KitKat? —pregunta.

Sarah ríe.

—Por supuesto.

—¿Y luego nos iremos de copas o sólo me estás utilizando por mi cuerpo?

—Tomar algo está bien, pero debo advertirte de que hoy no hagas nada extenuante. Tu cuerpo necesita recuperarse.

Justin alcanza a verle el sujetador de encaje.

«Ya, claro.»

Un cuarto de hora después, Justin mira su medio litro de sangre con orgullo. No quiere que vaya a parar a manos de un desconocido, casi desea llevarlo al hospital en persona, inspeccionar las salas y regalárselo a alguien que le importe de veras, alguien especial, pues se trata de lo primero que ha salido directamente de su corazón en mucho tiempo.

En el presente
5

Abro los ojos lentamente y una luz blanca los llena.

Poco a poco, los objetos se van enfocando y la luz blanca se desvanece. Ahora es de un rosa anaranjado. Muevo los ojos; estoy en un hospital. Hay un televisor en lo alto de la pared, puedo ver la pantalla verde. Enfoco mejor. Caballos saltando y corriendo. Papá debe de estar en la habitación. Bajo la vista y ahí está, dándome la espalda en una butaca. Golpea levemente los brazos del sillón con los puños, salta en el asiento con un crujir de muelles y su gorra de
tweed
aparece y desaparece detrás del respaldo.

La carrera de caballos es silenciosa. Él también. Le miro como si estuviera viendo una película muda. Me pregunto si son mis oídos los que me impiden oírle. De pronto se levanta de un salto del sillón, más deprisa de como le he visto moverse en mucho tiempo, y levanta el puño hacia el televisor animando en silencio a su caballo.

De pronto el televisor se apaga. Papá levanta las manos, mira al techo y ruega a Dios. Se mete las manos en los bolsillos, rebusca en su interior y tira de la tela hacia fuera. Están vacíos y cuelgan para que todo el mundo lo vea. Se palpa el pecho de arriba abajo buscando dinero, comprueba el bolsillo pequeño de su chaqueta de punto marrón y rezonga. Así que a mis oídos no les pasa nada.

Se vuelve para buscar a tientas en el abrigo, que está a mi lado, y cierro los ojos enseguida.

Todavía no estoy preparada. No me habrá pasado nada hasta que me lo digan. Lo de anoche seguirá siendo una pesadilla hasta que me digan que es verdad. Cuanto más tiempo mantenga los ojos cerrados, más durará todo como antes. La bendición de la ignorancia.

Le oigo rebuscar en el abrigo, el tintineo de dinero suelto y el sonido de las monedas al caer dentro del televisor. Me arriesgo a abrir los ojos y ahí está de nuevo en el sillón, la gorra saltando detrás del respaldo, dando puñetazos al aire.

La cortina a mi derecha está corrida, pero me consta que comparto habitación con más pacientes, no sé cuántos. No se oye nada. Falta aire en la habitación; está viciado y huele a sudor rancio. Las gigantescas ventanas que ocupan toda la pared a mi izquierda están cerradas. La luz es tan brillante que no veo el exterior. Dejo que los ojos se acostumbren y por fin puedo ver algo: una parada de autobús al otro lado de la calle. Una mujer espera junto a la parada con las bolsas de la compra a sus pies y un bebé apoyado en la cadera, las regordetas piernas desnudas agitándose al sol del veranillo de San Martín. Aparto la vista de inmediato. Papá me está mirando. Se ha asomado por un lado de la butaca, volviendo la cabeza hacia atrás, como un niño en su cuna.

—Hola, cielo —dice.

—Hola.

Tengo la sensación de haber estado mucho tiempo sin hablar y doy por sentado que tendré la voz ronca. Pero no es así. La voz me sale clara, se derrama como la miel. Como si no hubiese ocurrido nada. Pero es que no ha ocurrido nada. Todavía no. No hasta que me lo digan.

Apoyando ambas manos en los brazos de la butaca, papá se levanta despacio. Como un balancín, se acerca a un lado de la cama. Arriba y abajo, arriba y abajo. Nació con las piernas de distinta longitud, la izquierda más larga que la derecha. A pesar de los zapatos especiales que le dieron años después sigue tambaleándose, tiene ese movimiento inculcado desde que aprendió a caminar. Detesta ponerse esos zapatos y, pese a nuestras advertencias y a sus dolores de espalda, siempre vuelve a lo que conoce.

O sea que estoy acostumbrada a ver su cuerpo subir y bajar, subir y bajar. Recuerdo cuando de niña le cogía de la mano y salíamos a pasear. Mi brazo se movía en perfecta sincronía con él. Tiraba de mí hacia arriba al dar un paso con la pierna derecha y me empujaba hacia abajo al darlo con la izquierda.

Siempre fue muy fuerte y capaz. Siempre arreglaba cosas. Levantaba cosas, reparaba cosas. Siempre con un destornillador en la mano, desmontando cosas y volviéndolas a montar: mandos a distancia, radios, despertadores, enchufes… El manitas de todo el vecindario. Sus piernas serían desiguales, pero sus manos, por siempre jamás, firmes como una roca.

Se quita la gorra al acercarse a mí, la agarra con ambas manos y la hace girar como un volante mientras me observa con preocupación. Se apoya en la pierna derecha y parece que se hunda. Dobla la izquierda y adopta su posición de descanso.

—¿Estás… eh…? Me han dicho que… eh… —Carraspea—. Me dijeron que… —Traga saliva y sus gruesas y pobladas cejas se fruncen ocultándole los ojos vidriosos—. Has perdido… Has perdido, eh…

Me tiembla el labio inferior. La voz se le quiebra cuando vuelve a hablar:

—Has perdido mucha sangre, Joyce. Te hicieron… —Suelta una mano de la gorra y hace gestos circulares con su dedo torcido, intentando recordar—. Te hicieron una transfusión de esa cosa de la sangre, así que ahora… Ahora estás bien de la sangre y eso.

El labio inferior sigue temblándome y me llevo las manos al vientre, no hace tanto que lo he perdido como para que no siga abultando debajo de las mantas. Lo miro esperanzada y me doy cuenta de hasta qué punto sigo aferrándome, hasta qué punto me he convencido a mí misma de que el espantoso incidente en la sala de partos fue una horrible pesadilla. A lo mejor imaginé el silencio de mi bebé que llenó la habitación; a lo mejor hubo llantos que simplemente no pude oír. Es posible; tenía muy poca energía y me estaba desvaneciendo, quizá simplemente no oí el milagroso primer aliento de vida que todos los demás presenciaron.

Papá menea la cabeza con tristeza. No, fui yo quien soltó aquellos gritos.

Ahora el labio me tiembla más, sube y baja, y no puedo pararlo. El cuerpo se me sacude entero y tampoco puedo pararlo. Las lágrimas me asoman a los ojos, pero no derramo ni una; intuyo que si empiezo ahora no podré parar nunca más.

Estoy emitiendo un ruido, un ruido extraño que nunca antes había oído. Un gemido. Un gruñido. Una combinación de ambos. Papá me agarra la mano y la estrecha con fuerza. El contacto con su piel me devuelve a ayer noche, cuando estaba tendida al pie de la escalera. No dice nada. ¿Qué se puede decir? Ni siquiera yo lo sé.

A ratos me quedo dormida. Despierto y recuerdo una conversación con un médico y me pregunto si fue un sueño. «Has perdido el bebé, Joyce, hemos hecho cuanto hemos podido…» «Transfusión de sangre…» ¿Quién quiere recordar algo así? Nadie. Yo, al menos, no.

Cuando vuelvo a despertarme han descorrido la cortina y hay tres chiquillos correteando por la habitación. Se persiguen en torno a la cama mientras un hombre —su padre, supongo— les dice que paren en un idioma que no reconozco. La que seguramente debe de ser la madre está tendida en la cama. Parece cansada. Cruzamos una mirada y nos sonreímos.

«Sé cómo te sientes —dice su sonrisa—. Sé cómo te sientes.»

«¿Qué vamos a hacer?», le responde mi sonrisa.

«No lo sé —dicen sus ojos—. No lo sé.»

«¿Nos pondremos bien?»

Vuelve el rostro hacia el otro lado; ya no sonríe.

Papá se dirige a ellos:

—¿De dónde son ustedes, pues?

—¿Cómo dice? —pregunta el marido.

—He dicho que de dónde son ustedes —dice papá—. Ya veo que de por aquí cerca no son.

La voz de papá es alegre y amable, sin ánimo de ofender. Siempre sin ánimo de ofender.

—Somos de Nigeria —contesta el hombre.

—Nigeria —repite papá—. ¿Y eso dónde queda?

—En Africa. —El tono del hombre también es amable. Se da cuenta de que sólo es un anciano con ganas de charlar, de ser simpático.

—Ah, África. Nunca he ido. ¿Hace calor? Apuesto a que sí. Más calor que aquí. Para coger un buen bronceado, seguro, aunque usted no es que lo necesite. —Se ríe—. ¿No pasa frío aquí?

—¿Frío? —El africano sonríe.

—Sí, ya sabe. —Papá se envuelve el torso con los brazos y hace como que tirita—. ¿Frío?

—Sí. —El hombre ríe—. A veces sí.

—Ya decía yo. Yo también, y eso que soy de aquí —continúa papá—. El frío se me mete hasta los huesos. Aunque tampoco aguanto muy bien el calor, que digamos. Se me pone la piel roja, me quema. Mi hija, Joyce, se pone morena. Es esa de ahí.

Me señala y cierro los ojos al instante.

—Una hija encantadora —dice el hombre muy cortés.

—Ay, sí que lo es. —Silencio mientras supongo que me miran—. Estuvo en una de esas islas españolas hace unos meses y volvió negra como el tizón, lo que yo le diga. Bueno, no tan negra como usted, está claro, pero cogió un buen bronceado. Aunque se peló. Usted seguro que no se pela.

El hombre ríe educadamente. Así es papá. Nunca lleva mala intención, pero no ha salido del país en toda su vida. El miedo a volar se lo impide. O eso dice.

—En fin, espero que su encantadora señora se ponga bien enseguida —añade—. Es un horror ponerse enfermo de vacaciones.

Llegados aquí, abro los ojos.

—Ah, bienvenida otra vez, cielo. Estaba charlando con estos vecinos tuyos tan simpáticos. —Se acerca a mi cama balanceándose con la gorra entre las manos. Se apoya en la pierna derecha, baja, dobla la pierna izquierda—. ¿Sabes qué? Me parece que somos los únicos irlandeses que hay en el hospital. La enfermera que estaba aquí hace un momento es de Sing-a-sung o un sitio por el estilo.

—Singapur, papá. —Sonrío.

—Eso es. —Enarca las cejas—. Ya la has conocido, ¿no? Aunque estos extranjeros hablan todos inglés. Desde luego, mucho mejor que estar de vacaciones y tener que hacer todo ese lío de lenguaje de signos.

Deja la gorra encima de la cama y mueve los dedos.

—Papá —le digo sonriendo—, no has salido del país en toda tu vida.

—Pero lo he oído contar a los muchachos del Club de los Lunes. Frank estuvo no sé dónde la semana pasada; ay, ¿cómo se llama ese sitio? —Cierra los ojos e intenta recordar—. Ese sitio donde hacen bombones…

—Suiza.

—No.

—Bélgica.

—No —repite un poco frustrado—. Esas bolitas crujientes por dentro. Las hay blancas aunque yo prefiero las originales de chocolate negro.

—¿Maltesers? —Río, pero me duele y paro.

—Eso es. Estuvo en Maltesers.

—Papá, es Malta.

—Eso es. Estuvo en Malta. —Se calla un momento y pregunta—: ¿Hacen Maltesers en Malta?

—No lo sé —le digo—. A lo mejor. ¿Y qué le pasó a Frank en Malta?

Vuelve a cerrar los ojos, apretando mucho los párpados piensa.

—Ahora no me acuerdo de lo que te iba a contar —responde finalmente.

Silencio. Detesta ser incapaz de acordarse de las cosas. Antes se acordaba de todo.

—¿Has ganado dinero apostando a los caballos? —pregunto.

—Un pastón. Suficiente para unas cuantas rondas en el Club de los Lunes esta noche.

—Pero hoy es martes.

—Es en martes porque ayer fue festivo —explica, tambaleándose hasta el otro lado de la cama para sentarse.

No puedo reír. Me duele mucho y creo que me quitaron un poco de sentido del humor junto con el bebé.

—No te importa que vaya, ¿verdad, Joyce? —añade papá—. Si quieres, me quedo, en realidad me da igual, no es importante.

—Claro que es importante. No te has perdido una noche de lunes en veinte años.

—¡Aparte de los festivos! —Levanta un dedo torcido y los ojos le bailan.

—Aparte de los festivos. —Sonrío y le cojo el dedo.

—Bueno —dice tomando mi mano—, tú eres más importante que unas cuantas cervezas y un poco de charla.

—¿Qué haría yo sin ti? —Los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas.

—Estarías la mar de bien, cielo. Además… —me mira con cautela—, tienes a Conor. —Le suelto la mano y aparto la vista. ¿Y si ya no quiero a Conor?—. Anoche le llamé al teléfono de mano, pero no contestó. Aunque quizá marqué mal el número —añade enseguida—. Hay muchos botones en esos teléfonos de mano.

—Móviles, papá —digo distraídamente.

—Ay, sí. Móviles. Siempre que llama estás dormida. Va a regresar en cuanto encuentre billete. Está muy preocupado.

—Qué amable. Así podremos ponernos manos a la obra y dedicar los próximos diez años de nuestra vida de casados a intentar tener hijos.

Ponernos manos a la obra. Una bonita distracción para dar alguna suerte de sentido a nuestra relación.

—Vamos, cielo…

El primer día del resto de mi vida y no estoy segura de querer estar aquí. Sé que debería estar dando las gracias a alguien por ello, pero en realidad no tengo ganas de hacerlo. Más bien deseo que no se hubiesen tomado la molestia.

6

Observo a los tres niños que juegan en el suelo de la habitación del hospital; manitas y piececitos, mofletes regordetes y labios carnosos: los rostros de sus padres claramente grabados en los suyos. Verlos me parte el corazón y me encoge el estómago. Las lágrimas asoman de nuevo a mis ojos y tengo que apartar la mirada.

—¿Te importa que coja unas uvas? —gorjea mi padre. Es como un pequeño canario columpiándose en una jaula contigua a la mía.

—Coge las que quieras. Oye, papá, deberías irte a casa y comer como es debido. Tienes que reponer fuerzas.

Coge un plátano.

—Potasio. —Sonríe y mueve los brazos vigorosamente—. Esta noche iré a casa corriendo.

—¿Cómo viniste hasta aquí?

De pronto se me ocurre pensar que no ha estado en la ciudad en años. Todo empezó a ir demasiado deprisa para él, los edificios surgían como hongos donde no había nada, las calles cambiaban de nombre y sentido. Setenta y cinco años de edad, viudo desde hace diez. Ahora tiene su propia rutina, contento sin salir de su barrio, charlando con los vecinos, misa cada miércoles y domingo, Club de los Lunes cada lunes (salvo si es festivo y lo pasan al martes), carnicería el martes, crucigramas, puzles y programas de televisión durante el día, su jardín el resto del tiempo.

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