—Esto es una obra maestra victoriana, Doris —repone él—. Fue todo un hallazgo, y es el único sitio que podría encontrar con un poco de historia y un alquiler asequible. Esta ciudad es muy cara.
—Seguro que fue una joya hace siglos, pero ahora me pone los pelos de punta. Quienquiera que la construyera seguramente aún está colgado por estas habitaciones. Noto que me está mirando.
Se estremece.
—No te hagas ilusiones. —Al pone los ojos en blanco.
—Lo único que le falta a este sitio es arreglarlo con un poco de cariño y estará la mar de bien —dice Justin, procurando olvidar el apartamento que tanto amaba y que hace poco ha vendido en el próspero e histórico barrio de Old Town Chicago.
—Y para eso estoy yo aquí. —Doris da una palmada con regocijo.
—Fantástico. —Justin esboza una sonrisa forzada—. Vayamos a cenar algo. Me apetece un buen filete.
—Pero si eres vegetariana, Joyce.
Conor me mira como si hubiese perdido el juicio, y es probable que así sea. No recuerdo la última vez que comí carne roja, pero de repente, una vez sentados en el restaurante, me muero de ganas de comer un filete.
—No soy vegetariana, Conor. Sólo que no me gusta la carne roja.
—Pero ¡acabas de pedir un filete poco hecho!
—Ya lo sé. —Me encojo de hombros—. Estoy como una cabra.
Sonríe como si recordara que una vez tuve una veta alocada. Parecemos dos viejos amigos que se encuentran al cabo de años sin verse; tantas cosas que contar pero ni la más remota idea de por dónde comenzar.
—¿Han elegido el vino? —le pregunta el camarero a Conor, pero antes de que conteste cojo la carta y la ojeo rápidamente.
—En realidad me gustaría pedir éste, por favor —digo, señalando mi elección en la carta.
—Sancerre 1998. Una elección muy acertada, señora —comenta el camarero.
—Gracias.
No sé ni por asomo por qué lo he elegido. Conor se ríe.
—¿Lo has hecho a pito pito colorito?
Sonrío a pesar de que me siento enardecida. No sé por qué he pedido ese vino, es demasiado caro y normalmente bebo blanco, pero actúo con naturalidad porque no quiero que Conor piense que he perdido el juicio de verdad. Ya pensó que me había vuelto loca cuando vio cómo me había cortado el pelo. Tiene que pensar que vuelvo a ser yo misma para poder decirle lo que voy a decirle esta noche.
El camarero vuelve con la botella de vino.
—Mejor lo pruebas tú —le dice Al a su hermano—, ya que tú lo elegiste.
Justin coge la copa de vino, mete la nariz y aspira profundamente.
Aspiro profundamente y luego hago girar el vino en la copa observando cómo el alcohol sube por las paredes de cristal. Tomo un sorbo y lo retengo en la lengua, me lo trago y dejo que el alcohol me queme el cielo del paladar. Perfecto.
—Delicioso, gracias —digo tras dejar la copa en la mesa. El camarero llena la copa de Conor y luego la mía—. Es un vino estupendo —añado, y comienzo a contarle la historia.
—Lo descubrí cuando Jennifer y yo fuimos a Francia hace años —explica Justin—. Ella tocaba en el Festival des Cathédrales de Picardie con la orquesta, una experiencia memorable. En Versalles nos alojamos en el Hotel du Berry, una elegante mansión de 1634 llena de muebles de la época. Es prácticamente un museo de historia de la región; seguramente recordáis que os lo conté. En fin, una de las noches que tuvo libres en París encontramos un restaurante buenísimo de pescado en uno de esos callejones adoquinados de Montmartre. Pedimos la especialidad del día, lubina, pero ya sabéis que soy un fanático del vino tinto, hasta con pescado prefiero tomar tinto, de modo que el camarero sugirió que probáramos el Sancerre.
»Yo siempre había pensado que el Sancerre era un vino blanco, pues es bien sabido que se hace con uva Sauvignon, pero resulta que también lleva un poco de Pinot Noir. Y lo mejor de todo es que puedes beber Sancerre tinto enfriado, igual que el blanco, a doce grados. Pero si no lo enfrías, también casa bien con la carne. Disfrutadlo.
Brinda con su hermano y su cuñada.
Conor me está mirando patidifuso.
—¿Montmartre? Joyce, tú nunca has ido a París. ¿Desde cuándo entiendes tanto de vinos? ¿Y quién demonios es Jennifer?
Salgo de mi trance y de súbito soy consciente de la historia que acabo de contar. Lo único que puedo hacer en tales circunstancias es echarme a reír.
—Te pillé —digo.
—¿Me has pillado? —pregunta Conor frunciendo el ceño.
—Es el diálogo de una película que vi la otra noche.
—Ah. —El alivio invade su rostro y se calma—. Joyce, por un momento me has dado un buen susto. Creía que alguien había poseído tu cuerpo. —Sonríe—. ¿De qué película es?
—Huy, no me acuerdo. —Quito importancia al asunto con un ademán, preguntándome qué diantres me está pasando, e intento recordar si realmente he visto alguna película durante la semana.
—¿Ya no te gustan las anchoas? —Conor interrumpe mis pensamientos y mira las anchoas que he ido amontonando a un lado del plato.
—Dámelas a mí, tronco —dice Al, levantando su plato para acercarlo al de Justin—. Me encantan. Que puedas tomar ensalada César sin anchoas es algo que me supera. ¿Puedo comer anchoas, Doris? —pregunta con sarcasmo—. El doctor no dijo que las anchoas fueran a matarme, ¿verdad?
—Sólo si alguien te atraganta con ellas, lo cual es bastante posible que ocurra —contesta Doris apretando los dientes.
—Treinta y nueve años y me tratan como si fuera un crío. —Al mira con nostalgia el montoncito de anchoas.
—Treinta y cinco años y el único crío que tengo es mi marido —replica Doris, cogiendo una anchoa para probarla. Arruga la nariz y echa una mirada al restaurante—. ¿A esto llaman restaurante italiano? Mi madre y su familia se revolverían en sus tumbas si lo supieran. —Se santigua deprisa—. Bueno, Justin, háblame de esa dama a la que estás viendo.
Justin frunce el ceño.
—Doris, de verdad que no tiene importancia, ya te he dicho que sólo me pareció que la conocía.
«Y ella parecía pensar lo mismo.»
—No, ésa no —dice Al levantando la voz con la boca llena de anchoas—. Se refiere a la chica que te estabas tirando la otra noche.
—¡Al!
Justin se atraganta.
—Joyce —dice Conor preocupado—, ¿estás bien?
Se me saltan las lágrimas, me falta el aire de tanto toser.
—Toma, bebe un poco de agua —añade, plantándome un vaso delante de la cara.
La gente que nos rodea me mira preocupada.
Toso tanto que ni siquiera puedo respirar para beber. Conor se levanta de su silla y viene a mi lado para darme unas palmadas en la espalda, pero lo aparto de un empujón. Todavía tosiendo y con la cara surcada de lágrimas, me levanto y derribo mi silla al hacerlo.
—Al, Al, haz algo. ¡Oh, Madonnina Santa! —Doris se deja llevar por el pánico—. Se está poniendo lívido.
Al se quita la servilleta del cuello y la deja en la mesa con calma; tras situarse detrás de su hermano, le rodea la cintura con los brazos y empieza a presionarle con fuerza el abdomen.
Con el segundo tirón, la garganta de Justin se desatasca.
Una tercera persona acude en mi ayuda, o mejor dicho a sumarse a la acalorada discusión sobre cómo se hace la maniobra de Heimlich, y de pronto dejo de toser. Tres rostros me miran sorprendidos mientras me froto la garganta sin entender qué ha ocurrido.
—¿Estás bien? —pregunta Conor, dándome palmaditas en la espalda otra vez.
—Sí —susurro, avergonzada por la atención de que estamos siendo objeto—. Estoy bien, gracias. Muchas gracias a todos por su ayuda.
Poco a poco se van retirando.
—Por favor, vuelvan a sus mesas y disfruten de la cena —añado en tono tranquilizador—. De verdad, ya estoy bien. Gracias. —Me siento y me quito el rímel corrido de los ojos, procurando ignorar las miradas—. Dios, qué bochorno.
—Ha sido muy raro —dice Conor—; aún no habías comido nada. Estabas hablando tranquilamente y, de repente, ¡zas! Te has puesto a toser.
Me encojo de hombros y me froto la garganta.
—No sé, se me habrá metido algo al oler el vino.
El camarero viene para retirarnos los platos.
—¿Se encuentra bien, señora? —me pregunta.
—Sí, gracias, ya pasó.
Noto un golpecito en la espalda y el hombre de la mesa vecina se inclina hacia la nuestra.
—¡Eh, por un momento he pensado que ibas a ponerte de parto, ja, ja! ¿Verdad, Margaret? —Mira a su esposa y ríe.
—No —dice Margaret, que borra su sonrisa de inmediato y se pone roja como un tomate—. No, Pat.
—¿Qué? —El marido está confundido—. Bueno, yo sí que lo he pensado. Enhorabuena, Conor. —Guiña el ojo a un Conor súbitamente pálido—. Se acabó el dormir bien durante los próximos veinte años, créeme. ¡Buen provecho!
Se vuelve de nuevo hacia su mesa y les oímos discutir en voz baja. Conor pone cara larga y me coge una mano encima de la mesa.
—¿Estás bien?
—Ya me ha pasado unas cuantas veces —explico, e instintivamente pongo la otra mano sobre mi vientre liso—. Apenas me he mirado en el espejo desde que he vuelto a casa. No soporto mirarme.
Conor se muestra preocupado y murmura algo sobre que estoy «guapa» y «atractiva», pero le hago callar. Necesito que me escuche y que no intente solucionar nada; quiero que sepa que no intento estar guapa ni atractiva sino, por una vez, ser tal como soy. Quiero decirle cómo me siento cuando me obligo a mirarme en el espejo y me estudio el cuerpo que ahora siento como un caparazón.
—Oh, Joyce. —Me estrecha la mano con más fuerza mientras hablo, apretándome el anillo de boda hasta que me duele.
Un anillo de boda pero ningún matrimonio.
Retuerzo la mano un poco para indicarle que afloje un poco, pero en lugar de eso la suelta. Una señal.
—Conor. —Lo miro y sé que sabe lo que estoy a punto de decir. No es la primera vez que ve esta mirada.
—No… no… no… no… Joyce, no tengamos esta conversación ahora. —Retira la mano de la mesa y la levanta a la defensiva—. Lo has… no, lo hemos pasado muy mal esta semana.
—Conor, basta de distracciones. —Me inclino hacia delante y hablo con apremio—: Tenemos que afrontar lo que nos pasa ahora porque si no, sin que nos demos cuenta, dentro de diez años nos estaremos preguntando cada día de nuestra desdichada vida cómo podría haber sido.
Hemos mantenido esta conversación anualmente con distintas variantes durante los últimos cinco años y aguardo la consabida réplica de Conor: que nadie dice que el matrimonio sea cosa fácil, que no podemos esperar que lo sea, que nos hicimos una promesa, que el matrimonio es para toda la vida y que está decidido a hacer lo que haga falta. Salvar del naufragio lo que merezca ser salvado, preconiza mi itinerante marido. Clavo los ojos en mi cuchara de postre, que refleja las llamas del centro de mesa, mientras espero sus comentarios habituales, pero al cabo de un rato caigo en que no está diciendo nada. Cuando levanto la vista, veo que está conteniendo el llanto y asintiendo con la cabeza.
Respiro hondo. Se acabó.
Justin pasa revista a la carta de postres.
—No puedes tomar nada, Al —dice Doris.
Doris le arranca la carta de las manos a su marido y la cierra bruscamente.
—¿Por qué no? ¿Ni siquiera puedo leer la carta? —pregunta él.
—El colesterol te sube sólo con leerla.
Justin se mantiene al margen de la discusión. Él tampoco debería tomar nada. Desde que se divorció ha comenzado a abandonarse, comiendo para consolarse en vez de entrenar a diario como antes. No debería, realmente, pero sus ojos se ciernen sobre un punto de la carta como un buitre acechando a su presa.
—¿Tomará postre, señor? —pregunta el camarero.
«Vamos.»
—Sí. Tomaré la…
—Tarta Banoffee, por favor —le pido al camarero para mi propia sorpresa.
Conor se queda estupefacto.
Vaya por Dios. Mi matrimonio acaba de irse al traste y estoy pidiendo postre. Me muerdo el labio para reprimir una sonrisa nerviosa.
Por los nuevos comienzos. Por la búsqueda de… lo que sea.
Una campanilla altisonante me recibe cuando llego al humilde hogar de mi padre. El sonido es merecedor de mucho más que la casita de dos plantas pero, por otra parte, mi padre también.
El sonido me teletransporta a mi vida entre estas paredes y a cómo identificaba a los visitantes por su manera de llamar a la puerta. Cuando era niña, las llamadas cortas me decían que mis amigos, demasiado bajos para llegar al timbre, estaban dando saltos para apretar el botón. Los toques rápidos y débiles me alertaban de la presencia de novios temerosos, aterrados de revelar su misma existencia, y mucho más su presencia, a mi padre. Entrada la noche, sucesivas y vacilantes llamadas anunciaban que papá regresaba del pub sin las llaves de casa. Los ritmos alegres y juguetones correspondían a parientes que venían de celebración, y las ráfagas de timbrazos cortos nos advertían de la llegada de vendedores ambulantes. Vuelvo a tocar el timbre, no sólo porque son las diez de la mañana y la casa está en completa calma; quiero saber cómo suena mi llamada.
Apocada, breve, como de disculpa. Casi no quiere ser oída, pero necesita serlo. Dice: «Perdona, papá, siento molestarte. Siento que la hija de treinta y tres años de la que creías haberte librado hace mucho esté de vuelta en casa tras irse a pique su matrimonio.»
Finalmente oigo ruidos dentro y veo el balanceo de papá acercándose, impreciso e inquietante, distorsionado por el cristal.
—Perdona, cielo —dice abriendo la puerta—, no te he oído la primera vez.
—Si no me has oído, ¿cómo sabes que he llamado?
Me mira sin comprender y luego repara en las maletas que tengo a mis pies.
—¿Qué significa esto? —pregunta.
—Bueno, me… me dijiste que podía quedarme.
—Pensaba que querías decir hasta el final de
Countdown
.
—Ah… vaya, esperaba quedarme un poco más.
—Hasta mucho después de que yo me haya ido, por lo que parece. —Inspecciona el umbral de su casa—. Entra, entra. ¿Dónde está Conor? ¿Ha pasado algo en vuestra casa? No volveréis a tener ratones, ¿verdad? En esta época del año se ponen muy pesados, así que deberíais tener cerradas las puertas y las ventanas. Tapar todas las aberturas, eso es lo que hago yo. Luego te lo enseño. Conor debería saberlo.
—Papá, nunca he venido a instalarme aquí por culpa de los ratones.