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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (8 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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Me llevo las manos a la cara.

Papá habla en voz baja, afectado:

—Pensé que sería mejor que eso no estuviera ahí cuando llegaras.

—Oh, papá.

—Fran ha venido un rato cada día y ha intentado quitarlo con distintas cosas. Fui yo quien sugirió lo de la alfombra —añade con un hilo de voz—. No le eches la culpa.

Me odio.

—Sé cuánto te gustan todas estas cosas que tienes en la casa —mira en derredor—, pero ni Fran ni yo tenemos nada de este estilo.

—Perdona, papá. No sé qué me ha cogido. Perdona que te haya gritado. No has hecho más que ayudarme toda esta semana. Yo… Iré a ver a Fran en algún momento y le daré las gracias como es debido.

—Muy bien —asiente—. Me llevo la alfombra para devolvérsela a Fran. No quiero que los vecinos la vean tirada ahí fuera y se lo cuenten.

—No. Voy a ponerla otra vez donde estaba. Pesa demasiado para que cargues con ella hasta su casa.

Abro la puerta y recojo la alfombra. La arrastro de nuevo al interior de la casa, esta vez con más respeto, y la pongo de modo que cubra el lugar donde perdí a mi bebé.

—Lo siento mucho, papá —le digo.

—No te apures. —Se acerca a mí tambaleándose y me da unas palmaditas en el hombro—. Estás pasando por un mal momento, lo sé. Estoy a la vuelta de la esquina si me necesitas para lo que sea.

Con un giro de muñeca, se encasqueta la gorra de
tweed
y le acompaño hasta la puerta. Tras despedirnos, le observo alejarse por la calle tambaleándose. Es un movimiento familiar y reconfortante, como el vaivén del mar. Desaparece al doblar la esquina y cierro la puerta.

Soledad. Silencio. Sólo la casa y yo. La vida sigue como si nada hubiese ocurrido.

Parece como si el cuarto del niño palpitara transmitiendo vibraciones a través de las paredes y el suelo. Pum-pum. Pum-pum… Como si un corazón intentara abrirse paso entre las paredes para bombear sangre escaleras abajo, a través de los pasillos, hasta alcanzar todos los rincones y ranuras. Me alejo de la escalera, la escena del crimen, y deambulo por las habitaciones. A primera vista todo sigue como estaba, pero tras una inspección más escrupulosa veo que Fran ha hecho limpieza, pues la taza de té que estaba tomando ha desaparecido de la mesa baja del salón. En la cocina suena el murmullo del lavavajillas que Fran ha puesto en marcha, los grifos y los escurrideros refulgen y las superficies relucen. En la cocina hay otra puerta que da al jardín trasero, donde los rosales de mi madre se alinean contra la pared del fondo y los geranios de papá asoman aquí y allá diseminados por la tierra.

Arriba, el cuarto del niño sigue palpitando.

Reparo en que la luz roja del contestador automático del vestíbulo parpadea. Cuatro mensajes. Repaso la lista de números de teléfono registrados y reconozco algunos amigos, pero no obstante dejo el contestador como está, pues todavía me siento incapaz de oír condolencias. De repente me quedo helada. Retrocedo y vuelvo junto al teléfono. Repaso la lista de nuevo. Ahí está. Lunes por la tarde, a las 19.10. De nuevo a las 19.12. Mi segunda oportunidad de contestar a la llamada. La llamada que me hizo correr como una loca escaleras abajo y que sacrificó la vida de mi hijo.

Han dejado un mensaje. Con mano temblorosa, pulso el play.

—Hola, llamamos de Xtra-vision Phisboro —dice la voz— a propósito del DVD
Los teleñecos en Navidad
. Según nuestro ordenador la devolución ya se ha retrasado una semana. Agradeceríamos que fuera devuelto a la mayor brevedad posible, por favor.

Tomo aire bruscamente y los ojos se me llenan de lágrimas. ¿Qué esperaba? ¿Una llamada digna de que haya perdido a mi bebé? ¿Algo tan urgente que justifique que me diera tanta prisa? ¿Acaso eso compensaría mi pérdida?

Me tiembla todo el cuerpo de rabia e impresión. Respirando entrecortadamente, entro en la sala de estar y veo justo delante de mí el reproductor de DVD. Encima está el DVD que alquilé cuando cuidaba de mi ahijada. Lo cojo, lo estrujo con ambas manos, lo aprieto como si pudiera arrebatarle la vida. Luego lo lanzo con todas mis fuerzas a la otra punta de la sala, derribando la colección de fotos que tenemos encima del piano. El cristal de nuestro retrato de boda se hace pedazos.

Abro la boca y grito. Grito desgañitándome, grito lo más fuerte que puedo. Es un grito profundo y grave y lleno de angustia. Vuelvo a gritar y sostengo el grito hasta quedarme sin resuello. Un grito tras otro desde la boca del estómago, desde lo más hondo de mi corazón. Suelto unos alaridos rayanos en la risa, teñidos de frustración. Grito y grito hasta que me falta el aire y se me irrita la garganta.

Arriba, el cuarto del niño sigue palpitando. Pum-pum… Pum-pum… El corazón de mi hogar palpita desenfrenado como enviándome una señal. Voy hasta la escalera atravesando la alfombra y piso el primer peldaño. Me agarro a la barandilla, pues me siento débil incluso para levantar las piernas, y me obligo a subir. Las palpitaciones suenan más fuertes a cada paso que doy hasta que llego arriba y me planto frente a la puerta del cuarto. Los latidos cesan. Ahora sólo hay silencio.

Paso la punta del dedo por la puerta y apoyo una mejilla deseando que todo lo ocurrido no hubiera ocurrido. Luego cojo el picaporte y abro.

Me recibe una pared medio pintada de Buttercup Dream. Tonos pastel, olores dulces, una cuna con un móvil de patitos amarillos colgado encima, una caja de juguetes decorada con letras gigantescas del alfabeto, dos peleles colgados de una pequeña barra, unos patucos encima de la cómoda…

Un conejito sentado en la cuna con cara de entusiasmo me sonríe estúpidamente. Me quito los zapatos y piso descalza la suave alfombra de pelo largo, intento arraigarme en este mundo. Cierro la puerta a mis espaldas, pero no se oye nada. Cojo el conejito y lo llevo conmigo por la habitación mientras acaricio los resplandecientes muebles nuevos, la ropa y los juguetes. Abro una caja de música y contemplo al ratoncito que se pone a dar vueltas persiguiendo un trozo de queso al son de un hipnótico tintineo.

—Lo siento, Sean —susurro, y se me hace un nudo en la garganta—. Lo siento muchísimo.

Bajo al suelo mullido, encojo las piernas y abrazo al conejito, que sigue tan pancho sin enterarse de nada. Vuelvo a mirar al pobre ratoncito, que da vueltas y más vueltas persiguiendo un trozo de queso que nunca logrará alcanzar, y mucho menos comer.

Cierro la caja de golpe, la música cesa y todo queda en silencio.

9

—No encuentro nada de comer en este apartamento; tendremos que pedir comida preparada —dice Doris, la cuñada de Justin, levantando la voz hacia la sala de estar mientras rebusca en los armarios de la cocina.

—A lo mejor conoces a esa mujer.

Al, el hermano menor de Justin, está sentado en una silla de plástico de jardín en la sala de estar a medio amueblar de Justin.

—No, mira, es lo que estoy intentando explicarte —contesta Justin—. Es como si la conociera pero, al mismo tiempo, no la conocía de nada.

—La reconociste.

—Sí. Bueno, no.

«Algo así.»

—Y no sabes cómo se llama —agrega Al.

—No. Por supuesto que no sé cómo se llama.

—¡Eh! ¿Hay alguien que me escuche ahí o estoy hablando sola? —interrumpe Doris otra vez—. He dicho que no hay comida y que habrá que pedir algo preparado.

—Sí, claro, cariño —contesta Al automáticamente, sin dejar de mirar a su hermano—. A lo mejor es alumna tuya o asistió a una de tus charlas —prosigue—. ¿Sueles acordarte de la gente que va a tus charlas?

—Hay cientos de personas. —Justin se encoge de hombros—. Y por lo general se sientan a oscuras.

—Pues entonces, como que no —dice Al rascándose el mentón.

—De hecho, más vale que os olvidéis de la comida preparada —tercia Doris—. No tienes platos ni cubiertos, Justin. Habrá que cenar fuera.

—Y deja que te aclare una cosa, Al —dice él—. Cuando digo «reconocer», quiero decir que en realidad nunca le había visto la cara. —Su hermano frunce el ceño—. Sólo fue una sensación. Como si me fuese familiar.

«Sí, eso es, me resultó familiar.»

—A lo mejor sólo se parecía a alguien que conoces —intenta razonar Al.

«A lo mejor.»

—¡Eh! ¿Nadie me está escuchando?

Doris vuelve a interrumpirlos plantándose en la puerta de la sala de estar, con sus uñas de tres centímetros pintadas como piel de leopardo aferradas a las caderas de sus ceñidos pantalones de cuero. Doris, una engatusadora italo-americana de treinta y cinco años, lleva diez casada con Al, y su cuñado Justin la trata como si fuese una adorable pero pesada hermana menor. Sin un gramo de grasa en el cuerpo, todo lo que se pone parece recién sacado del armario de la Sandy de
Grease
después de un tratamiento de belleza intensivo.

—Sí, claro, cariño —dice Al otra vez sin apartar los ojos de Justin—. A lo mejor es esa cosa del
déjà-vu
.

—¡Sí! —Justin chasquea los dedos—. O tal vez
vécu
o
senti
. —Se frota el mentón, sumido en sus pensamientos—. O
visité
.

—¿Qué demonios es eso? —pregunta Al mientras Doris acerca una caja de cartón llena de libros para sentarse con ellos.


Déja-vu
en francés significa «ya visto» y describe la experiencia de sentir que uno ha presenciado o experimentado una situación nueva con anterioridad. El término lo acuñó un investigador psíquico francés, Emile Boirac, y se divulgó gracias a un ensayo que escribió mientras estaba en la Universidad de Chicago.

—¡Por los Maroons
[2]
! —Al alza el viejo trofeo de Justin que está usando para beber y toma un buen trago de cerveza, bajo la mirada admonitoria de Doris—. Por favor, sigue, Justin.

—Bien, la experiencia del
déjà-vu
suele ir acompañada de una convincente sensación de familiaridad, y también de extrañeza e inquietud. La experiencia suele atribuirse a un sueño, aunque en algunos casos se tiene la firme sensación de que realmente ha ocurrido en el pasado. El
déjà-vu
se ha descrito como un recuerdo del futuro.

—Caray —comenta Doris extasiada.

—¿Adónde quieres ir a parar, tronco? —dice Al eructando.

—Bueno, no creo que lo que me ha pasado con esa mujer fuera un
déjà-vu
. —Justin frunce el ceño y suspira.

—¿Por qué no?

—Porque el
déjà-vu
sólo está relacionado con la vista y yo he sentido… Bah, yo qué sé. —«He sentido»—.
Déja vécu
se traduce como «ya vivido», y explica una experiencia que implica algo más que la vista, como si de un modo u otro supieras lo que va a suceder a continuación.
Déja sentí
significa concretamente «ya sentido», lo cual es un suceso exclusivamente mental, y
déjà visité
conlleva un conocimiento asombroso de un lugar nuevo, aunque esto es menos frecuente. No —menea la cabeza—, definitivamente no he tenido la sensación de haber estado en esa peluquería antes.

Los tres se quedan callados. Al rompe el silencio:

—Bueno, está claro que ha sido
déjà
algo. ¿Estás seguro de no haberte acostado con ella alguna vez?

—Al. —Doris le da un golpe a su marido en el brazo y se dirige a Justin—: ¿Por qué no has dejado que te cortara yo el pelo, Justin? Y a todo esto, ¿de quién estamos hablando?

—Tú tienes una peluquería canina —responde Justin frunciendo el ceño.

—Los perros tienen pelo —se defiende Doris encogiéndose de hombros.

—Deja que te lo explique —interrumpe Al—. Esta mañana Justin ha visto a una mujer en una peluquería de Dublín y dice que la ha reconocido pero que no le sonaba la cara, y que ha tenido la sensación de que la conocía pero que en realidad no la conoce.

Pone los ojos en blanco con un gesto melodramático sin que Justin le vea.

—Oh, Dios mío —exclama Doris—, yo sé qué es eso.

—¿Qué? —pregunta Justin, y toma un trago del vaso del cepillo de dientes.

—Es evidente. —Doris levanta las manos y mira por turnos a los hermanos para dar dramatismo al momento—. Es cosa de una vida anterior. —Se le ilumina el rostro—. Conociste a esa mujer en una vida anterior —afirma alargando las dos últimas palabras—. Lo vi en
Oprah
. —Asiente con los ojos como platos.

—No me vengas otra vez con esas gilipolleces, Doris —rezonga su marido—. Sólo habla de eso últimamente. Vio algo sobre el tema en la tele y no ha parado de darme la lata en todo el viaje de avión desde Chicago.

—No creo que sea cosa de una vida anterior, Doris, pero gracias —le dice Justin.

Doris chasquea la lengua en señal de desaprobación.

—Deberíais ser más abiertos de mente sobre estas cosas porque nunca se sabe.

—Exacto —contraataca Al—, nunca se sabe.

—Vamos, vamos, chicos. La mujer me sonaba de algo y ya está. A lo mejor sólo se parecía a alguien que conocía en Chicago. No es para tanto.

«Olvídalo y pasa a otro tema.»

—Hombre, has sido tú quien ha empezado con lo del
déjà-vu
—dice Doris enfurruñada—. ¿Cómo te lo explicas?

Justin se encoge de hombros.

—Mediante la teoría del retraso en la trayectoria visual.

Los cónyuges le miran atónitos.

—Una teoría dice que un ojo puede registrar lo que ves fracciones de segundo antes que el otro —explica Justin—, creando la sensación de recordar la misma escena que milisegundos después ve el otro. Básicamente es fruto de un retraso en el envío de información óptica entre un ojo y el otro, cuando debería ser simultáneo. Esto engaña a la conciencia e induce una sensación de familiaridad que no debería darse.

Silencio.

Justin carraspea.

—Lo creas o no, cariño, prefiero lo tuyo de la vida anterior —gruñe Al, y se termina la cerveza.

—Gracias, pichón. —Doris, abrumada, se lleva las manos al corazón—. En fin, lo que estaba diciendo mientras hablaba sola en la cocina es que aquí no hay comida, platos ni cubiertos, de manera que esta noche tenemos que cenar fuera. No puedes vivir así, Justin. Me tienes preocupada. —Indignada, echa un vistazo en torno a la habitación, su pelo teñido de rojo, peinado hacia atrás y fijado con laca siguiendo el movimiento de su cabeza—. Te has trasladado hasta este país por tu cuenta, sólo tienes muebles de jardín y cajas sin abrir en un sótano que parece construido para alojar estudiantes. Está claro que Jennifer también arrambló con todo el buen gusto en el acuerdo de divorcio.

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