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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (10 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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—Hay una primera vez para todo. Tu madre solía hacerlo. Odiaba a esos bichos; se iba a casa de tu abuela a pasar unos días mientras yo corría por aquí intentando cazarlos como ese gato de los dibujos animados. ¿Era
Tom
o era
Jerry
? —Cierra los ojos apretando los párpados para pensar y al cabo vuelve a abrirlos sin haberlo recordado—. Nunca supe distinguirlos, pero vaya si sabían cuando iba a por ellos.

Levanta un puño con aire batallador y se queda un momento absorto en sus recuerdos. Luego de repente coge mis maletas y las entra al recibidor.

—¿Papá? —le digo, un poco frustrada—. Creía que me habías entendido por teléfono. Conor y yo nos hemos separado.

—¿Separado qué?

—Nosotros mismos.

—¿De qué?

—¡El uno del otro!

—¿Qué demonios estás diciendo, Gracie?

—Joyce. Ya no estamos juntos. Hemos roto.

Deja mi equipaje junto a la pared de las fotografías del recibidor, dispuestas ahí para dar un curso acelerado sobre la historia de la familia Conway a cualquier visita que cruce el umbral. Papá de niño, mamá de niña, papá y mamá de novios, recién casados, mi bautizo, la primera comunión, el baile de debutantes y la boda. Captúralo, enmárcalo, muéstralo; la escuela de pensamiento de papá y mamá. Es curioso cómo las personas enmarcan su vida, los puntos de referencia que eligen para decidir qué momento es más importante que cualquier otro. Pues la vida está hecha de ellos. Me gusta pensar que los mejores están en mi mente, que fluyen con mi sangre en su propio banco de memoria para que no los vea nadie más que yo.

Papá pasa por alto la noticia de que mi matrimonio ha fracasado y enfila hacia la cocina.

—¿Un té? —me pregunta.

Me quedo en el recibidor mirando las fotos y aspiro ese olor, el olor que cada día mi padre arrastra consigo allí donde vaya, impregnado en cada átomo de su ropa, como el caracol arrastra su casa. Siempre pensé que era el olor de lo que cocinaba mi madre lo que flotaba en las habitaciones calando en todas las fibras, incluso las del papel pintado, pero ya han pasado diez años desde que mamá falleció. A lo mejor el aroma era ella; tal vez siga siendo ella.

—¿Qué haces olisqueando la pared?

Me sobresalto y, avergonzada de que me haya sorprendido, me dirijo a la cocina. Nada ha cambiado desde que vivía aquí y está tan impecable como el día que mamá la dejó; nada ha cambiado de sitio, ni siquiera en aras de la comodidad. Observo a papá moverse despacio, apoyándose en el pie izquierdo cuando abre un armario bajo y luego sirviéndose de los centímetros extra de la pierna derecha a modo de banqueta para alcanzar los altos. La tetera hierve haciendo tanto ruido que no podemos conversar, cosa que me alegra porque papá coge el asa con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos. Sostiene una cucharilla con la mano izquierda ahuecada, apoyada contra la cadera, y eso me recuerda cómo solía sostener sus cigarrillos, protegiéndolos con la mano ahuecada y manchada de amarillo por la nicotina. Mira su inmaculado jardín y aprieta los dientes. Está enfadado y vuelvo a sentirme como una adolescente esperando una reprimenda.

—¿En qué piensas, papá? —pregunto en cuanto la tetera deja de alborotar como la abarrotada grada 16 de Croke Park en la final de la liga de fútbol.

—En el jardín —contesta, y vuelve a apretar la mandíbula.

—¿El jardín?

—Ese maldito gato de la vecina siempre anda meándose en las rosas de tu madre. —Sacude la cabeza furiosamente—.
Peluche
—levanta las manos como si fuera el colmo—, así lo llama. Bueno, pues
Peluche
no será tan suave y sedoso cuando lo agarre. Me haré uno de esos gorros de pieles que usan los rusos y bailaré el
hopak
delante del jardín de la señora Henderson mientras envuelve con una manta a
Calvito
para que deje de tiritar.

—¿De verdad piensas en eso? —pregunto incrédula.

—Bueno, en realidad no, cielo —confiesa, serenándose—. En eso y en los narcisos. No falta mucho para plantar los de primavera. Y unas cuantas azucenas amarillas. Tendré que ir a comprar bulbos.

Bueno es saber que la ruptura de mi matrimonio no es la mayor prioridad de mi padre. Ni la segunda. En la lista va después de las azucenas.

—Y también campanillas de invierno —añade.

Es poco frecuente que esté en el barrio a estas horas del día. Normalmente estaría trabajando, enseñando casas y pisos por la ciudad. Hay tanta quietud mientras todo el mundo está en el trabajo que me pregunto qué hace papá en este silencio.

—¿Qué estabas haciendo antes de que viniera? —le pregunto.

—¿Hoy o hace treinta y tres años?

—Hoy. —Procuro no sonreír porque me consta que lo dice en serio.

—Un damero. —Señala con el mentón la mesa de la cocina, donde hay una revista de pasatiempos. Hay varios acabados—. Me he atascado en la definición seis. Echale un vistazo.

Trae las tazas de té a la mesa, arreglándoselas para no derramar ni una gota a pesar de su balanceo. Siempre firme.

—¿Qué ópera de Mozart no fue bien recibida por un crítico muy influyente que resumió la obra diciendo que «tenía demasiadas notas»? —leo la pregunta en voz alta.

—Mozart. —Papá se encoge de hombros—. No tengo la menor idea.

—El emperador José II
—respondo.

—¿Qué dices? —Enarca sus pobladas cejas sorprendido—. ¿Cómo puedes saber eso?

—Lo habré oído en algún… —digo frunciendo el ceño, pero enseguida me interrumpo—: ¿Huele a humo?

Se incorpora y olfatea el aire como un sabueso.

—Tostadas. Las he hecho antes. Tenía la tostadora mal regulada y se han quemado. Eran las últimas rebanadas, además.

—Qué rabia. —Niego con la cabeza—. ¿Dónde está la fotografía de mamá que había en el recibidor?

—¿Cuál? Hay treinta de ella.

—¿Las has contado? —Me río.

—Fui yo quien las colgó ahí, ¿no? Cuarenta y cuatro fotos en total, cuarenta y cuatro clavos que necesité. Fui a la ferretería y compré una caja de clavos. Contenía cuarenta. Me hicieron comprar una segunda caja sólo por cuatro clavos más. —Levanta cuatro dedos y menea la cabeza—. Aún tengo los treinta y seis que sobraron en la caja de herramientas. No sé adónde irá a parar el mundo, la verdad.

Tanta preocupación por el terrorismo y el calentamiento global… La prueba de la perdición del mundo, a sus ojos, se reduce a treinta y seis clavos en una caja de herramientas. Y es probable que no vaya errado.

—¿Y dónde está? —insisto.

—Pues donde siempre —responde de modo poco convincente.

Miramos hacia la puerta cerrada de la cocina, en dirección a la mesa del recibidor, y me levanto para ir a comprobarlo. Este es el tipo de cosas que uno hace cuando dispone de tiempo.

—Alto ahí —me retiene con una mano—, siéntate. —Se pone en pie—. Ya voy yo. —Cierra la puerta de la cocina a sus espaldas, impidiéndome ver fuera—. Ahí está, en su sitio —dice levantando la voz—. Hola, Gracie, tu hija estaba preocupada por ti. Creía que no te había visto, pero seguro que tú la has visto hace un rato, oliendo las paredes como si pensara que el papel se quemaba. Pero es que cada día está más loca; ha abandonado a su marido y va a dejar el trabajo.

No le he dicho una palabra sobre lo de dejar el trabajo, lo cual significa que Conor ha hablado con él, lo cual significa que papá sabía cuáles eran exactamente mis intenciones desde el momento en que oyó el timbre de la puerta. Tengo que reconocerlo, se hace el tonto la mar de bien. Vuelve a la cocina y entreveo la foto en la mesa del recibidor.

—¡Caramba! —exclama mirando su reloj de pulsera—. ¡Las diez y veinticinco! ¡Vayamos corriendo al salón! —Se mueve más deprisa de como le he visto hacerlo en mucho tiempo, llevándose consigo la taza de té y la guía semanal de la televisión.

—¿Qué vamos a ver? —Lo sigo a la sala de estar, observándolo divertida.

—Se ha escrito un crimen
, ¿la conoces?

—No la he visto nunca.

—Oh, pues vas a ver, Gracie. Esa Jessica Fletcher es un hacha descubriendo a los asesinos. Luego en el siguiente canal veremos
Diagnóstico Asesinato
, donde un médico resuelve los casos.

Coge un bolígrafo y la marca en la guía. Me cautiva el entusiasmo de papá, mientras tararea la música de la serie y hace como si tocara la trompeta.

—Ven aquí y túmbate en el sofá, que te taparé con esto.

Coge una manta de cuadros escoceses del respaldo del sofá de terciopelo verde y me la echa encima, remetiéndola tanto en torno a mi cuerpo que no puedo mover los brazos. Es la misma manta sobre la que jugaba de bebé, la misma manta con la que me tapaban cuando no iba al colegio porque estaba enferma y me dejaban ver la tele en el sofá. Miro a papá con cariño, recordando la ternura que siempre me demostró de pequeña, sintiéndome como si hubiese regresado a la infancia.

Hasta que se sienta en la otra punta del sofá y planta los pies sobre mis rodillas.

11

—¿Qué opinas, Gracie? ¿Crees que Betty será millonaria al final del programa?

He visto un sinfín de programas matinales de media hora en estos últimos días y ahora estamos viendo el
Antiques Roadshow
.

Betty tiene setenta años, es de Warwickshire y en estos momentos aguarda expectante a que el vendedor ponga precio a la vieja tetera que ha llevado consigo.

Observo cómo el vendedor inspecciona con delicadeza la tetera y me sobreviene una grata sensación de familiaridad.

—Lo siento, Betty —digo al televisor—, es una réplica de las del siglo
XVIII
. Los franceses las usaban, pero la de Betty la hicieron a principios del siglo
XX
. Se nota en la forma del asa. Un trabajo burdo.

—¿En serio? —Papá me mira con interés.

Miramos la pantalla atentamente y escuchamos al vendedor repetir mis comentarios. La pobre Betty se queda anonadada, pero intenta fingir que le tiene tanto cariño al regalo de su madre que de todos modos no iba a vender.

—Mentirosa —exclama papá—. Ya tenía hecha la reserva de un crucero y se había comprado un bikini. ¿Cómo sabes tantas cosas sobre la cerámica y los franceses, Gracie? ¿Lo has leído en alguno de tus libros, tal vez?

—Tal vez. —No tengo ni idea, y me da dolor de cabeza pensar en estos conocimientos recién descubiertos.

Papá repara en mi expresión.

—¿Por qué no llamas a una amiga? Te haría bien charlar un poco.

No me apetece, pero sé que debería hacerlo.

—Seguramente llamaré a Kate.

—¿La huesuda? ¿La que te emborrachó con
poteen
[3]
cuando teníais dieciséis años?

—La misma. —Me río. Nunca la ha perdonado.

—¿Cuándo se ha visto que alguien se llame así, cuándo? Era una lianta, esa chica. ¿Ha hecho algo de provecho con su vida?

—No, qué va. Vendió la tienda que tenía en el centro por dos millones para convertirse en madre y ama de casa.

Aguza el oído.

—Ya, claro, pues llámala. Charla con ella. A las mujeres os gusta eso de charlar. Tu madre siempre decía que era bueno para el alma. A tu madre le encantaba hablar, siempre andaba parloteando con alguien sobre esto o aquello.

—Me pregunto de dónde le vendría esa afición —digo entre dientes, pero como por milagro, las orejas rocosas de mi padre funcionan.

—De su horóscopo. Tauro. No paraba de decir chorradas
[4]
.

—¡Papá!

—¿Qué pasa? ¿Acaso significa que la odiara? No. Ni mucho menos. La amaba con todo mi corazón, pero decía un montón de chorradas. Como si no tuviera bastante con oírla hablar sobre algo, también tenía que escuchar cómo se sentía al respecto.

—Tú no crees en los signos del zodíaco —le provoco.

—Claro que creo. Soy Libra. La balanza. —Se balancea de un lado al otro—. Perfectamente equilibrado.

Me río y escapo a mi dormitorio para llamar a Kate. Entro en la habitación, que prácticamente no ha cambiado desde el día que me fui. Pese a las raras ocasiones en que algún invitado se ha quedado a dormir, mis padres nunca quitaron una sola de mis pertenencias. Los adhesivos de The Cure siguen pegados en la puerta y hay trozos de papel desgarrado por el celo con el que sujetaba mis pósteres. Como castigo por estropear las paredes, papá me obligó a cortar el césped del jardín de atrás, pero al hacerlo pasé la máquina por encima de una mata del parterre. No me dirigió la palabra el resto del día. Al parecer era el primer año que la mata había florecido desde que la había plantado. Entonces no comprendí su frustración, pero después de haberme pasado varios años cultivando un matrimonio para que acabara marchitándose y muriendo, ahora comprendo mejor su aflicción. Aunque apuesto a que él no sintió el alivio que yo siento ahora.

Mi dormitorio en la buhardilla sólo tiene sitio para una cama y un armario, pero era todo mi mundo. Mi único espacio privado para pensar y soñar, llorar y reír y aguardar a ser lo bastante mayor para hacer todo lo que mis padres no me dejaban hacer. Mi único espacio en el mundo y, con treinta y tres años de edad, mi único espacio ahora. ¿Quién iba a decir que me encontraría aquí otra vez sin ninguna de las cosas que tanto había anhelado y, peor aún, sin las que sigo anhelando? Ya no se trata de ser miembro de The Cure o de estar casada con Robert Smith, sino de tener un hijo y un marido. El papel pintado es floral y disparatado, completamente inapropiado para un lugar de descanso. Millones de diminutas flores marrones se arraciman con diminutos zarcillos de pedúnculos verde pálido. No es de extrañar que lo cubriera de pósteres. La moqueta es marrón con volutas beige, con manchas de maquillaje y perfume derramado. Como adiciones recientes a la habitación hay unas viejas maletas de cuero marrón desvaído guardadas encima del armario, donde acumulan polvo desde que mamá murió. Papá nunca va a ninguna parte; una vida sin mamá, decidió hace tiempo, es suficiente viaje para él.

El edredón es el añadido más nuevo, si se considera nuevo algo comprado hace más de diez años; mamá lo adquirió cuando mi habitación pasó a ser la habitación de invitados. Yo me mudé un año antes de que muriera para ir a vivir con Kate, y desde entonces cada día deseo no haberlo hecho; todos esas preciadas mañanas de permanecer en la cama mientras oía sus largos bostezos que se convertían en canciones, hablando sola mientras repasaba en voz alta su agenda del día con el programa radiofónico de Gay Byrne de fondo. Le encantaba Gay Byrne; su única ambición en la vida era conocerle. Lo más cerca que estuvo de hacer realidad ese sueño fue cuando ella y papá consiguieron entradas para hacer de público en
The Late Late Show
, y estuvo hablando de ello durante años. Creo que le hacía tilín. Papá le odiaba. Supongo que se daba cuenta de todo.

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