Recuerdos prestados (7 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

BOOK: Recuerdos prestados
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Su peluquero se ríe.

—Claro, no hay problema. ¿Va de regreso a América?

El americano pone los ojos en blanco.

—No, no me voy a América, no me voy de vacaciones y no habrá nadie esperándome en el vestíbulo de llegadas. Sólo voy a coger un avión. Lejos. Fuera de aquí. Ustedes los irlandeses hacen muchas preguntas.

—¿En serio?

—S… —Se interrumpe y mira al peluquero entornando los ojos.

—Le pillé —dice el peluquero sonriendo, apuntándolo con las tijeras.

—Pues sí. —Aprieta los dientes—. Me ha pillado.

Se me escapa la risa y de inmediato me mira. Parece ligeramente confundido. Quizá sí nos conocemos. Quizá trabaja con Conor. Quizá fuimos juntos al colegio. O a la universidad. Tal vez se dedique al negocio inmobiliario y haya trabajado con él. Es imposible; es americano. Quizá le enseñé una propiedad. Quizá sea famoso y no debería mirarlo tanto. Me avergüenzo y vuelvo a apartar la vista enseguida.

Mi peluquero me envuelve con una capa negra y echo otra mirada furtiva al hombre que tengo a mi lado en el espejo. Me mira. Aparto la vista y vuelvo a mirarlo. Aparta la vista. Y así, nuestro partido de tenis de miradas transcurre durante la estancia en la peluquería.

—¿Cómo lo quiere, señora?

—Al rape —digo, intentando evitar mi reflejo, pero noto unas manos frías en las mejillas que me levantan la cabeza y me veo obligada a mirarme. Hay algo desconcertante en que te obliguen a mirarte a ti misma cuando no estás dispuesta a aceptar algo, algo descarnado y real de lo que no puedes salir huyendo. Puedes mentirte a ti misma todo el tiempo que quieras pero cuando te miras a la cara, bueno, sabes que estás mintiendo. No estoy bien. Eso no me lo he ocultado a mí misma, y esa verdad está ahora mirándome a la cara. Tengo las mejillas hundidas, unas ojeras de órdago, líneas rojas que parecen hechas con delineador de ojos resultado de mis noches de llanto. Pero, aparte de eso, sigo pareciéndome a mí. A pesar del enorme cambio que he sufrido, tengo el mismo aspecto de siempre. Se me ve cansada, pero soy yo. No sé qué me esperaba. Una mujer totalmente cambiada, alguien a quien la gente miraría y sabría en el acto que había pasado por una experiencia traumática. Sin embargo, el espejo me ha dicho: no puedes saberlo todo mirándome. Nunca puedes saberlo todo de alguien mirándole.

Mido un metro setenta y tengo una media melena que me llega a los hombros. El color de mi pelo está a medio camino entre el rubio y el castaño. Soy una persona del montón. Ni gorda ni flaca; hago ejercicio un par de veces por semana, corro un poco, camino un poco, nado un poco. No me paso ni me quedo corta. Ni obsesionada ni adicta a nada. No soy extrovertida ni tímida, sino un poco de cada, en función del humor que tenga, según la ocasión. No hago nada en demasía y disfruto con casi todo lo que hago. Pocas veces me aburro y raramente me quejo. Cuando bebo me achispo, pero nunca me caigo ni tengo resaca. Me gusta mi trabajo, aunque no me encanta. Soy mona, ni despampanante ni fea; no espero demasiado y nunca me decepciono mucho. No me siento abrumada, pero tampoco ninguneada; recibo la atención justa. Estoy bien. Nada espectacular aunque a veces especial. Miro en el espejo y veo a esta persona normal y corriente. Un poco cansada, un poco triste pero no hecha pedazos. Miro al hombre que tengo al lado y veo lo mismo.

—Perdone. —El peluquero irrumpe en mis pensamientos—. ¿Quiere que se lo corte todo? ¿Está segura? Tiene un pelo muy lustroso. —Me lo acaricia con los dedos—. ¿Es su color natural?

—Sí, antes me lo teñía un poco, pero dejé de hacerlo por… —Estoy a punto de decir «el bebé». Me asoman las lágrimas y bajo la vista, pero él cree que estoy indicándole el vientre oculto debajo de la capa.

—¿Por qué dejó de hacerlo? —pregunta.

Sigo mirándome los pies, fingiendo que me molesta algo. Una vieja maniobra evasiva. No se me ocurre qué decirle de modo que finjo no haberle oído.

—¿Qué?

—Me estaba diciendo que dejó de teñirse por algo…

—Ah, sí… —«No llores. No llores. Si empiezas ahora no pararás nunca»—. Oh, no lo sé —digo entre dientes, agachándome para hacer como que busco algo en el bolso que he dejado en el suelo. «Se te pasará, se te pasará. Algún día se te pasará, Joyce»—. Los productos químicos. Dejé de hacerlo por los productos químicos.

—Bien, así es como quedará —me recoge el pelo y lo sujeta en el cogote—. ¿Qué tal si hacemos una Meg Ryan en
French Kiss
? —Esparce el pelo en todas direcciones y parece que haya metido los dedos en un enchufe eléctrico—. Es un
look
muy sexy de recién levantada de la cama. O si no, podemos hacer esto. —Sigue manipulándome el pelo un poco más.

—¿Podríamos abreviar un poco? —le digo—. Yo también tengo un taxi fuera esperando.

Miro por la ventana y veo a papá, que está charlando con el taxista. Ambos se ríen y me calmo un poco.

—Algo así no debe hacerse con prisas —alega el peluquero—. Tiene mucho pelo.

—No pasa nada. Le doy permiso para hacerlo deprisa. Córtelo todo y ya está.

Vuelvo a mirar hacia el coche.

—Bueno, tenemos que dejar unos cuantos centímetros, querida. —Me vuelve la cara hacia el espejo—. No queremos una Sigourney Weaver en
Aliens 3
, ¿verdad? En esta peluquería no atendemos a mujeres soldado. Le vamos a hacer un flequillo ladeado, muy sofisticado, muy actual. Creo que le quedará muy bien, realzará esos pómulos altos. ¿Qué le parece?

Me importan un bledo mis pómulos. Quiero cortarme el pelo al rape.

—En realidad, ¿qué tal si sólo hacemos esto?

Le arrebato las tijeras de la mano, me corto la cola de caballo y acto seguido le entrego ambas cosas.

El peluquero suelta un grito ahogado, aunque más bien parece un chillido.

—O podríamos hacer esto —añado—. Una… cola cortada.

El americano se queda boquiabierto al ver a mi peluquero con sus tijeras y treinta centímetros de pelo colgando de la mano. Se vuelve hacia el suyo y le coge las tijeras antes de que le dé otro corte.

—¡A mí no me haga eso! —dice señalándome.

El pelirrojo suspira y pone los ojos en blanco.

—No, claro que no, señor.

El americano comienza a rascarse el brazo izquierdo otra vez.

—Me habrá picado algo.

Intenta arremangarse la camisa y me retuerzo en el asiento, intentando verle el brazo.

Los peluqueros hablan al unísono.

—¿Podría estarse quieto por favor?

—¿Podría estarse quieta por favor?

Cruzan una mirada y se echan a reír.

—Se respira algo curioso en el ambiente esta mañana —comenta uno de ellos, y el americano y yo nos miramos. Y tan curioso.

—Señor, mire al espejo, por favor.

Él aparta la vista y mi peluquero me pone un dedo bajo la barbilla para volverme la cabeza. Luego me da la coleta y dice:

—De recuerdo.

—No la quiero —respondo.

Me niego a tocar mi pelo con las manos. Cada centímetro de ese pelo corresponde a un momento que ya pasó. Pensamientos, deseos, esperanzas, sueños que ya no existen. Una mata de pelo nueva.

Comienza a darle forma con estilo y observo cómo cae al suelo cada mechón que corta. Siento la cabeza más ligera.

El pelo que creció el día que compramos la cuna. Tijeretazo.

El pelo que creció el día que elegimos los colores para el cuarto del niño, los biberones, los baberos y los peleles. Todo comprado demasiado pronto, pero estábamos tan entusiasmados… Tijeretazo.

El pelo que creció el día que decidimos los nombres. Tijeretazo.

El día de la primera ecografía. El día que supe que estaba embarazada. El día en que concebimos al bebé. Tijeretazo. Tijeretazo. Tijeretazo.

Los recuerdos más dolorosos y recientes permanecerán en las raíces durante un tiempo más. Tendré que aguardar a que crezcan hasta que pueda librarme de ellos también y entonces no quedará rastro de nada y saldré adelante.

Llego a la caja cuando el americano está pagando su corte de pelo.

—Te queda bien —comenta, estudiándome.

Levanto la mano para ponerme el pelo detrás de las orejas con timidez pero no encuentro nada. Me siento más ligera, atolondrada, gustosamente mareada, con una deliciosa sensación de vértigo.

—A ti también —respondo.

—Gracias.

Abre la puerta y me cede el paso.

—Gracias —digo mientras salgo a la calle.

—Eres demasiado educada.

—Gracias. —Sonrío—. Tú también.

—Gracias.

Nos reímos. Echamos un vistazo a los taxis que aguardan en fila y volvemos a mirarnos con curiosidad.

—¿El primer taxi o el segundo? —me pregunta mientras esboza una amplia sonrisa.

—¿Para mí?

Asiente.

Mi taxista no para de hablar.

Estudio ambos taxis; papá está en el segundo, inclinado hacia delante mientras charla con el taxista.

—El primero —me decido al fin—. Mi padre no para de hablar.

Él estudia el segundo taxi, donde papá ha estampado la cara contra el cristal y me mira fijamente como si estuviera ante una aparición.

—Pues que sea el segundo —dice el americano, y se dirige a su taxi, volviéndose un par de veces a mirarme.

—¡Eh! —protesto, y le observo alejarse embelesada.

Floto hasta mi taxi y ambos cerramos la portezuela a la vez.

El taxista y papá me miran como si hubiesen visto un fantasma.

—¿Qué pasa? —pregunto. El corazón me palpita—. ¿Qué ha pasado? Dime.

—Tu pelo —dice papá sin más, mirándome horrorizado—. Pareces un chico.

8

A medida que el taxi se acerca a mi casa de Phisboro, se me hace un nudo en el estómago.

—Qué curioso que el hombre que teníamos delante también haya dejado un taxi esperando, ¿verdad, Gracie?

—Joyce. Y sí, muy curioso —contesto, agitando nerviosa la pierna.

—¿Eso hace ahora la gente cuando va a cortarse el pelo?

—¿Hacer qué, papá?

—Dejar taxis esperando fuera.

—No lo sé.

Arrastra el trasero hasta el borde del asiento para acercarse al taxista.

—Y digo yo, Jack, ¿esto es lo que hace la gente ahora cuando va al barbero?

—¿El qué?

—Dejar un taxi esperando en la calle.

—A mí es la primera vez que me lo han pedido —explica el taxista educadamente.

Papá vuelve a sentarse con aire satisfecho.

—Justo lo que pensaba, Gracie.

—Soy Joyce —le recalco.

—Joyce. Ha sido una coincidencia. ¿Y sabes qué dicen de las coincidencias?

—Sí.

Giramos en la esquina de mi calle y se me revuelven las tripas.

—Que las coincidencias no existen —concluye papá pese a que ya le he dicho que sí—. Desde luego que no —dice para sí mismo—. No existen. Ahí está Patrick. —Le saluda con la mano—. Espero que no nos salude. —Observa a su amigo del Club de los Lunes agarrado con ambas manos a su andador—. Y David paseando al perro. —Vuelve a saludar, aunque David se ha parado para que su perro haga caca y está mirando en otra dirección. Tengo la impresión de que papá se siente importante yendo en taxi. Rara vez coge uno porque son muy caros y, además, todos los sitios a los que suele ir quedan lo bastante cerca como para que pueda llegar caminando o en autobús.

—Hogar, dulce hogar —anuncia—. ¿Cuánto le debo, Jack?

Se inclina hacia delante otra vez y saca dos billetes de cinco euros del bolsillo.

—Malas noticias, me temo… —dice el taxista—. Veinte euros, por favor.

—¿Qué? —Papá levanta la vista impresionado.

—Ya pago yo, papá, guarda ese dinero.

Le doy veinticinco euros al taxista y le digo que se quede con la vuelta. Papá me mira como si le hubiese cogido una jarra de cerveza de las manos para echarla a la alcantarilla.

Conor y yo hemos vivido en Phisboro, en esta casa adosada de ladrillo rojo, desde que nos casamos hace diez años. Las casas fueron construidas en los cuarenta, y con los años hemos ido invirtiendo dinero en ella para modernizarla. Finalmente es como la queremos, o lo era hasta la semana pasada. Una reja negra cerca un pequeño jardín presidido por los rosales que plantó mi madre. Papá vive en una casa idéntica a dos calles de aquí, la casa donde crecí, aunque lo cierto es que nunca terminamos de crecer, continuamente aprendemos, y cuando vuelvo allí es como si regresara a mi juventud.

La puerta principal se abre justo cuando el taxi arranca para irse y allí está Fran, la vecina de papá, que sonríe al verme. Sin embargo, percibo que se siente incómoda y evita mirarme a los ojos. Tendré que acostumbrarme a esto.

—¡Oh, tu pelo! —dice de entrada, y acto seguido recobra la compostura—. Perdona, querida, tenía previsto haberme marchado cuando llegaras a casa.

Acaba de abrir la puerta y sale tirando de un carrito de la compra. Lleva un guante de plástico en la mano derecha.

Papá está nervioso y evita mirarme.

—¿Qué estabas haciendo, Fran? —pregunto a la vecina—. ¿Cómo diablos has entrado en mi casa?

Intento ser todo lo educada que puedo, pero ver que hay alguien en mi casa sin mi permiso me sorprende y enfurece.

Se ruboriza y mira a papá, que le mira la mano y tose. Fran baja la vista, ríe nerviosa y se quita el guante de plástico.

—Tu padre me dio una llave —dice—. Pensé que… Bueno, he puesto una bonita alfombra en la entrada. Espero que te guste. —La miro fijamente sin salir de mi asombro—. Descuida, ya me voy. —Al pasar junto a mí me da un apretón en el brazo, aunque sigue sin mirarme a los ojos—. Cuídate mucho, cariño.

Se va calle abajo arrastrando el carrito de la compra, con las medias Nora Batty caídas a la altura de sus gruesos tobillos.

—Papá —lo miro enfadada—, ¿qué significa esto? —Entro en la casa y señalo la alfombra repugnante que han puesto encima de mi moqueta beige—. ¿Por qué le has dado la llave de mi casa a una casi desconocida para que entre y ponga una alfombra? ¡Esto no es una casa de beneficencia!

Se quita la gorra y la estruja entre las manos.

—No es una extraña, cielo. Te conoce desde que naciste…

No es el mejor momento para esa historia y se da cuenta.

—¡Me importa un bledo! —replico farfullando de rabia—. ¡Es mi casa, no la tuya!

Agarro la alfombra por una punta, la arrastro fuera y cierro la puerta de un portazo. Estoy que echo chispas y me vuelvo hacia papá para seguir gritándole. Está pálido y abatido, mirando al suelo con tristeza. Sigo su mirada y veo varios tonos de manchas marrones descoloridas, como de vino tinto, salpicando la moqueta beige. La han limpiado a conciencia, pero en algunas partes los pelos están cepillados al revés y dejan ver que antes había algo ahí. Mi sangre.

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