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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (5 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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—Me trajo en coche Fran, la vecina —contesta y deja en su sitio el plátano, aún riendo de la broma de ir corriendo hasta casa, y se mete otra uva en la boca—. Por poco me mata dos o tres veces. Suficiente para hacerme saber que Dios existe, si es que alguna vez lo he dudado. Había pedido uva sin pepitas; ésta no es sin pepitas. —Frunce el ceño y devuelve con sus manos llenas de manchas el racimo a la mesita de noche. Luego se saca las pepitas de la boca y busca una papelera.

—¿Todavía crees en tu Dios, papá?

Me sale con más crueldad de la que quiero, pero es que la ira me tiene desquiciada.

—Pues claro que creo, Joyce. —Como siempre, sin ofenderse. Envuelve las pepitas con su pañuelo y se lo vuelve a meter en el bolsillo—. Los designios del Señor son inescrutables. A menudo no podemos explicarlos ni entenderlos, aceptarlos ni soportarlos. Comprendo que ahora dudes de Él; todos lo hacemos a veces. Cuando tu madre murió, yo… —Se calla y deja la frase a medias como siempre, es lo más lejos que irá en su deslealtad a su Dios, lo máximo que dirá sobre la pérdida de su esposa—. Pero esta vez Dios ha atendido a mis plegarias. Anoche me escuchó cuando oyó mi llamada. Me dijo: «Descuida, Henry. —De pronto ha adoptado un marcado acento de Cavan, el acento que tenía de niño antes de mudarse a Dublín durante la adolescencia—. Te oigo alto y claro. Lo tengo todo controlado, así que no te preocupes. Te echaré una mano, no es ninguna molestia.» Y te salvó. Salvó la vida a mi niña y siempre le estaré agradecido, por más que nos apene la defunción de otro ser.

No sé cómo contestar a eso, pero me ablando.

Arrastra su silla más cerca de la cama haciéndola chirriar por el suelo.

—Y creo en la otra vida —prosigue en voz más baja—. Eso sí. Creo en el paraíso del cielo, ahí arriba, en las nubes, y que todos los que han estado aquí, ahora están allí. Hasta los pecadores, porque Dios a todos perdona, eso es lo que creo.

—¿Todos? —Contengo el llanto. No quiero verter lágrimas. Sé que si empiezo ahora no podré parar nunca—. ¿Y qué pasa con mi bebé? ¿Mi bebé también está allí, papá?

Parece afligido. No habíamos hablado mucho sobre mi embarazo. Al principio todos estábamos preocupados, él más que nadie. Hace sólo unos días nos peleamos cuando le pedí que guardara nuestra cama de invitados en su garaje. Había comenzado a preparar el cuarto del niño, ya ves… Dios mío, el cuarto del niño. Acababa de sacar la cama extra y un montón de trastos. Ya había comprado la cuna. Un amarillo precioso para las paredes, «Buttercup Dream», con una cenefa de patitos.

Faltaban cinco meses. Algunas personas, mi padre incluido, pensaban que era prematuro preparar el cuarto del niño a los cuatro meses de embarazo, pero yo llevaba seis años esperando un bebé, este bebé. No tenía nada de prematuro.

—Ay, cielo, ya sabes que no lo sé… —contesta finalmente.

—Iba a ponerle Sean si era niño —me oigo decir en voz alta. Llevo todo el día diciéndome estas cosas, una y otra vez, y aquí están, saliéndome en lugar de las lágrimas.

—Vaya, es un nombre bonito. Sean.

—Grace si era niña. Por mamá. Le habría gustado.

Aprieta la mandíbula y mira hacia otro lado. Cualquiera que no le conociera pensaría que se ha enfadado, pero me consta que no es el caso. Sé que la emoción se le acumula en la mandíbula como si fuera un depósito, guardándola a buen recaudo hasta que sea absolutamente imposible contenerla, hasta uno de esos raros momentos en que los muros se rompan y las emociones salgan a borbotones.

—Por alguna razón pensaba que era un niño. No sé por qué, pero lo sentía así. Puede que me equivocara. Iba a ponerle Sean —repito.

Papá asiente.

—Está muy bien. Es un nombre bonito.

—Solía hablarle. Le cantaba. Me pregunto si me oía.

Mi voz suena distante. Me siento como si hablara desde el tronco hueco de un árbol donde estoy escondida.

Se hace el silencio mientras imagino un futuro en el que nunca estará el pequeño Sean imaginario. Un futuro en el que le canto cada noche, un futuro de piel de melocotón y salpicaduras a la hora del baño, pataletas y paseos en bicicleta, castillos de arena y berrinches por culpa del fútbol. La ira por una vida añorada —no, peor, una vida perdida— anula mis pensamientos.

—Me pregunto si se enteró —murmuro.

—¿Si se enteró de qué, cielo?

—De lo que estaba pasando. De que iba a desaparecer. ¿Pensaría que yo quería que se fuera? Espero que no me culpe. Yo era todo lo que él tenía y…

Me callo. Estoy a un tris de ponerme a gritar aterrorizada, por eso tengo que callarme. Si doy rienda suelta a las lágrimas, sé que nunca pararán.

—¿Dónde está ahora, papá? —añado—. ¿Cómo puedes morir cuando ni siquiera has nacido?

—Ay, cielo. —Me coge la mano y la estrecha entre las suyas.

—Dime.

Esta vez piensa en ello un buen rato. Me acaricia el pelo, con mano firme me aparta los mechones de la cara y los remete detrás de las orejas. No me lo había hecho desde que era una niña pequeña.

—Pienso que está en el cielo, cariño. Bueno, en realidad no es que lo piense, es que lo sé. Está allí arriba con tu madre, sentado en su regazo mientras ella juega a la canasta con Pauline, desplumándola y riendo socarronamente. Están los tres allí. —Levanta la vista al techo y hace un gesto admonitorio con el dedo—. Haznos el favor de cuidar del pequeño Sean, Gracie, ¿me oyes? Le estará contando todo acerca de ti, le hablará de cuando eras un bebé, del día que diste tus primeros pasos, del día que te salió el primer diente. Le hablará de tu primer día de colegio y de tu último día de colegio y de todos los días que hubo entre esos dos, y él lo sabrá todo sobre ti, de manera que cuando entres por la puerta de allá arriba, como una mujer mucho más vieja de lo que yo soy ahora, levantará la vista de la partida y dirá: «Vaya, aquí está ella en persona: mi madre.» Te reconocerá al instante.

Un nudo en mi garganta, tan grande que apenas puedo tragar, me impide darle las gracias como quiero, pero quizá lo vea en mis ojos, ya que asiente con aire comprensivo y vuelve a dirigir su atención al televisor mientras miro por la ventana sin ver nada.

—Aquí hay una capilla muy bonita, cielo —agrega—. A lo mejor deberías visitarla, cuando te encuentres mejor. No tienes que decir nada, a Él no le importará. Sólo siéntate y piensa. A mí me ayuda.

Pienso que es el último sitio del mundo donde quiero estar.

—Es un lugar agradable —prosigue papá, leyendo mis pensamientos. Me observa y casi puedo oírle rezar para que salte de la cama y coja el rosario que ha dejado en la mesita de noche.

—Es un edificio rococó, ¿sabes? —digo de pronto, y no tengo ni idea de lo que estoy diciendo.

—¿El qué? —Papá frunce el ceño y sus ojos desaparecen bajo las cejas como dos caracoles que se metieran en sus conchas—. ¿Este hospital?

Me concentro.

—¿De qué estábamos hablando?

Ahora es él quien se concentra.

—De los Maltesers —responde—. ¡No!

Se queda callado un momento y luego se pone a contestar como si se tratara de una ronda de preguntas rápidas en un concurso de televisión:

—¡Plátanos! No. ¡El cielo! No. ¡La capilla! Estábamos hablando de la capilla. —Exhibe una sonrisa de un millón de dólares, exultante por haber logrado recordar la conversación que manteníamos hace menos de un minuto. Y sigue adelante—: Y entonces has dicho que es un edificio destartalado. Aunque a decir verdad a mí me pareció que estaba muy bien. Un poco viejo, eso sí, pero no es tan malo ser un poco viejo y destartalado.

Me guiña el ojo.

—La capilla es un edificio rococó, no destartalado —le corrijo, sintiéndome como una profesora—. Es famosa por el intrincado estuco que adorna el techo. Es obra del estucador francés Barthelemy Cramillion.

—¿En serio, cielo? ¿Y cuándo lo hizo?

Arrima su silla a la cama. Lo que más le gusta del mundo es que le cuenten historias.

—En 1762. —Tan exacto. Tan aleatorio. Tan natural. Tan inexplicable que yo lo sepa.

—¿Tanto hace? No sabía que este hospital llevase tanto tiempo aquí.

—Lo construyeron en 1757 —explico frunciendo el ceño. ¿Por qué demonios lo sé? Pero no puedo parar, es como si mi boca funcionara con piloto automático, completamente desconectada de mi cerebro—. Lo diseñó el mismo hombre que hizo la Leinster House. Se llamaba Richard Cassells. Uno de los arquitectos más famosos de su época.

—Esto sí que me suena —miente papá—. Si me hubieses dicho que era cosa de Dick, lo habría sabido al instante. —Se ríe entre dientes.

—La idea fue de Bartholomew Mosse —continúo, y no sé de dónde vienen las palabras, no sé de dónde sale tanta erudición. No se me ocurre de dónde la saco. Tengo una sensación de
déjà-vu
estas palabras me resultan familiares, pero no las he oído o dicho antes. Pienso que tal vez me lo estoy inventando, aunque en el fondo me consta que lo que digo es verdad. Una sensación muy grata se adueña de mi cuerpo—. En 1745 adquirió un pequeño teatro, el New Booth, y lo convirtió en el primer hospital de maternidad de Dublín.

—¿Y estaba aquí mismo, el teatro?

—No, estaba en George’s Lane. Aquí sólo había campos. Pero con el tiempo se quedó pequeño y compró los campos que había en este lugar, consultó con Richard Cassells, y en 1757, el nuevo hospital de maternidad, que ahora se conoce como la Rotonda, fue inaugurado por lord Lieutenant. El ocho de diciembre, si no recuerdo mal.

Papá está confundido.

—No sabía que te interesaras por estas cosas, Joyce. ¿Cómo es que sabes todo eso?

Frunzo el entrecejo. Yo tampoco sabía que las supiera. De repente me invade un sentimiento de frustración y niego con la cabeza enérgicamente.

—Quiero cortarme el pelo —digo enfadada, soplándome el flequillo de la frente—. Quiero marcharme de aquí.

—Muy bien, cielo —responde papá con calma—. Pronto podrás irte.

7

«¡Córtate el pelo!»

Justin se aparta el flequillo de los ojos con un soplido y mira descontento su reflejo en el espejo.

Hasta que su imagen le ha llamado la atención, estaba haciendo la bolsa para regresar a Londres mientras silbaba la alegre tonada de un hombre divorciado que acaba de echar el primer polvo con una mujer desde que se separó de su esposa. Bueno, en realidad es la segunda vez en ese año, pero la primera que podrá recordar con cierto grado de orgullo. Ahora, de pie ante el espejo de cuerpo entero, el silbido cesa, la imagen de su yo ideal se va al garete ante la cruda realidad. Corrige su postura, mete las mejillas y flexiona los músculos, jurándose volver a ponerse en forma ahora que la nube del divorcio se ha disipado. Tiene cuarenta y tres años, es guapo y lo sabe, mas no es un parecer que sostenga con arrogancia. La opinión acerca de su aspecto simplemente es fruto de la misma lógica que aplica a la cata de un buen vino: la uva se cultivó en el lugar apropiado bajo condiciones apropiadas; cierto grado de cuidados y amor sumados a un buen pisado a conciencia. Tiene el sentido común de permitirse reconocer que nació con buenos genes y los rasgos bien proporcionados. No debería ser ensalzado ni culpado por ello, del mismo modo que una persona menos atractiva no debería mirarse abriendo las ventanas de la nariz con una sonrisita de suficiencia. Cada cual es como es.

Hace casi dos metros de estatura, es ancho de espaldas y tiene un abundante pelo castaño, aunque ya le asoman canas en los lados, lo cual le trae sin cuidado: ha tenido canas desde los veintitantos y siempre ha pensado que le daban un aire distinguido. Aunque no faltaban quienes, temerosos de la misma naturaleza de la vida, veían sus patillas entrecanas como una espina que haría estallar la burbuja de la felicidad. Se le acercaban, inclinados como jorobados, adoptando el aspecto de un desdentado vagabundo del siglo
XVI
, endilgándole tinte de pelo como si fuese agua de la fuente de la juventud eterna.

Para Justin, salir adelante y cambiar es lo único que cuenta. No es de los que se detienen, de los que se atascan en la vida, aunque no contaba con tener que aplicar a su matrimonio su particular filosofía sobre la edad y las canas. Jennifer lo abandonó hace dos años para que cavilara al respecto, aunque no sólo por eso, sino también por muchas otras razones. Tantas, en realidad, que ojalá hubiese cogido bolígrafo y papel para irlas anotando mientras se las enumeraba a gritos en su diatriba cargada de odio. En las primeras noches oscuras y solitarias que vinieron después, Justin cogía el bote de tinte y se preguntaba si renunciar a su estricta filosofía serviría para arreglar las cosas. ¿Despertaría por la mañana y Jennifer estaría en su cama? ¿La leve herida que el anillo de boda le había hecho en el mentón se habría curado? ¿La lista de cosas que tanto odiaba de él serían las mismas cosas que amaba? Entonces se serenó y vació el bote de tinte en el fregadero de la cocina de su apartamento de alquiler, acero inoxidable manchado que se convirtió en un recordatorio diario de su decisión de permanecer arraigado en la realidad. Finalmente, decidió mudarse a Londres para estar más cerca de su hija, provocando la indignación de su ex esposa.

A través de los mechones de flequillo que le caen sobre los ojos tiene una visión del hombre que espera ser. Más delgado, más joven, quizá con menos arrugas alrededor de los ojos. Cualquier defecto, como la incipiente barriga, en parte se debe a la edad y en parte es obra suya, porque se aficionó a la cerveza y la comida pre-cocinada por comodidad durante el proceso de divorcio en vez de salir a caminar o a correr de vez en cuando.

Sucesivos
flashbacks
de la noche anterior arrastran su mirada hasta la cama donde él y Sarah por fin se conocieron íntimamente. Ha pasado todo el día sintiéndose como el rey del campus y ha faltado el canto de un duro para que interrumpiera su disertación sobre pintura holandesa y flamenca para dar detalles de su actuación nocturna. Alumnos de primer curso en plena Semana Benéfica
[1]
; sólo tres cuartos de la clase se ha presentado después de la fiesta de la espuma celebrada la noche anterior, y los que han asistido seguro que no habrían notado la diferencia si se hubiese embarcado en un pormenorizado análisis de sus dotes amorosas. De todos modos, no puso a prueba esta suposición.

La Semana Sangre por la Vida concluyó, para gran alivio de Justin, y Sarah abandonó el campus para instalarse de nuevo en la oficina central. Cuando Justin regresó a Dublín se tropezó con ella casualmente en un bar que sabía que Sarah frecuentaba, y a partir de ahí la cosa fue a más. Él no sabía si Sarah querría volver a verle, aunque al final del encuentro tenía su número de teléfono a buen recaudo en el bolsillo interior de la chaqueta.

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