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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (6 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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Tiene que admitir que, si bien la noche anterior fue realmente deliciosa —algunas botellas de más de Cháteau Olivier, vino que hasta la víspera siempre había encontrado decepcionante pese a la ubicación ideal de la bodega en Burdeos, en un animado bar del Green, seguido de un paseo hasta su habitación de hotel—, siente que su táctica de seducción dejó mucho que desear. Se armó de coraje holandés echando mano del minibar del hotel antes de llamarla para quedar, y cuando por fin llegó a la cita ya era incapaz de mantener una conversación seria o, hablando más propiamente, incapaz de conversar.

«Venga, por el amor de Dios, Justin, ¿a qué hombre conoces que le importe la puñetera conversación?»

Pero, aunque terminaron en su cama, tiene la impresión de que a Sarah sí le importaba la conversación. Tiene la impresión de que había cosas que ella deseaba decirle y que quizá le dijo mientras él miraba aquellos ojos azules de mirada triste clavados en los suyos y los labios que se abrían y cerraban como capullos de rosa, pero su whisky Jameson no le dejaba escuchar y no hacía más que repetir sus palabras mentalmente como un niño caprichoso.

A dos semanas de que finalice su segundo seminario en dos meses, Justin mete su ropa en la bolsa contento de largarse de esa mísera habitación mohosa. Viernes por la tarde, hora de volver volando a Londres. De ver a su hija, a su hermano menor, Al, y a su cuñada, Doris, que vienen de visita desde Chicago.

Sale del hotel, cruza la calle adoquinada que da a Temple Bar y sube al taxi que le aguarda.

—Al aeropuerto, por favor.

—¿Ha venido de vacaciones? —pregunta el taxista de inmediato.

—No. —Justin mira por la ventanilla confiando en que esto ataje la conversación.

—¿Por trabajo? —El conductor pone el motor en marcha.

—Sí.

—¿Dónde trabaja?

—En una universidad.

—¿En cuál?

Justin suspira.

—Trinity.

—¿Es el conserje? —Esos ojos verdes le guiñan juguetones en el retrovisor.

—Soy profesor de Arte y Arquitectura —dice a la defensiva, cruzando los brazos y apartándose el flequillo de los ojos de un soplido.

—Arquitectura, ¿eh? Yo fui albañil.

Justin no contesta, esperando que la conversación termine ahí.

—¿Y adónde se marcha? ¿Se va de vacaciones? —continúa el taxista.

—No.

—¿Y entonces?

—Vivo en Londres.

«Y mi número de la seguridad social estadounidense es…»

—¿Y trabaja aquí?

—Sí.

—¿No le iría mejor vivir aquí?

—No.

—¿Y por qué?

—Porque soy profesor invitado. Un antiguo colega mío me invitó a dar un seminario una vez al mes.

—Ah. —El conductor le sonríe en el retrovisor como si hubiese estado tratando de engañarlo—. ¿Y qué está haciendo en Londres? —pregunta con ojos inquisitivos.

«Soy un asesino en serie que se ensaña con los conductores de taxi preguntones.»

—Varias cosas distintas —contesta Justin con un suspiro, rindiéndose ante la curiosidad insaciable del conductor—. Soy el editor de
Art and Architectural Review
, la única publicación sobre arte y arquitectura verdaderamente internacional —dice con orgullo—. La lancé hace diez años y aún no tiene rival. Es la más vendida de su género.

«Veinte mil suscriptores, mentiroso.»

Ninguna reacción.

—También soy conservador —añade.

El conductor hace una mueca.

—¿Tiene que tocar cadáveres?

Justin, confundido, tuerce el gesto.

—¿Cómo dice? No. Soy conservador en un museo —aclara. Tras una pausa, agrega innecesariamente—: Participo habitualmente en un programa de arte y cultura de la BBC.

«Dos veces en cinco años no te convierten en invitado habitual, Justin. Cállate de una vez.»

El conductor estudia a Justin en el retrovisor.

—¿Sale en la tele? —pregunta entornando los ojos—. No le reconozco.

—Bueno, ¿ve ese programa?

—No.

«Pues ahí lo tienes.»

Justin pone los ojos en blanco. Tras quitarse la chaqueta, se desabrocha un botón de la camisa y baja la ventanilla. El pelo se le pega a la frente. Hace varias semanas que no ha ido al barbero, recuerda apartándose el flequillo de los ojos de un soplido. Cuando el taxi se detiene en un semáforo en rojo, Justin mira a la izquierda y ve una peluquería.

—Oiga —le dice al taxista—, ¿le importaría parar a la izquierda y esperarme unos minutos?

—Oye, Conor, no te preocupes. Deja de disculparte —digo cansada al teléfono. Me agota. Cada vez que hablamos acabo exhausta—. Papá está conmigo y va a acompañarme a casa en taxi, aunque soy perfectamente capaz de sentarme en un coche sin que nadie me ayude.

Y afuera del hospital, papá sostiene abierta la portezuela y subo al taxi. Por fin me marcho a casa, pero no siento el alivio que esperaba. Sólo miedo. Miedo a encontrarme con personas que conozco y tener que explicar lo ocurrido una y otra vez; miedo de entrar en mi casa y tener que enfrentarme al cuarto del niño a medio decorar: miedo a tener que desprenderme de todo lo que compré para ese cuarto, volver a instalar la cama de invitados y llenar los armarios con excedentes de ropa y zapatos que nunca me pondré. Como si un dormitorio con todas esas cosas fuera digno sustituto de un hijo. Miedo de ir a trabajar en lugar de cogerme la baja como tenía previsto; miedo de ver a Conor; miedo de volver a un matrimonio sin amor sin un bebé que nos distraiga; miedo a vivir cada día del resto de mi vida oyendo la cantinela de Conor por teléfono sobre las ganas que tiene de estar aquí conmigo, cuando durante los últimos días le he dicho tantas veces que no venga a casa, que cualquiera diría que se ha convertido en mi mantra. Ya sé que lo normal sería querer que mi marido viniera corriendo a casa para hacerme compañía —en realidad, que mi marido quisiera venir corriendo a casa para hacerme compañía—, pero nuestro matrimonio está lleno de peros y este incidente no es un suceso normal y corriente. Merece una reacción estrafalaria. Comportarse correctamente, actuar como un adulto se me antoja equivocado porque no quiero tener a nadie cerca. Me han atizado y vapuleado física y psicológicamente. Quiero estar a solas para llorar, quiero sentir pena de mí misma sin tener que oír palabras de compasión ni explicaciones clínicas. Quiero ser ilógica, autocompasiva, introspectiva, sentirme amargada y perdida durante unos pocos días más, por favor, y quiero hacerlo a solas.

Aunque eso no es inusual en nuestro matrimonio.

Conor es ingeniero. Viaja al extranjero, donde trabaja durante meses, y luego viene a casa por un mes antes de volver a marcharse. Llegué a acostumbrarme tanto a mi propia compañía y a mi rutina que durante la primera semana tras su vuelta me sentía irritable y casi deseaba que volviera a irse. Naturalmente, con el tiempo eso cambió. Ahora esa irritabilidad se prolonga durante el mes entero. Y es evidente que no soy la única que abriga ese sentimiento.

Cuando Conor aceptó el empleo, hace un montón de años, nos costaba mucho estar separados durante tanto tiempo. Yo iba a visitarle siempre que podía, pero no me era fácil pedir demasiados días libres en el trabajo. Las visitas se fueron haciendo más cortas, más escasas y al final se acabaron.

Siempre pensé que nuestro matrimonio sobreviviría a cualquier cosa mientras ambos lo intentáramos. Pero luego me encontré forzándome a intentarlo. Fui cavando bajo las capas de complejidades que habíamos creado con los años para llegar al origen de nuestra relación. ¿Qué era, me preguntaba, lo que entonces teníamos que cupiera reavivar? ¿Qué podía hacer a dos personas prometerse mutuamente pasar juntos cada día del resto de sus vidas?… Ah, ya sé. Era una cosa llamada amor. Una simple palabra. Si no significara tanto, nuestro matrimonio sería intachable.

Mi mente divagó mucho mientras estuve tumbada en esa cama de hospital. A veces me quedaba en blanco, como cuando entras en una habitación y de pronto te olvidas de qué ibas a hacer. Te quedas estupefacta. En esas ocasiones me sentía atontada, y al mirar las paredes rosas sólo pensaba en el hecho de estar mirando paredes rosas.

Mi mente ha saltado de estar aturdida a sentir demasiado. Durante una de esas divagaciones, cavé muy hondo hasta encontrar un recuerdo de cuando tenía seis años y tenía un juego de té predilecto que me había regalado la abuela Betty. Lo guardaba en su casa para que jugara con él cuando iba a visitarla los sábados, y mientras mi abuela «tomaba el té» con sus amigas, yo me ponía un vestido de fiesta que usaba mi madre cuando era niña y merendaba con
Tía Jemima
, la gata. Los vestidos nunca me quedaban muy bien, pero ambas éramos lo bastante educadas como para guardar las apariencias hasta que mis padres venían a recogerme al anochecer. Hace unos años le conté esta historia a Conor y se rio, sin entender el fondo del asunto.

Era fácil pasar por alto ese fondo —no se lo voy a tener en cuenta—, pero lo que mi mente le estaba diciendo a gritos era que la gente nunca se cansa de interpretar papeles y disfrazarse, por más años que pasen. Ahora nuestras mentiras sólo son más sofisticadas; nuestras palabras para engañar, más elocuentes. De indios y vaqueros, médicos y enfermeras, a marido y esposa, nunca hemos dejado de fingir. Sentada en el taxi al lado de papá, mientras escucho a Conor por teléfono, me doy cuenta de que he dejado de fingir.

—¿Dónde está Conor? —pregunta papá en cuanto cuelgo, desabrochándose el botón de arriba de la camisa y aflojándose el nudo de la corbata. (Se pone camisa y corbata cada vez que sale de casa, y nunca se olvida la gorra.) Luego empieza a buscar la manivela en la puerta del coche para bajar la ventanilla.

—Es electrónica, papá —le digo—. Ahí está el botón. Sigue en Japón. Vendrá a casa dentro de unos días.

—Pensaba que iba a regresar ayer.

Finalmente consigue bajar la ventanilla y por poco se lo lleva el viento; la gorra se le cae de la cabeza y los pocos mechones de pelo que le quedan se le ponen de punta. Vuelve a ponerse la gorra y libra una pequeña batalla con el botón hasta que consigue dejar sólo una pequeña abertura para que el aire ventile el ambiente cargado del taxi.

—¡Ja! Te pillé. —Sonríe victorioso, golpeando el cristal con los nudillos.

Aguardo a que haya terminado la lucha con la ventanilla para contestar:

—Le dije que no lo hiciera.

—¿Qué le dijiste a quién, cielo?

—A Conor. Me estabas preguntando por Conor, papá.

—Ah, es verdad. Vuelve pronto, ¿no?

Asiento en silencio.

El día es caluroso y me soplo el flequillo para apartármelo de la frente húmeda. Tengo el pelo pegado a la nuca; de repente lo noto pesado y grasiento, como si fuera un estropajo, me molesta y vuelvo a tener unas ganas locas de cortármelo al cero. Papá me ve revolverme en el asiento, pero tiene el atino de no decir nada. Llevo toda la semana así: me entra una ira incomprensible, hundiría los puños en las paredes y me liaría a golpes con las enfermeras. Luego me echo a llorar y siento tal pérdida dentro de mí que es como si nunca fuera a estar llena otra vez. Prefiero la ira. La ira es mejor; la ira me enciende y me llena y me da algo a lo que aferrarme.

Nos detenemos en un semáforo y miro a la izquierda. Una peluquería.

—Pare aquí, por favor —le digo al taxista.

—¿Qué vas a hacer, Joyce? —dice papá.

—Espera en el coche, por favor. Serán diez minutos. Voy a que me corten el pelo en un momento. Ya no lo aguanto más.

Papá echa un vistazo a la peluquería y luego al conductor del taxi y ambos se miran sin decir nada. El taxi que tenemos justo delante pone el intermitente y también se detiene a un lado de la calle. Nosotros paramos detrás.

El ocupante del otro taxi se apea y me quedo helada con un pie fuera del coche, observándolo. Me resulta familiar, creo que lo conozco. Él me ve a su vez y se detiene. Nos miramos fijamente durante unos segundos. Se rasca el brazo izquierdo, gesto que atrae mi atención más de lo normal. El momento es verdaderamente inusual y se me pone la piel de gallina; lo último que quiero es ver a alguien que conozca y aparto la vista enseguida.

Él también aparta la vista y comienza a caminar.

—¿Puede saberse qué estás haciendo? —pregunta papá levantando demasiado la voz, y por fin salgo del coche.

Echo a andar hacia la peluquería y salta a la vista que ambos nos dirigimos al mismo sitio. Mis andares devienen mecánicos, torpes, tímidos. Hay algo en él que me desconcierta, me inquieta. Quizá sea la perspectiva de tener que decirle a alguien que no habrá bebé. Sí, un mes de hablar sin parar del bebé y al final no habrá ningún bebé que enseñar. Lo siento, chicos. Me siento culpable, como si hubiese engañado a mi familia y amigos. El engaño más largo de todos. Un bebé que nunca será. Se me encoge el corazón al pensarlo.

Una vez ante la entrada de la peluquería, sostiene la puerta abierta y me sonríe. Guapo. Lozano. Alto. Fuerte. Atlético. Perfecto. Seguro que lo conozco.

—Gracias —le digo.

—No hay de qué.

Ambos hacemos una pausa, nos miramos mutuamente, miramos los taxis idénticos que nos aguardan junto a la acera y otra vez el uno al otro. Creo que está a punto de decir algo, pero enseguida aparto la vista y entro.

La peluquería está vacía y hay dos peluqueros sentados charlando; uno es pelirrojo y el otro va teñido de rubio. Nos ven y se levantan de un salto.

—¿Cuál prefieres? —dice el americano por lo bajini.

—El rubio. —Sonrío.

—Pues que sea el pelirrojo.

Me quedo boquiabierta, pero me río.

—Hola, encantos. ¿Qué se os ofrece? —dice el pelirrojo, saliendo a nuestro encuentro y mirándonos alternativamente—. ¿Quién va a cortarse el pelo hoy?

—Bueno, pues los dos, me figuro, ¿no? —El americano me mira y asiento.

—Oh, perdón, pensaba que ibais juntos —dice el peluquero.

Me doy cuenta de que estamos tan juntos que nuestras caderas casi se tocan. Ambos bajamos la vista a las caderas contiguas, la levantamos para mirarnos a los ojos y entonces nos separamos un paso en direcciones opuestas.

—Tendríais que probar suerte con la natación sincronizada —dice el peluquero riendo, pero se deja de bromas al ver que no reaccionamos—. Ashley, ocúpate de esta encantadora dama. Usted venga conmigo.

El americano me hace una mueca mientras se lo llevan y vuelvo a reírme.

—Muy bien, sólo quiero cortar unos cinco centímetros, por favor —dice el americano—. La última vez me cortaron como unos cincuenta. Por favor, que sean sólo cinco —insiste—. Tengo un taxi esperando fuera para llevarme al aeropuerto, así que tan deprisa como sea posible, por favor.

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