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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (23 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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Joyce abre y cierra la boca durante unos segundos hasta que su padre interviene. Está de pie con las manos entrelazadas encima de la barriga. Levanta la barbilla, los ojos le brillan, ignora a la experta y adopta un acento pijo para contestar directamente a Michael Aspel, a quien se dirige como si fuera un amigo de toda la vida:

«Verás, Michael, esto es un regalo de mi tatarabuelo Joseph Conway, que era granjero en Tipperary. Él se lo dio a mi abuelo Shay, que también era granjero. Mi abuelo se lo regaló a mi padre, Paddy-Joe
[12]
, que también fue granjero en Cavan y cuando él falleció, pasó a mí.»

«Entiendo —contesta la experta—, ¿y tiene idea de dónde lo sacó su tatarabuelo?»

«Seguramente se lo robó a los británicos», bromea Henry, y es el único que ríe. Joyce le da un codazo a su padre, Frankie suelta un resoplido y, en el suelo de la sala de espera de un dentista de Londres, Justin echa la cabeza hacia atrás riendo a carcajadas.

«Bueno, se lo pregunto porque este objeto que ha traído es fabuloso —añade la experta—. Es un raro ejemplar de jardinera vertical de época victoriana que debe de datar de mediados del siglo
XIX
».

«Me encanta la jardinería, Michael —dice Henry interrumpiendo a la experta—, ¿a usted también?»

Michael le sonríe educadamente y la experta prosigue:

«Tiene cuatro maravillosas placas estilo Selva Negra talladas a mano, montadas en un armazón de madera de ébano.»

—¿Country English o French décor, qué te parece? —le pregunta a Frankie su colega, pero ésta no le escucha y sigue concentrada en Joyce.

«Dentro tiene lo que parece un forro de zinc grabado y pintado con motivos decorativos, en perfecto estado —prosigue la experta—. Aquí vemos que dos lados presentan motivos florales y que los otros son figurativos: una cabeza de león en éste y un grifo en este otro. Desde luego, se trata de una pieza magnífica y absolutamente maravillosa para tenerla en la puerta principal.»

«Vale unas cuantas libras, ¿verdad?», pregunta Henry, olvidando el acento pijo.

«Ya llegaremos a esa parte —dice la experta—. Aunque está en buenas condiciones, parece que había tenido pies, probablemente de madera. Los lados no presentan grietas ni están alabeados, conserva el forro extraíble original de zinc decorado y las anillas de sujeción están intactas. Tomando todo esto en consideración, ¿cuánto diría usted que vale?»

—¡Frankie! —Frankie oye a su jefe llamándola desde la otra punta de la oficina—. ¿Qué es eso de que andas enredando con los monitores?

Frankie se levanta, da media vuelta y, mientras tapa el televisor con su cuerpo, intenta cambir de canal.

—Vaya —protesta su colega, chasqueando la lengua—. Justo cuando iban a dar el precio. Es la mejor parte.

—Apártate —dice el jefe frunciendo el ceño.

Frankie se aparta para mostrar las cifras de la bolsa corriendo a través de la pantalla. A continuación sonríe radiante enseñando los dientes y sale pitando hacia su escritorio.

En la sala de espera del dentista, Justin está pegado al televisor, incapaz de apartar la vista de Joyce.

—¿Es amiga tuya, encanto? —le pregunta Ethel.

Justin estudia el rostro de Joyce y sonríe.

—En efecto. Se llama Joyce.

Margaret y Ethel se deshacen en exclamaciones de júbilo y emoción.

En la pantalla, el padre de Joyce —o al menos quien Justin supone que es el padre de Joyce —se vuelve hacia su hija y se encoge de hombros.

«¿Tú que opinas, cielo? ¿Cuánta guita por la cosita?», le pregunta.

Joyce sonríe forzadamente.

«La verdad es que no tengo ni idea de cuánto puede valer.»

«¿Qué les parecería una suma entre mil quinientas y mil setecientas libras?», pregunta la experta.

«¿Libras esterlinas?», pregunta a su vez el anciano, estupefacto.

Justin se ríe. La cámara hace un zoom sobre los rostros de Joyce y su padre. Ambos están asombrados, tan patidifusos, de hecho, que los dos se han quedado sin habla.

«Vaya, esto sí que es una reacción impresionante —comenta Michael riendo—. Una buena noticia en esta mesa, pasemos a la mesa de la porcelana para ver si alguno de nuestros coleccionistas londinenses ha tenido tanta suerte…»

—Justin Hitchcock —anuncia la recepcionista de la consulta, sobresaltando a Justin.

La sala de espera permanece unos segundos en silencio, mientras los pacientes se miran entre sí.

—Justin —repite la recepcionista, levantando la voz.

—Debe de ser él, el del suelo —dice Ethel, y le da una patadita—. ¡Yuju! ¿Eres Justin?

—Alguien está enamorado, tralarí, tralará —canturrea Margaret mientras Ethel tira besos al aire.

—Louise —dice Ethel a la recepcionista—, ¿por qué no entro yo mientras este joven se va corriendo a Banqueting House para ver a esa señorita? —Estira la pierna izquierda haciendo muecas de dolor.

Justin se levanta y se sacude los pelos de alfombra de los pantalones.

—No sé qué esperan ustedes dos aquí, a su edad —les suelta—. Deberían dejar los dientes y volver cuando el dentista haya acabado con ellos.

Cuando sale de la sala de espera, un ejemplar atrasado de
Homes and Gardens
le golpea la cabeza.

22

—Bien pensado, no es mala idea. —Justin deja de seguir a la recepcionista por el pasillo mientras la adrenalina vuelve a adueñarse de su cuerpo—. Eso es exactamente lo que voy a hacer.

—¿Va a dejar sus dientes aquí? —dice ella secamente, con un marcado acento de Liverpool.

—No, me voy a Banqueting House —contesta Justin, dando un saltito de entusiasmo.

La recepcionista le mira de mala manera, aniquilando su entusiasmo.

—Me trae sin cuidado lo que le pase, esta vez no se va a escapar —le espeta—. Andando. El doctor Montgomery se enfadará mucho si vuelve a saltarse la visita.

Con un gesto, lo insta a seguir.

—Vale, vale, un momento. Ahora tengo los dientes bien. —Extiende las manos y encoge los hombros quitándole importancia al asunto—. Se me ha pasado. No me duele nada. Mire… —Gesticula ostensiblemente como si mordiera—. ¿Ve? En perfecto estado. Ni siquiera sé qué hago aquí. No siento nada.

—Tiene los ojos llorosos.

—Soy muy emotivo.

—Está delirando. Andando.

Pasa delante de él y lo conduce pasillo abajo.

El doctor Montgomery lo recibe en su despacho con un taladro en la mano.

—Hola, Clarisse —dice, y se parte el pecho de risa—. Es broma. ¿Intentaba escapar de mí otra vez, Justin?

—No. Bueno, sí. Bueno, no, no escapar, exactamente, pero es que me he dado cuenta de que tendría que estar en otra parte y…

Mientras se explica, el fornido doctor Montmogery y su igualmente forzuda enfermera se las arreglan para sentarlo en el sillón, y cuando termina de excusarse se da cuenta de que lleva puesta una bata y lo han recostado.

—Me temo que no he sacado nada en claro de lo que ha dicho, Justin —dice el doctor Montgomery alegremente. Justin suspira—. ¿No va a darme guerra hoy? —pregunta poniéndose los guantes de látex.

—Siempre y cuando no me pida que tosa.

El doctor Montgomery se ríe y Justin abre la boca a regañadientes.

La luz roja de la cámara se apaga y agarro a papá del brazo.

—Papá, tenemos que irnos enseguida —le apremio.

—Aún no —responde papá con un sonoro suspiro al estilo de David Attenborough—. Michael Aspel está allí. Puedo verle junto a la mesa de la porcelana; alto, encantador, más apuesto de lo que pensaba. Está buscando a alguien con quien hablar.

—Michael Aspel estará muy atareado presentando su programa de televisión. —Clavo las uñas en el brazo de papá—. No creo que hablar contigo ocupe un lugar destacado en su lista de prioridades.

Papá se muestra ligeramente herido, y no por mis uñas, precisamente. Levanta el mentón, el cual, después de tantos años, me consta que está unido a su orgullo por un hilo invisible. Se dispone a abordar a Michael Aspel, que está solo junto a la mesa de la porcelana con un dedo en la oreja.

—Debe de ser propenso a que se le acumule la cera, igual que yo —susurra papá—. Tendría que usar ese producto que me compraste. ¡Pop! Sale en un periquete.

—Lleva un auricular, papá. Está escuchando lo que le dicen desde la cabina de control.

—No, me parece que es un audífono. Vayamos a verle, y recuerda que tienes que levantar la voz y pronunciar las palabras claramente. Tengo experiencia en esto.

Le corto el paso y le lanzo la mirada más intimidatoria que puedo. Papá se apoya en la pierna izquierda y de inmediato queda prácticamente a la altura de mis ojos.

—Papá, si no nos vamos de aquí ahora mismo, acabaremos encerrados en una celda. Otra vez —le advierto.

Papá se ríe.

—Bah. No exageres, Gracie.

—Soy la puñetera Joyce —siseo.

—Muy bien, puñetera Joyce, no hace falta que te pongas nerviosa.

—No creo que entiendas la gravedad de nuestra situación. Acabamos de robar una papelera victoriana de mil setecientas libras en lo que antaño fue un palacio real y hemos hablado de ello en directo.

Papá me mira enarcando sus pobladas cejas hasta la mitad de la frente, y le veo los ojos por primera vez en mucho tiempo. Parecen alarmados, así como llorosos y amarillentos, y tomo nota mental de preguntarle al respecto después, cuando no estemos huyendo de la ley. O de la BBC.

La chica de producción a quien he seguido antes para encontrar a papá me hace señas con los ojos desde el otro extremo de la sala. El corazón me palpita de pánico y miro alrededor. Varias cabezas se vuelven hacia nosotros. Lo saben.

—Se acabó, tenemos que largarnos —digo—. Me parece que se han enterado.

—No hay para tanto. Lo devolvemos y listos. —Habla como si no hubiera para tanto—. Ni siquiera lo hemos sacado del edificio… Eso no es delito.

—De acuerdo, ahora o nunca. Cógela enseguida para que podamos devolverla y salgamos de aquí.

Busco con la mirada entre la gente para ver si algún hombre fornido se dirige hacia nosotros, haciendo crujir los nudillos y blandiendo un bate de béisbol. Sólo la chica de los auriculares, y estoy segura de que puedo enfrentarme a ella. Si no, papá puede arrearle en la cabeza con su macizo zapato ortopédico.

Papá coge la papelera de la mesa e intenta esconderla en el abrigo, pero el abrigo apenas cubre un tercio de ella. Le miro extrañada y renuncia a esconderla. Nos abrimos paso entre la gente, ignorando las felicitaciones y enhorabuenas de quienes parecen creer que nos ha tocado la lotería, y veo que la chica de los auriculares también se abre paso entre el gentío.

—Deprisa, papá, deprisa.

—Voy tan deprisa como puedo.

Llegamos a la puerta del vestíbulo, dejando a la gente atrás, y enfilamos hacia la entrada principal. Vuelvo la vista antes de cerrarla a mis espaldas y veo a la chica de los auriculares, que habla con expresión de urgencia por el micrófono. Echa a correr, pero queda atrapada entre dos hombres con monos marrones que llevan una barra con ruedas llena de ropa. Cojo la papelera de manos de papá y nos metemos prisa. Una vez abajo, recogemos nuestro equipaje en guardarropía y seguimos corriendo, arriba, abajo, arriba, abajo, hasta llegar al suelo de mármol del vestíbulo.

Justo cuando papá alcanza el gigantesco picaporte dorado de la puerta principal, oímos a nuestras espaldas:

—¡Alto! ¡Esperen!

Nos quedamos paralizados unos segundos hasta que poco a poco comenzamos a volvernos, intercambiando una mirada de pánico.

—Corre —le digo a papá sin voz, articulando para que me lea los labios.

Suspira con dramatismo, pone los ojos en blanco y se apoya en la pierna derecha, doblando la izquierda, como para recordarme lo mucho que le cuesta caminar, así que no digamos correr.

—¿Adónde van con tanta prisa? —pregunta el hombre, viniendo a nuestro encuentro.

Finalmente miramos al hombre de frente, dispuestos a defender nuestro honor.

—Ha sido ella —dice papá de inmediato, señalándome con el pulgar.

Me quedo boquiabierta.

—Me temo que han sido los dos —responde él, sonriendo—. Se han dejado puesto el micrófono y el transmisor. Valen una pasta. —Manipula la parte trasera de los pantalones de papá y suelta la batería—. Podrían haber tenido problemas, si se hubiesen dado a la fuga con esto —bromea.

Papá parece aliviado hasta que pregunto nerviosa:

—¿Han estado conectados todo el rato?

—A ver… —Estudia el aparato y pone el interruptor en posición «off»—. Pues sí, lo estaban.

—¿Quién ha podido oírnos?

—No se preocupe, no habrán emitido mientras estaban con el siguiente concursante.

Suspiro aliviada.

—Aunque cualquiera del equipo que llevara auriculares puede haberles oído —añade, y comienza a quitarme el mío. De repente, me veo en una situación de lo más embarazosa cuando al intentar soltar la batería de la cinturilla de mis pantalones me tira de la cremallera.

—¡Au! —aúllo, y mi voz retumba en el eco del vestíbulo.

—Perdón. —El técnico de sonido se sonroja mientras me arreglo la ropa—. Gajes del oficio.

—Anima esa cara, hijo —le dice papá sonriendo.

En cuanto el técnico regresa a la feria, ponemos la papelera en su sitio, junto a la puerta de entrada, y mientras nadie nos mira metemos dentro los paraguas rotos y salimos de la escena del crimen.

—Y bien, Justin, ¿alguna novedad? —pregunta el doctor Montgomery.

Justin, que está tumbado en el sillón con dos manos enguantadas y varios aparatos metidos en la boca, no sabe muy bien cómo contestar y decide pestañear una vez, tal como lo ha visto hacer en televisión. Entonces, como no está seguro de qué significa esa señal, parpadea dos veces más para acabar de enredar las cosas.

El doctor Montgomery no entiende su código y se echa a reír.

—¿Se le ha comido la lengua el gato? —Justin pone los ojos en blanco—. Cualquier día de éstos empezaré a ofenderme si la gente continúa ignorándome cuando le hago preguntas.

Vuelve a reírse y se inclina encima de Justin, ofreciéndole un magnífico plano de sus fosas nasales.

—Arrrgggh. —Justin se estremece cuando el instrumento frío le toca la parte dolorida.

—Detesto decir que se lo advertí —prosigue Montgomery—, pero sería mentira. La caries que no me dejó ver durante la última visita se ha infectado y ahora el tejido está inflamado.

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