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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (24 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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Da unos cuantos golpecitos más.

—Aaah. —Justin suelta un grito sofocado desde lo más hondo de su garganta.

—Debería escribir un libro sobre lenguaje odontológico. La gente emite toda una gama de sonidos que sólo yo puedo comprender. ¿Qué opinas, Rita?

A Rita, la de los labios brillantes, le importa un bledo.

Justin gorjea improperios.

—Vamos, vamos. —La sonrisa del doctor Montgomery desaparece un instante—. No sea grosero.

Perplejo, Justin se concentra en el televisor colgado en la pared del rincón. El rótulo rojo de Sky News anuncia noticias de última hora, y aunque tiene el volumen bajado y está demasiado lejos para leer de qué noticia se trata, proporciona una bienvenida distracción de las pésimas bromas del doctor Montgomery, calmando su impulso de saltar del sillón y coger el primer taxi que vea para ir de cabeza a Banqueting House.

El locutor está delante de Westminster, pero como Justin no oye nada, no tiene ni idea de qué está contando. Estudia su rostro e intenta leerle los labios mientras el doctor Montgomery se aproxima a él con lo que parece una aguja. Los ojos se le abren al fijarse en algo que ve en la pantalla.

El doctor Montgomery sonríe sosteniendo la aguja delante del rostro de Justin.

—No se preocupe, Justin. Ya sé cuánto odia las agujas, pero hay que pincharle para adormecerle la encía. Necesita un empaste en otro diente si no quiere que le salga otro flemón. No le dolerá, sólo sentirá una pequeña molestia.

Justin abre más los ojos, fijos en el televisor, e intenta incorporarse. Por una vez, la aguja le trae sin cuidado. Incapaz de mover o cerrar la boca, comienza a emitir ruidos guturales.

—Vale, no tenga miedo —dice el doctor—. Sólo un momento más. Ya casi estoy.

Se inclina sobre Justin de nuevo, tapándole el televisor, y Justin se revuelve en el asiento para ver la pantalla.

—Por Dios, Justin, deje de moverse. La aguja no le matará, pero igual lo hago yo si no deja de retorcerse —amenaza Montgomery, riendo.

—Ted, me parece que quizá deberíamos parar —interviene la enfermera, y Justin le dedica una mirada agradecida.

—¿Le está dando alguna clase de ataque? —pregunta el doctor Montgomery a la enfermera. Acto seguido, levanta la voz y se dirige a Justin como si fuese duro de oído—: Digo que si le está dando alguna clase de ataque.

Justin pone los ojos en blanco y emite más sonidos guturales.

—¿La tele? ¿A qué se refiere? —El doctor Montgomery levanta la vista hacia la pantalla y por fin saca los dedos de la boca de Justin.

Montgomery y la enfermera miran las noticias mientras Justin observa el fondo de la imagen, donde Joyce y su padre se han metido en el ángulo de tiro de la cámara, quedando con el Big Ben detrás. Al parecer sin ser conscientes de ello, mantienen lo que parece una acalorada discusión, gesticulando mucho con las manos.

—Mira esos dos idiotas del fondo —dice riendo el doctor Montgomery.

De repente el padre deja su maleta a los pies de Joyce y se marcha hecho una furia, dejando a su hija sola y con dos maletas mientras levanta las manos en un gesto de frustración.

—¡Sí, gracias, muy maduro por tu parte! —le grito a papá, que se ha largado hecho una furia tras dejar su maleta a mis pies.

Ha tomado la dirección equivocada. Otra vez. No ha parado de equivocarse desde que hemos salido de Banqueting House, pero se niega a reconocerlo, igual que se niega a que cojamos un taxi para ir al hotel, ya que se ha impuesto la misión de ahorrar hasta el último penique.

Todavía alcanzo a verle, de manera que me siento sobre la maleta y aguardo a que se dé cuenta de que ha vuelto a equivocarse. Está anocheciendo y sólo deseo llegar al hotel para darme un baño. Suena mi teléfono.

—Hola, Kate.

Oigo una risa histérica al otro lado.

—¿Qué ocurre? —digo sonriendo—. Vaya, resulta agradable ver que alguien está de buen humor.

—Ay, Joyce —recobra el aliento y me la imagino enjugándose las lágrimas—. Eres la mejor dosis de medicina del mundo, te lo juro.

—¿Qué quieres decir? —Oigo las risas de sus hijos de fondo.

—Hazme un favor y levanta la mano derecha.

—¿Por qué?

—Hazlo y punto. Es un juego que me han enseñado los niños. —Ríe con picardía.

—Vale. —Suspiro y levanto la mano derecha.

Oigo que los niños se parten de risa.

—¡Dile que mueva el pie derecho! —grita Jayda al lado del teléfono.

—Vale. —Me río. Esto me está poniendo de mejor humor.

Muevo el pie derecho y vuelven a reírse; incluso oigo al marido de Kate desternillándose en el fondo, cosa que de pronto me hace sentir incómoda—. Kate, ¿qué es todo esto exactamente?

Kate no puede contestar a causa de la risa.

—¡Dile que dé saltitos! —grita Eric.

—No —contesto irritada.

—Lo ha hecho por Jayda —comienza a quejarse y, como no quiero que llore, me pongo a dar saltitos.

Vuelven a reír como posesos.

—¿Por casualidad —resuella Kate entre risas— hay alguien por ahí que pueda darte la hora?

—¿A qué viene todo esto? —Frunzo el ceño, mirando en derredor. Aún sin entender la broma, veo el Big Ben a mi espalda, y al volverme hacia el otro lado veo el equipo de televisión a lo lejos. Dejo de saltar.

—¿Qué demonios está haciendo esa mujer? —El doctor Montgomery se acerca al televisor—. ¿Está bailando?

—¿Uuu han ii ha? —dice Justin, notando el efecto de la boca adormecida.

—Claro que la veo —contesta Montgomery—. Creo que está haciendo el Hokey Cokey. ¿Veis? La pierna izquierda dentro… —Empieza a cantar—. Pierna izquierda fuera. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera y vuelta entera. —Baila por la consulta mientras Rita pone los ojos en blanco.

Justin, aliviado al comprobar que no es el único que ve a Joyce, se pone a dar saltos en el sillón, impaciente.

«¡Deprisa! Tengo que ir a por ella.»

El doctor Montgomery le echa una mirada llena de curiosidad, Justin se retrepa en el sillón y el dentista vuelve a llenarle la boca de instrumentos, desprendiéndole una nueva serie de gorjeos y ruidos con la garganta.

—No le servirá de nada explicármelo, Justin, no va a marcharse a ninguna parte hasta que haya acabado de ponerle el empaste. Tendrá que tomar antibióticos para el flemón y, en la próxima visita, o bien se lo extraigo o le aplicamos tratamiento de endodoncia. Según con qué humor me pille. —Ríe tontamente—. Y sea quien sea esa señorita Joyce, puede darle las gracias por haberle curado el miedo a las agujas. Ni siquiera se ha dado cuenta de que le he puesto la inyección.

—Aah haa uuu aaa aa ii a.

—Vaya, pues me alegro por usted, muchacho. Yo también he donado sangre alguna vez. Se queda uno la mar de satisfecho, ¿verdad?

—Aa. Uuu aaa iii uuuu.

El doctor Montgomery echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

—No sea tonto, hombre. Nunca le dirán a quién le han puesto su sangre. Además, ya la estarán separando en los distintos componentes: plaquetas, glóbulos rojos y demás.

Justin gorjea otra vez y el dentista vuelve a reír.

—¿Qué tipo de muffin prefiere?

—Aa aa oo.

—Plátano. —Parece considerarlo—. Yo prefiero chocolate. Aspirador, Rita, por favor.

Una apabullada Rita mete el tubo en la boca de Justin.

23

Consigo parar un taxi negro y pido al conductor que vaya hacia el atildado anciano que destaca en la acera balanceándose como un marinero borracho en medio de la corriente del gentío. Igual que un salmón, nada a contracorriente abriéndose paso entre la muchedumbre que avanza en sentido contrario. No lo hace por gusto, no lo hace para ser deliberadamente diferente, ni siquiera se da cuenta de que es la excepción.

Verle ahora me recuerda a un cuento que me contaba cuando era pequeña, cuando era tan pequeña que papá me parecía gigantesco como el roble del vecino, el cual se erguía imponente por encima de la tapia del jardín y de cuyas ramas llovían bellotas a nuestro césped. Esto ocurría durante los meses en que los juegos al aire libre quedaban interrumpidos por tardes enteras mirando el mundo gris a través de la ventana, cuando para salir me ponía mitones que colgaban cosidos de las mangas del abrigo. El viento ululante agitaba las ramas del roble de un lado al otro, meciendo las hojas susurrantes de izquierda a derecha, igual que mi padre, un bolo vacilante en el extremo de una pista de bolera. Pero las ramas resistían la fuerza del viento; no como las bellotas, que saltaban de sus ramas como paracaidistas aterrados a quienes hubieran empujado sin previo aviso o como entusiastas adoradores del viento. Cuando mi padre era tan recio como un roble y se metían conmigo en el colegio porque me chupaba el pulgar, y él me hacía recordar el mito irlandés del salmón que había comido avellanas caídas en la fuente de la Sabiduría. Al hacerlo, el salmón había adquirido todo el conocimiento del mundo, y el primero que se comiera su carne adquiriría a su vez dicho conocimiento. El poeta Finneces pasó siete largos años intentando pescar este salmón y, cuando por fin lo capturó, dio instrucciones a su joven aprendiz, Fionn, para que se lo preparara. Mientras cocinaba el salmón, Fionn se salpicó con la grasa caliente y de inmediato se chupó el pulgar para aliviar el dolor. Al hacerlo, adquirió increíbles conocimientos y sabiduría. Durante el resto de su vida, sólo tuvo que chuparse el pulgar para refrescar esos conocimientos.

Papá solía contarme este cuento hace mucho tiempo, cuando yo me chupaba el pulgar y él era tan grande como un roble. Cuando los bostezos de mamá sonaban como canciones. Cuando estábamos todos juntos. Cuando no tenía ni idea de que llegaría un momento en que no lo estaríamos. Cuando solíamos charlar largo y tendido en el jardín, bajo el sauce llorón. Cuando papá me encontraba siempre que me escondía. Cuando nada era imposible y cuando el estar juntos los tres, para siempre, se daba por hecho.

Ahora sonrío al observar a mi gran salmón sabio avanzando contracorriente, zigzagueando entre los peatones que se acercan a él decididos por la acera.

Papá levanta la vista y me ve, me manda a paseo con un ademán y sigue caminando.

Vaya.

—Papá —llamo por la ventanilla abierta—, vamos, sube al coche.

Haciendo que no me escucha se lleva un cigarrillo a los labios y le da una larga calada, tanto que se le hunden las mejillas.

—Papá, no seas así —insisto—. Sube al coche y nos iremos al hotel.

Sigue caminando con la mirada al frente, terco como una mula. He visto esa expresión muchas veces, discutiendo con mamá por haber llegado demasiado tarde del pub o por ir con demasiada frecuencia, en discusiones con la peña del Club de los Lunes sobre la situación política del país, o en un restaurante cuando le sirven la ternera sin que parezca el trozo de carbón que a él le gusta. Es esa expresión «tengo razón y tú no» que fija el mentón en una pose desafiante, sobresaliendo como la accidentada costa de Cork y de Kerry sobresale del resto de la tierra. Un mentón desafiante, una cabeza perturbada.

—Oye, ni siquiera tenemos que hablar —le digo—. En el coche también puedes ignorarme. Y en el hotel. No me hables en toda la noche, si así vas a sentirte mejor.

—Es lo que querrías, ¿verdad? —vocifera.

—¿Sinceramente?

—Sí —responde mirándome, y veo que hace esfuerzos por no sonreír. Se rasca la comisura de los labios con los dedos manchados de nicotina para disimular que se está ablandando. El humo le sube a los ojos y pienso en sus ojos amarillos, pienso en lo penetrantes que eran cuando, de niña, con las piernas colgando y la barbilla apoyada en las manos, le observaba sentada a la mesa de la cocina mientras él desmontaba una radio o un reloj o un enchufe. Penetrantes ojos azules, despiertos, alerta como un escáner TAC buscando un tumor; el cigarrillo apretado entre los labios, a un lado de la boca como hacía Popeye; el humo flotando hacia sus ojos entornados, tiñéndolos con el amarillo a través del cual me observa ahora. El color de la edad, como periódicos viejos empapados de tiempo. Le observaba petrificada, temerosa de hablar, temerosa de respirar, temerosa de romper el hechizo que había lanzado al artilugio que estaba arreglando. Como el médico que le operó el corazón cuando le hicieron el
by-pass
hace diez años, plantado allí, con la juventud de su parte, conectando cables, limpiando oclusiones, arremangado a la altura de los codos, los músculos de los brazos morenos de trabajar en el jardín, flexionándose mientras los dedos trataban de resolver el problema. Las uñas siempre con restos de tierra, los dedos índice y corazón de la mano derecha amarillos por la nicotina. Amarillos pero firmes. Torcidos pero firmes.

Por fin deja de caminar. Arroja el cigarrillo al suelo y lo aplasta con el zapato ortopédico. El taxi se detiene; le lanzo el salvavidas y el taxista y yo tiramos de él para sacarlo de su corriente de desafío y subirlo a bordo. Siempre oportunista, siempre afortunado, caería a un río y saldría seco, con los bolsillos llenos de peces. Se sienta en el coche sin decir palabra; la ropa, el aliento y los dedos le huelen a humo. Me muerdo el labio para no comentar nada y me dispongo a aguantar el chaparrón.

Guarda silencio durante un tiempo récord. Diez, quizá quince minutos. Finalmente las palabras le salen en tropel de la boca, como si hubiesen estado haciendo cola, impacientes, detrás de los labios cerrados durante el inusual silencio. Como si le salieran disparadas del corazón y no de la cabeza, como de costumbre; catapultadas a la boca, sólo que esta vez para chocar contra los muros de sus labios cerrados. En lugar de permitirles salir al mundo, se acumulan como paranoicas células gordas con miedo a que la comida nunca llegue. Pero ahora los labios se abren y las palabras salen volando en todas las direcciones como un proyectil de vómito.

—Puede que tengas un sorbete, pero espero que sepas que no tengo salchicha
[11]
—dice, y levanta el mentón que tira del hilo invisible unido a su orgullo. Parece satisfecho con la ristra de palabras que se han anudado por sí mismas en esta ocasión.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—Sí, pero…

—Cucharada de sorbete,
taxi
. Salchicha y puré,
dinero
. Cháchara de los viejos tiempos —explica, mientras intento entender lo que dice—. Bang Bang,
pareado de argot
. Él sabe perfectamente de qué va —dice señalando al taxista con el mentón.

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