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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (22 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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—Toda tuya, papá. —Le paso la papelera—. Voy a echar un vistazo a este magnífico edificio mientras tú miras la basura que la gente está metiendo dentro.

—No es basura, Gracie. Una vez vi un programa en que la colección de bastones de un hombre salió por sesenta mil libras esterlinas.

—Caramba, en tal caso deberías enseñarles tu zapato.

Intenta no reír.

—Anda, ve a dar una vuelta y luego nos vemos aquí —me dice, pero antes de terminar la frase ya ha comenzado a alejarse. Se muere por librarse de mí.

—Pásalo bien —respondo guiñándole un ojo.

Sonríe de oreja a oreja y contempla el vestíbulo, tan lleno de dicha que saco otra instantánea mental.

Mientras deambulo por las salas de la única parte de Whitehall Palace que sobrevivió al incendio, la sensación de que ya he estado antes aquí se abalanza sobre mí como una ola gigante. Busco un rincón tranquilo y saco el móvil con disimulo.

—Gerente subdirectora de bonos del Tesoro y soluciones para inversores, al habla Frankie.

—Dios mío, no mentías —le digo a mi amiga al otro lado del teléfono—. Es una cantidad absurda de palabras.

—¡Joyce! ¡Hola! —Habla a media voz y, detrás de ella, el ajetreo en las oficinas del Centro de Servicios Financieros de Dublín suena frenético.

—¿Puedes hablar?

—Un ratito, sí. ¿Cómo estás?

—Estoy bien. En Londres. Con mi padre.

—¿Qué? ¿Con tu padre? Joyce, te tengo dicho que no está bien que ates y amordaces a tu padre. ¿Qué hacéis ahí?

—Decidí venir de improviso. —A qué, no tengo ni idea—. Ahora mismo estamos en el
Antiques Roadsbow
. No preguntes.

Dejo a mis espaldas las silenciosas salas y entro en la galería del vestíbulo principal. Sonrío al ver a papá deambulando entre el gentío con la papelera en las manos.

—¿Alguna vez hemos estado juntas en Banqueting House? —le pregunto a Frankie.

—Refréscame la memoria: dónde está, qué es y qué aspecto tiene.

—Está en el extremo de Whitehall que da a Trafalgar Square. Es un antiguo palacio del siglo
XVII
diseñado por Iñigo Jones en 1619. Carlos I fue ejecutado en un cadalso delante del edificio. Ahora estoy en una sala con nueve cuadros que cubren el techo forrado de paneles. —Cierro los ojos—. Si no me falla la memoria, una balaustrada remata el tejado. La fachada tiene columnas en dos órdenes superpuestos, corintio sobre jónico, encima de un basamento de apariencia rústica, que componen un todo armonioso.

—¿Joyce?

—¿Sí? —Salgo de mi trance.

—¿Estás leyendo una guía turística?

—No.

—Nuestra última visita a Londres consistió en el Madame Tussaud’s, una noche en G-A-Y y una fiesta a la que nos llevó un tío en el piso de una tal Gloria. Te está pasando otra vez, ¿no? Eso de lo que hablabas el otro día.

—Sí.

Me dejo caer en una silla de un rincón; al hacerlo, noto que he atravesado un cordón de seguridad y me vuelvo a levantar en el acto. Me alejo de la silla, que en realidad es una antigüedad, y miro en derredor por si hay cámaras de seguridad.

—¿Que estés en Londres tiene algo que ver con el americano? —pregunta Frankie.

—Sí —susurro.

—Ay, Joyce…

—No, Frankie, escucha. Escucha y lo entenderás. O eso espero. Ayer me entró el pánico por algo que no viene al caso y llamé al médico de mi padre, número que, como puedes imaginar, llevo grabado en la cabeza. Es imposible que me equivocara, ¿correcto?

—Correcto.

—Pues me equivoqué. Terminé marcando un número del Reino Unido y me contestó una chica llamada Bea. Había visto un número irlandés y pensó que sería su padre. Tras una breve charla me entero de que su padre es americano pero que estaba en Dublín y que anoche viajaba a Londres para verla en un espectáculo. Y resulta que es rubia. Creo que Bea es la niña con la que sueño cada dos por tres, la que veo en columpios y jugando a edades diferentes.

Frankie guarda silencio y añado:

—Ya sé que parece una locura, Frankie, pero es lo que está pasando. Y no sé cómo explicarlo.

—Lo sé, lo sé —dice enseguida—. Te conozco prácticamente de toda la vida, y esto no es algo que se te ocurriría fingir. Pero aunque me lo tome en serio te pido que tengas en cuenta que has pasado una fase traumática; lo que te está sucediendo podría ser debido a un nivel muy alto de estrés.

—Ya lo tengo en cuenta. —Gruño y me echo una mano a la cabeza—. Necesito ayuda.

—Sólo admitiremos locura como último recurso. Deja que piense un segundo. —Parece que estuviera escribiendo algo—. Bien, básicamente, has visto a esa niña, Bea…

—Quizá Bea.

—Vale, vale, pongamos que es Bea. ¿La has visto crecer?

—Sí.

—¿Hasta qué edad?

—Desde la cuna hasta… no lo sé.

—¿Adolescente, veinte, treinta?

—Adolescente.

—Bien, ¿quién más está en las escenas con Bea?

—Otra mujer. Con una cámara.

—Pero no tu americano.

—No. Así que lo más probable es que no tenga nada que ver.

—No descartemos nada, de momento. Cuando ves a Bea y a la mujer con la cámara, ¿eres parte de la escena o la contemplas como espectadora?

Cierro los ojos y me concentro, veo mis manos empujando el columpio, sacando una foto de la niña y su madre en el parque, notando el agua de los aspersores rociándome la piel.

—Soy parte de la escena —asiento—. Ellas me ven.

—Vale. —Hace una pausa.

—¿Qué pasa, Frankie?

—Estoy pensando. Espera un segundo. Vale. Ves una niña, una madre y las dos te ven, ¿no?

—Sí.

—¿Dirías que en tus sueños estás viendo cómo crece esta niña a través de los ojos de un padre?

Se me pone la piel de gallina.

—Ay, Dios mío —susurro. ¿El americano?

—Lo tomaré como un sí —dice Frankie—. Bien, ya tenemos algo. No sé el qué, pero es algo muy raro y me cuesta creer que esté considerando estas ideas. Pero, qué demonios, sólo tengo un millón de cosas que hacer. ¿Con qué más sueñas?

—Es todo muy rápido, sólo imágenes como flashes.

—Intenta recordar.

—Aspersores en un jardín. Un niño regordete. Una pelirroja con melena. Oigo campanas. Veo edificios antiguos con tiendas. Una iglesia. Una playa. Un funeral. Luego en la universidad. Luego con la mujer y la niña. A veces sonríe y me da la mano, otras grita y da portazos.

—Hummm… debe de ser tu esposa.

Me tapo los ojos con la mano.

—Frankie, esto es absurdo.

—¿Qué más da? ¿Desde cuándo tiene sentido la vida? Sigamos.

—No sé qué decir. Las imágenes son muy abstractas. No saco nada en claro.

—Cada vez que tengas un flash o de pronto sepas algo que antes no sabías, deberías apuntarlo y luego me lo cuentas. Así podré ayudarte a entenderlo.

—Gracias —le digo.

—De nada. Aparte del sitio donde estás ahora, ¿qué otras cosas sabes de repente?

—Eh… sé mucho sobre edificios. —Miro a mi alrededor y levanto la vista al techo—. Y sobre arte. He hablado en italiano con un hombre en el aeropuerto. Y latín, el otro día le dije algo a Conor en latín.

—Jesús.

—Sí, ya. Creo que quiere que me encierren.

—Pues no se lo vamos a permitir. De momento. Bien, veamos: edificios, arte, idiomas. Caray, Joyce, es como si hubieses hecho un curso acelerado de formación universitaria. ¿Qué ha sido de la chica ignorante que yo conocía y amaba?

Sonrío antes de contestar:

—Sigue aquí.

—Vale, una cosa más. Mi jefe quiere que vaya a hablar con él esta tarde. ¿Sobre qué?

—¡Frankie, no tengo poderes paranormales!

La puerta de la galería se abre y una chica aturullada con auriculares entra como una exhalación. Se dirige a algunas mujeres que encuentra en su camino, preguntando por mí.

—¿Joyce Conway? —me dice finalmente, sin aliento.

—Sí. —El corazón me palpita a toda velocidad. Por favor, que papá esté bien. Por favor, Dios.

—¿Henry es su padre?

—Sí.

—Quiere que se reúna con él en la sala verde
[10]
.

—¿Qué? ¿Dónde?

—Está en la sala verde. Va a salir en directo con Michael Aspel dentro de un momento y quiere que usted esté con él porque dice que sabe más sobre lo que ha traído. Tenemos que ir de inmediato, falta muy poco y hay que maquillarla.

—En directo con Michael Aspel… —Me quedo sin habla, y caigo en la cuenta de que aún estoy sosteniendo el teléfono—. Frankie —digo al aparato, aturdida—, pon la BBC, deprisa. Estás a punto de ver cómo me meto en un lío de órdago.

21

Correteo tras la chica de los auriculares, camino de la sala verde, donde encuentro a papá sentado en un sillón de maquillaje de cara a un espejo iluminado por bombillas, con pañuelos de papel remetidos en el cuello de la camisa, platito y taza en la mano, mientras le empolvan la protuberante nariz para los primeros planos.

—Caramba, ya estás aquí, cielo —dice presuntuosamente—. Atención todos, ésta es mi hija y será ella quien nos lo cuente todo sobre el bonito objeto que he traído y que ha llamado la atención de Michael Aspel. —Ríe entre dientes y toma un sorbo de té—. Allí hay Jaffa Cakes, si te apetece comer uno.

Menudo diablillo.

Miro los rostros interesados de la concurrencia, que me saludan asintiendo, y me obligo a sonreír.

Justin se revuelve incómodo sobre su silla en la sala de espera del dentista, con un dolor punzante en la mejilla hinchada, apretujado entre dos matronas que conversan sobre una conocida suya que se llama Rebecca, que a su juicio debería abandonar a un hombre que se llama Timothy.

«¡Cállense, cállense, cállense!»

El televisor de los años setenta que hay en un rincón, cubierto por un tapete de puntilla y flores artificiales, anuncia que el
Antiques Roadshow
está a punto de comenzar.

Justin refunfuña.

—¿A alguien le importa que cambie de canal?

—Lo estoy mirando —dice un niño que no puede tener más de siete años.

—¡Qué bonito! —Justin le sonríe con aversión y acto seguido mira a su madre buscando respaldo.

Pero ella se encoge de hombros.

—Lo está mirando.

Justin suelta un gruñido de frustración.

—Disculpen. —Justin finalmente interrumpe a las mujeres que tiene a derecha e izquierda—. ¿Alguna de ustedes quiere cambiarme la silla para que puedan seguir hablando con más intimidad?

—No, no te preocupes, encanto, no tiene nada de íntimo nuestra conversación, créeme. Escucha cuanto quieras —le dice una de las señoras.

—No estaba escuchando. Sus labios estaban prácticamente pegados a mi oreja, y no estoy seguro de que a Charlie, Graham y Rebecca les gustara demasiado eso, si nos vieran. —Vuelve a mirar al frente.

—Huy, Ethel —ríe una de ellas—, cree que estamos hablando de personas de verdad.

«Qué tonto soy.»

Vuelve a dirigir su atención al televisor del rincón, al que las otras seis personas de la sala de espera no le quitan el ojo.

«Bienvenidos a nuestro primer
Antiques Roadshow
en directo…»

Justin suspira ostensiblemente otra vez.

El niño le mira entornando los ojos y sube el volumen con el mando a distancia, que no suelta ni por casualidad.

«… y que emitimos desde Banqueting House, Londres.»

«Hombre, ahí he estado yo. Un buen ejemplo de corintio y jónico mezclados formando un conjunto armonioso.»

«… Desde las nueve y media de la mañana han pasado por aquí más de dos mil personas, hasta que hace un momento se han cerrado las puertas. Ahora vamos a mostrarles las mejores piezas para que ustedes las vean desde casa. Nuestros primeros invitados vienen de…»

Ethel se inclina hacia su amiga apoyando un codo en el muslo de Justin.

—Pues, lo que te decía, Margaret… —prosigue.

Justin se concentra en el televisor para no agarrarlas por la cabeza.

«Veamos, ¿qué tenemos aquí? —pregunta Michael Aspel—. Diría que se trata de una papelera de diseño.» La cámara ofrece un primer plano del objeto que hay encima de la mesa.

El corazón de Justin comienza a palpitar.

—¿Quiere que lo cambie, señor? —El niño se pone a cambiar canales a toda velocidad.

—¡No! —grita Justin, interfiriendo en la conversación de Margaret y Ethel. Alargando los brazos como si así pudiera impedir que las ondas cambiaran el canal, da un salto y cae de rodillas en la alfombra, delante del televisor. Margaret y Ethel se han quedado estupefactas—. ¡Vuelve, vuelve, vuelve! —le grita Justin al niño.

El niño mira a su madre haciendo pucheros.

—No hace falta que le grite —dice la madre, abrazando al niño con ademán protector.

Justin le arrebata el mando a distancia y se pone a cambiar canales como un poseso hasta que se detiene en un primer plano de Joyce. Sus ojos miran con aire vacilante a izquierda y derecha, como si acabara de entrar en la jaula de un tigre de Bengala a la hora de comer.

En el Centro de Servicios Financieros de Dublín, Frankie corre por las oficinas buscando un televisor. Encuentra uno, pero está rodeado por docenas de trajes estudiando las cifras que corren por la pantalla.

—¡Perdón! ¡Tengo que pasar! —grita, abriéndose paso a empellones. En cuanto alcanza el aparato se pone a pulsar botones haciendo caso omiso de las quejas de las personas que la rodean.

—Será sólo un momento —se excusa—, el mercado no se hundirá en los dos minutos que va a durar esto.

Por fin encuentra a Joyce y a Henry en directo en la BBC.

Suelta un grito ahogado y se tapa la boca con las manos, para acto seguido echarse a reír.

—¡A por ellos, Joyce! —dice agitando el puño ante la pantalla.

El personal que tenía alrededor enseguida se marcha en busca de otra pantalla, excepto un hombre, que parece complacido con el cambio de canal y decide quedarse a mirar.

—Vaya, es una buena pieza —comenta, apoyándose contra un escritorio y cruzando los brazos.

«Em… —está diciendo Joyce—, bueno, lo encontramos… quiero decir, lo pusimos, pusimos este bonito… extraordinario… eh, cubo de madera, fuera de la casa. Bueno, fuera no —se retracta nada más ver la reacción del tasador—. Dentro. Lo pusimos dentro del porche para que estuviera protegido de las inclemencias del tiempo. Para los paraguas.»

«Sí, y quizá fuera concebido para darle ese uso —dice la experta—. ¿Cómo llegó a sus manos?»

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