Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
—¡No puedes seleccionar y elegir así! —interrumpió Maris—. No tienes derecho. El mensajero no es responsable del contenido del mensaje.
—Eso es lo que han dicho los alados desde hace siglos —repuso Tya, con los ojos brillantes de ira—. ¡Claro que el mensajero es responsable! Tengo cerebro, corazón y conciencia. No puedo fingir que no los tengo.
Bruscamente, como un chorro de agua fría la idea «Esto no tiene nada que ver conmigo» enfrió el apasionamiento de Maris. Pero se quedo furiosa y dolida. ¿Qué hacía discutiendo asuntos de alados? Ella ya no lo era. Miró a Evan.
—Si has terminado ya, será mejor que nos vayamos.
Evan le puso la mano en el hombro y asintió, mirando a continuación a Tya.
—No hay fractura, es apenas una fisura. No tardará en curarse. Limítate a descansar. No hagas ningún esfuerzo violento que pueda soltar la venda.
Tya sonrió maliciosamente, mostrando los dientes descoloridos.
—¿Cómo intentar huir, por ejemplo? No tengo planeado nada así. Pero será mejor que se lo digáis al Señor de la Tierra para que sus Guardianes no vengan a darme un masaje con las porras.
Evan llamó a la puerta para atraer la atención de los guardias, y casi inmediatamente llegó hasta ellos el ruido de los contrafuertes al levantarse.
—Adiós, Maris —dijo Tya.
Maris titubeó un instante antes de salir. Dio media vuelta.
—No creo que el Señor de la Tierra se atreva a hacer nada —le dijo con voz grave—. Tendrá que dejar que te juzguen los de tu clase. Pero no creas que serán benévolos contigo. Lo que has hecho es muy peligroso. Afecta a demasiada gente. Nos afecta a todos.
Tya la miró fijamente.
—Como lo que hiciste tú, Maris. Pero creo que el mundo está preparado para otro cambio. Sé que, aunque haya fracasado, he hecho lo correcto.
—Puede que el mundo esté maduro para otro cambio, pero ¿es ésta la manera de cambiarlo? No has hecho más que sustituir las amenazas por mentiras. ¿De verdad crees que el conjunto de los alados es más sabio y noble que los Señores de la Tierra? ¿Qué deben cargar con la responsabilidad que conlleva elegir los mensajes que transporten, decidir cuáles deben modificar y cuáles rehusar?
Tya volvió a mirarla, inconmovible.
—Volvería a hacerlo.
El viaje de regreso por los túneles le pareció más corto. El Señor de la Tierra les esperaba en la misma habitación. Les miró interrogativamente, buscando señales de miedo o de ira.
—Ha sido un desgraciado accidente.
—Sólo tiene una fisura en el cuello y algunas contusiones —le explicó Evan—. Se recuperará pronto si se alimenta bien y descansa mucho.
Mientras permanezca detenida aquí, estará bien atendida —dijo el Señor de la Tierra. Pese a dirigirse a Evan, estaba mirando a Maris—. He enviado a Jem a difundir la noticia de su arresto. Un trabajo ingrato, pero los alados no tienen líderes, ni una organización funcional. Eso facilitará las cosas, aunque la noticia deba transmitirse de boca en boca para llegar a la mayor cantidad posible de gente. Llevará tiempo, pero se hará. Jem lleva muchos años volando para mí, igual que su madre voló para mi padre. Sé que puedo contar con él.
—Entonces, ¿tienes intención de entregar a Tya a los alados para que la juzguen? —inquirió Maris.
La boca del Señor de la Tierra se contrajo espasmódicamente. Miró a Evan, ignorando ostentosamente a Maris.
—Ya he considerado la posibilidad de que los alados enviasen a alguien para representar su punto de vista. Para condenar la actuación de Tya y presentar los posibles atenuantes. Pero el crimen se ha cometido contra mi persona, contra Thayos, y sólo el Señor de Thayos puede juzgar y dictar sentencia en un caso así. ¿No estás de acuerdo?
—No sé nada de leyes, ni de las responsabilidades de un Señor de la Tierra —dijo severamente Evan—. Sólo estoy versado en las artes curativas.
Maris entendió la advertencia de Evan en el apretón del brazo, y no dijo nada. Le costó mucho trabajo. Estaba acostumbrada a decir lo que pensaba.
El Señor de la Tierra sonrió a Evan. Era una sonrisa desagradable, una sonrisa que se deleitaba en el mal ajeno.
—Quizá quieras aprender. Tu asistente y tú estáis invitados a cenar. Os prometo que, para después, tengo preparada una diversión muy edificante. Al atardecer, ahorcaremos a un traidor. A Reni, el curandero.
—¿Por qué crimen?
—Ya lo he dicho, el de traición. Ese Reni tiene familia en Thrane, y se le ha visto en compañía de la alada traidora. De hecho, se sabe que cohabitaba con ella. Era su cómplice. ¿Por qué no os quedáis para contemplar la suerte de los que me traicionan?
Maris se sintió enferma.
—Me temo que no podemos —respondió Evan—. Ahora, si nos disculpas, ya deberíamos estar en camino.
Evan y Maris no volvieron a hablar hasta que el guardián no les dejó en la entrada del valle y estuvieron en camino hacia casa, presumiblemente fuera del alcance de oídos hostiles.
—Pobre Reni —dijo entonces Evan.
—Y pobre Tya. También quiere ahorcarla. ¡Oh!, ella hizo mal, desde luego. De eso no hay duda. Pero ese destino… No sé qué piensan hacer los alados, pero no consentirán algo así. Un Señor de la Tierra no puede juzgar y ejecutar a un alado.
—Puede que no lo intente. El pobre Reni morirá esta noche, quizá eso baste para apaciguar al Señor de la Tierra. Quiere derramar sangre, pero no está completamente loco. Debe saber que tendrá que entregar a Tya a los alados, que el castigo debe partir de ellos.
—De todos modos, lo que le suceda a Tya ya no es de mi incumbencia —dijo Maris con un suspiro—. Es difícil romper la costumbre de pensar en mí como alada, tras más de cuarenta años. Pero ahora soy una atada a la tierra, como cualquier otro, y lo que le suceda a Tya no debería importarme.
Evan la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.
—Nadie espera que olvides tu vida como alada, Maris. Ni que dejes de sentir esos lazos.
—Lo sé. Nadie, excepto yo. Pero no es así, Evan. Tengo que hacerlo. Y no sé cómo. Cuando era joven, la historia de Alas de Madera me parecía muy romántica. Creía que los sueños eran lo más importante del mundo. Que si deseabas algo con suficiente fuerza y tesón, acabarías por conseguirlo, aunque eso significara morir por ello. Nunca se me ocurrió pensar lo que le habría sucedido a Alas de Madera si le hubieran rescatado del océano, si aquella legendaria caída no le hubiera matado. Si le hubieran recogido flotando sobre esas ridículas Alas de Madera, si le hubieran devuelto a sus amigos atados a la tierra… ¿Cómo habría vivido con sus fracasos, con sus sueños destrozados? ¿Qué cosas tendría que haber aceptado? —Suspiró y apoyó la cabeza sobre el hombro de Evan—. He tenido una larga vida como alada, más larga que la de muchos. Debería estar contenta. Ojalá pudiera estarlo. En ciertos aspectos, sigo siendo una niña, Evan. Nunca aprendí a enfrentarme con los desengaños. Siempre creí que habría otra manera de conseguir lo que desease, sin ceder nada a cambio ni aceptar ningún compromiso. Es muy duro, Evan.
—Crecer puede resultar doloroso, y la cura requiere tiempo. Concédete tiempo, Maris.
Coll y Bari ya se habían marchado. Tenían planeado recorrer Thayos por última vez antes de embarcar hacia otras islas Orientales. Coll les aseguró que no tardarían en volver, pero Maris sospechaba que una cosa llevaría a la otra, y que pasarían años en vez de meses antes de que volviera a ver a Coll y a su hija.
Pero fue cuestión de días.
Coll estaba furioso.
—Se necesita el permiso del Señor de la Tierra para salir de este islote dejado de la mano de Dios —dijo en respuesta al sorprendido saludo de Maris—. ¡Estamos en época de crisis, y hasta los bardos pueden ser espías!
Bari miró tímidamente a su padre antes de salir corriendo para abrazarles, primero a Maris y luego a Evan.
—Me alegro de que hayamos vuelto —murmuró.
—Entonces, ¿ya se ha declarado la guerra contra Thrane? —le interrogó Evan.
Pese a la sonrisa que había dedicado a Bari, su rostro era sombrío.
Coll se arrellanó en una silla, cerca de la chimenea.
—No sé si lo llamarán guerra o no. Lo que se dice en las calles es que el Señor de la Tierra ha enviado tres barcos cargados de guardianes que tienen como misión apoderarse de la mina de hierro. —Mientras hablaba, jugaba con la guitarra. Los dedos incansables del bardo le iban arrancando acordes—. Así que, hasta que no se sepa el resultado de la aventura, nadie puede entrar ni salir de Thayos por mar sin la autorización personal y expresa del Señor de la Tierra. Los mercaderes están furiosos, pero tienen miedo de protestar. ¡Qué espere a que salga de aquí! Compondré una canción que hará que le salgan ampollas en los oídos cuando llegue aquí y la oiga. Y llegará, ya lo creo que llegará.
—Estás hablando como Barrion —rió Maris—. Siempre decía que los bardos eran los auténticos Señores de Windhaven.
Aquello consiguió arrancar una sonrisa de los labios de Coll. Pero Evan seguía sombrío.
—No hay canción que cure a los heridos, o devuelva la vida a los muertos. Si la guerra está próxima, debemos dejar el bosque e ir a Puerto Thayos. Allí llevarán a los heridos y a los supervivientes. Me necesitarán.
—Las calles están enloquecidas. Circulan historias y rumores de todo tipo. El pueblo se lo ha tomado muy mal. El Señor de la Tierra ahorcó a ese curandero, y la gente tiene miedo de acercarse a la fortaleza. Se avecinan problemas, y no sólo con Thrane. Algo sucede entre los alados. Debe de haber una docena de alas yendo y viniendo sobre el estrecho. Mensajes de guerra, supongo, pero… Pero estuve bebiendo con un curtidor en
La Cabeza de la Escila
, que me dijo otra cosa. Tiene una hermana entre los guardianes que se jacta de haber arrestado a una alada hace pocos días. ¡El Señor de la Tierra se ha arrogado el derecho de juzgar a la alada por traición! ¿Qué te parece? ¿Puedes creértelo?
—Sí —dijo Maris—. Es cierto.
—¡Ah! —exclamó Coll. Parecía sorprendido, y se le olvidó el resto de sus comentarios—. Bueno. ¿Queda algo de té?
—Voy a por él —ofreció Evan.
Venga —pidió Maris—, cuéntame el resto de los rumores.
Parece que estás más enterada que yo. ¿Qué sabes de ese arresto? Yo apenas puedo creerlo. ¿Hay algo más?
—Nos advirtieron que no habláramos de ello —titubeó Maris.
Coll, impaciente, arrancó un par de notas de la guitarra.
—Maldita sea, soy tu hermano. Bardo o no, sé guardar silencio. ¡Dilo ya!
Así que Maris le contó cómo les habían hecho ir a la fortaleza, y lo que allí habían encontrado.
Eso explica muchas cosas —dijo cuando su hermanastra terminó de hablar—. La gente chismorrea mucho, incluso los guardianes, y los secretos del Señor de la Tierra no están tan bien guardados como él cree. Pero no creí que fuera cierto. No me extraña que haya tantos alados. ¡El Señor de la Tierra intenta cortar las alas a los alados! —acabó sonriendo.
El resto de los rumores —le apremió Maris.
—De acuerdo. ¿Sabías que Val Un-Ala ha estado en Thayos?
—¿Val? ¿Aquí?
—Se ha marchado ya. Me dijeron que llegó hace unos días, con aspecto cansado, como si acabara de hacer un largo viaje. No vino solo, le acompañaban cinco o seis más. Todos alados.
—¿Oíste nombres?
—Sólo el de Val. Es bastante conocido. Pero me describieron a los otros: una mujer rechoncha, del Sur, con cabello blanco. Un hombre con barba negra y un collar de colmillos de escila. Y varios Occidentales, entre los que había dos lo bastante parecidos como para ser hermanos.
—Damen y Athen —dijo Maris—. No estoy segura de quiénes son los demás.
Evan volvió con el té humeante y una bandeja de finas rebanadas de pan.
—Yo sí. Por lo menos, conozco a uno. El hombre del collar es Katinn de Lomarron. Suele venir frecuentemente a Thayos.
Claro —comprendió Maris—. Katinn es un líder para los un-ala Orientales.
¿Algo más? —preguntó Evan.
Coll dejó a un lado la guitarra y sopló en el té para enfriarlo.
—Me dijeron que Val venía en representación de los alados, para convencer al Señor de la Tierra de que liberase a la mujer que tiene prisionera, a la tal Tya.
—Un farol —señaló Maris—. Val no representa a los alados. Todos los que has mencionado son un-ala. Las viejas familias, los tradicionalistas, siguen odiando a Val. Nunca le permitirían ser su portavoz.
—Sí, también se rumorea eso. De todos modos, se dice que Val Un-Ala se ofreció a convocar un Consejo de alados para juzgar a Tya. Aceptaba el hecho de que el Señor de la Tierra retuviera a Tya hasta que…
—Sí, sí, pero… ¿qué dicen que hizo el Señor de Thayos? —le interrumpió Maris.
Coll se encogió de hombros.
—Unos dicen que reaccionó con frialdad, otros que Val y él discutieron a gritos. De todos modos, dijo que la alada sería juzgada por el tribunal del Señor de la Tierra, y que él mismo se encargaría de juzgar y de dictar sentencia. En las calles, se rumorea que el veredicto ya está decidido.
—El pobre Reni no le bastaba —murmuró Evan—. Al Señor de la Tierra le hace falta otra muerte para colmar su orgullo.
—¿Qué dice Val respecto a eso? —preguntó Maris.
—Apostaría a que se marchó inmediatamente después de la reunión con el Señor de la Tierra —dijo Coll, bebiendo un sorbo de té—. Hay quien dice que los un-ala tienen intención de asaltar la fortaleza y rescatar a Tya. También se habla de un Consejo de alados, convocado por Val. Para pedir una sanción contra Thayos y presionar a su Señor.
—No me extraña que la gente tenga miedo —suspiró Evan.
—Los alados también deben de estar asustados —dijo Coll—. La gente se ha vuelto contra ellos. En el Norte, en una taberna de los acantilados, oí una conversación sobre cómo los alados habían gobernado siempre en Windhaven, decidiendo el destino de las islas y de sus habitantes con los mensajes que transportaban y las mentiras que contaban.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Maris, sorprendida—. ¿Cómo pueden pensar una cosa así?
—Pues es lo que creen. Yo soy hijo de un alado. Nunca llegué a serlo, pese a que me educaron para ello, y comprendo las tradiciones de los alados, los lazos que los unen y el sentimiento que tienen de ser una sociedad al margen de la sociedad. Pero también conozco a los que los alados llaman «atados de la tierra», como si fueran un solo grupo unido en una gran familia, al igual que ellos.