Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
Probablemente, era una exageración, pero el Señor de la Tierra no podía saberlo.
La boca del hombre se crispó.
—¿Es cierto eso? —preguntó a su mascota alada. Sahn tosió nerviosamente.
—Dorrel… Yo… bueno, es difícil de decir. Es un alado muy influyente, pero… Pero…
—Silencio, o buscaré a otro para que lleve esas alas.
—Ignóralo —dijo Maris con voz aguda—. Un Señor de la Tierra no tiene derecho a conceder o a arrebatar alas, Sahn. Los alados se unieron para demostrarlo.
—Tya murió llevando estas alas —suspiró Sahn—. Me las ha dado él.
—Las alas son tuyas. Nadie te culpa por ello. Pero tu Señor de la Tierra no debió hacer lo que hizo. Si te importa, si crees que la muerte de Tya fue injusta, únete a nosotros. ¿Tienes ropa negra?
¿Negra? Bueno… Sí.
¿Estás loco? —gritó el Señor de la Tierra. Señaló a Sahn con el cuchillo—. ¡Arrestad a ese chiflado!
Dos de los guardianes se adelantaron, no demasiado seguros de lo que hacían.
—¡Apartaos de mí! —dijo Sahn—. ¡Maldición, soy un alado! Los guardianes se detuvieron y miraron al Señor de la Tierra.
Le temblaba la boca. Volvió a señalar. Parecía que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas.
—Vais a… Vais a coger a Sahn… Y…
No llegó a terminar. Las puertas de la sala se abrieron de golpe, y un grupo de guardias arrastró a Coll dentro de la habitación. Le empujaron hasta el Señor de la Tierra. Coll cayó sobre las manos y las rodillas y se levantó, inseguro. El lado derecho de su rostro era una inmensa herida escarlata, y tenía los ojos tan negros como la ropa.
—¡Coll! —gritó Maris, horrorizada.
Coll se las arregló para dirigirle una débil sonrisa.
—Es culpa mía, hermanita mayor. Pero estoy bien.
Evan se acercó a él y le examinó el rostro.
—Yo no ordené esto —se defendió el Señor de la Tierra.
—Dijiste que no cantase —replicó un guardián—. Y él no paraba de hacerlo.
—Está bien —dijo Evan—. La herida sanará.
Maris suspiró, aliviada. Pese a todo su discurso sobre la muerte, había sido una conmoción ver la cara de Coll.
—Estoy cansada de esto —dijo al Señor de la Tierra—. Si quieres oír mis condiciones, escucha.
—¿Condiciones? —Había incredulidad en su voz—. Soy el Señor de Thayos, y tú no eres nada, no eres nadie. No puedes imponerme condiciones.
—Puedo hacerlo y lo haré. Y deberías escuchar. Si no lo haces, no serás el único que pague las consecuencias. Me parece que no te das cuenta de la posición en que estáis Thayos y tú. En toda la isla, la gente canta la canción de Coll. Y los bardos viajan a otras islas, la difunden por todo el mundo. Pronto sabrán cómo mandaste matar a Tya.
—¡Era una traidora, y mintió!
—Un alado no es un súbdito. Por tanto, no puede ser traidor. Y sí, mintió para detener una guerra sin sentido. Desde luego, será tema de muchas controversias. Pero tú tendrías que ser estúpido para subestimar el poder de los bardos. Vas a convertirte en un hombre muy odiado.
—¡Silencio!
—Tu pueblo nunca te ha querido —siguió Maris, implacable—. Y toda la isla está asustada. Los alados negros les asustan, se arresta a los bardos, se ahorca a los alados, se ha suspendido el comercio, la guerra que empezaste se ha vuelto en tu contra y hasta tus guardianes desertan. Y la culpa de todo la tienes tú. Tarde o temprano, empezarán a pensar en librarse de ti. Saben que es lo único que puede hacer que se vayan los alados negros.
Por todas partes se habla de lo mismo —siguió Maris—. Thayos está maldito. Thayos es desgraciado, el espíritu de Tya ronda por la fortaleza y el Señor de la Tierra se ha vuelto loco. Te evitarán, como hicieron con Kennehut, el primer Señor de la Tierra que enloqueció. Pero tu pueblo no lo soportará demasiado tiempo. Saben cuál es la solución. Se alzarán contra ti. Los bardos prenderán la mecha. Los alados negros avivarán las llamas. Entre todos, te consumirán.
El Señor de la Tierra esbozó una sonrisa, astuta y escalofriante.
—No —dijo—. Os mataré a todos y acabaré con esto.
Maris le devolvió la sonrisa.
—Evan es un curandero que ha dedicado su vida a Thayos, y centenares de personas le deben la vida. Coll es uno de los mejores bardos de Windhaven, conocido y querido en un centenar de islas. Y yo soy Maris de Amberly Menor, la joven de las canciones, la que cambió el mundo. Soy una heroína para personas que ni siquiera me conocen. ¿Vas a matarnos a los tres? Excelente. Los alados negros lo sabrán y difundirán la noticia, los bardos compondrán canciones. ¿Cuánto tiempo crees que seguirás gobernando después de eso? El próximo Consejo se celebrará en Thayos, y no se escindirá. Thayos será como Kennehut, tierra muerta.
—¡Mientes! —gritó el Señor de la Tierra. Recorrió el filo del cuchillo con el dedo.
—No queremos hacerle daño alguno a tu pueblo. Tya está muerta y nada le devolverá la vida. Pero, si no aceptas mis condiciones, sucederá todo lo que te he dicho. Primero, entregarás el cuerpo de Tya para que sea arrojado al mar desde un acantilado, que es como debe recibir sepultura un alado. Segundo, proclamarás la paz, tal y como ella deseaba, y renunciarás a toda potestad sobre la mina que provocó la guerra con Thrane. Tercero, cada año enviarás a un niño de entre las familias pobres a Hogar del Aire, para que se entrene y pueda acceder a las alas. Eso le habría gustado a Tya. Y, para terminar, para terminar… —Maris se detuvo un momento al ver la tormenta que se desencadenaba en los ojos del Señor de la Tierra. A continuación, se zambulló en ella—… Renunciarás a tu cargo y te retirarás. Se te llevará, junto con tu familia, a una isla lejos de Thayos, donde puedas vivir en paz tus últimos días.
El Señor de la Tierra deslizaba el pulgar por el filo del cuchillo. Se había cortado, pero no parecía darse cuenta. Una gota de sangre manchó la fina seda blanca de la camisa. Contrajo los labios. Maris se sentía débil y cansada, hundida en la repentina calma que siguió a sus palabras. Había hecho todo lo posible, había dicho todo lo que se podía decir. Aguardó.
Evan la rodeó con un brazo, y vio por el rabillo del ojo cómo los labios heridos de Coll se curvaban en una sonrisa. De repente, volvió a sentirse bien. Pasara lo que pasara, nadie lo habría hecho mejor que ella. Se sentía como si acabara de volver de una larga, larga lucha. Las piernas le temblaban y le dolían, y el sudor la empapaba hasta los huesos. Pero recordó el cielo y las alas, y se sintió satisfecha.
—Condiciones —dijo el Señor de la Tierra. Su voz tenía un tono venenoso. Se levantó del trono, con el cuchillo salpicado de sangre en la mano—. Yo te daré condiciones —señaló a Evan con el cuchillo—. Coged al viejo y cortadle las manos. Luego echadle y dejadle que él mismo se cure. Será algo digno de verse. —Lanzó una carcajada y movió la mano hacia un lado, dejando que el cuchillo señalase a Coll—. El bardo perderá una mano y la lengua —el cuchillo volvió a moverse—. En cuanto a ti —dijo señalando a Maris—, ya que tanto te gusta el color negro, lo verás hasta hartarte. Te encerraré en una celda sin ventanas y sin luz, tanto el día como la noche serán negros. Permanecerás así hasta que te olvides de cómo era la luz del sol. ¿Te gustan esas condiciones? ¿Te gustan?
Maris sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no permitió que asomasen.
—Lo siento por tu pueblo —dijo sosegadamente—. No han hecho nada para merecerte.
—¡Cogedles y haced lo que he ordenado!
Los guardianes se miraron los unos a los otros. Uno dio un titubeante paso hacia Maris, pero se detuvo al ver que estaba solo.
—¿A qué estáis esperando? —chilló el Señor de la Tierra—. ¡Apresadles!
—Señor —dijo una mujer alta y digna, que vestía el uniforme de los oficiales superiores—. Os suplico que lo reconsideréis. No podemos mutilar a un bardo ni aprisionar a Maris de Amberly Menor. Sería nuestro fin. Los alados nos destruirían.
El Señor de la Tierra la miró fijamente y la señaló con el cuchillo.
—Tú también quedas arrestada, traidora. Y ya que tanto la aprecias, tendrás una celda contigua a la suya. Apresadles —dijo al resto de los guardianes.
Ninguno se movió.
—Traidores —murmuró—. Estoy rodeado de traidores. Moriréis todos. —Sus ojos se encontraron con los de Maris—. Y tú, tú serás la primera. Yo mismo me encargaré.
Maris era dolorosamente consciente del cuchillo que el hombre llevaba en la mano, de su plana anchura y de la mancha de sangre de la hoja. Notó que Evan se tensaba detrás de ella. El Señor de la Tierra sonrió y avanzó en su dirección.
—Detenedle —ordenó la mujer a la que había mandado arrestar.
Su voz era débil, pero firme. En un momento, el Señor de la Tierra estuvo rodeado. Un hombretón, corpulento como un oso, le sujetaba los brazos, mientras que una joven delgada le arrancaba el cuchillo de la mano engarfiada con tanta facilidad que pareció que lo extraía de una funda.
—Lo siento —dijo la mujer que había tomado el mando.
¡Dejadme! —exigió—. ¡Soy el Señor de la Tierra!
No —respondió ella—. No. Me temo que estás muy enfermo, señor.
La antigua y siniestra fortaleza nunca había vivido una fiesta así.
Las paredes grises estaban adornadas con estandartes luminosos y farolillos de colores, y el olor a vino y a comida, el humo de las hogueras y el de los fuegos artificiales, inundaba el aire. Las puertas estaban abiertas de par en par, y aunque los guardianes seguían rondando por el castillo, muy pocos iban uniformados y todos habían dejado las armas.
Las horcas desaparecieron, y el patíbulo estaba convertido en un escenario desde donde actuaban malabaristas, magos, payasos y bardos, para deleite de los que por allí paseaban.
En el interior, las puertas estaban abiertas y los salones llenos de felicidad. Se liberó a los prisioneros de las mazmorras, y en la fiesta se admitía hasta a los más indeseables de Puerto Thayos. En el gran salón, se dispusieron mesas con enormes quesos y cestas de pan. El olor a pescado frito de todas clases inundaba hasta el último rincón. Las chimeneas todavía olían a cerdo asado y a tigre marino, y en el suelo del castillo abundaban los charcos de vino y cerveza.
La risa y la música se respiraban en el ambiente. Era una celebración de una riqueza y grandiosidad desconocidas en la historia de Thayos. Y, entre la multitud formada por los habitantes de Thayos, se movían algunas figuras vestidas de negro. Pero no llevaban el luto en el rostro. Eran los alados. Esos alados, tanto los un-ala como los de cuna, eran los invitados de honor, festejados y aclamados por todos, junto a los bardos que el Señor de la Tierra había exiliado.
Maris vagabundeó por entre la escandalosa multitud, preparada para huir ante la primera señal de reconocimiento. La fiesta había durado demasiado. Estaba cansada, y se sentía mal por el exceso de comida y bebida que le obligaban a consumir sus admiradores. Lo único que quería era encontrar a Evan y marcharse a casa.
Alguien la llamó por su nombre y, de mala gana, Maris se volvió. Vio a la nueva Señora de Thayos, vestida con un largo traje bordado que no le sentaba bien. Sin el uniforme, parecía sentirse incómoda.
Maris se esforzó en sonreír.
—Hola, Señora de la Tierra.
La antigua oficial de los guardianes sonrió.
Supongo que tendré que acostumbrarme al título, pero por ahora me hace pensar en alguien muy concreto. Hoy no te he visto demasiado. ¿Puedes concederme unos minutos?
Sí, claro, los que quieras. Me salvaste la vida.
No fue nada tan noble. Tus actos requerían más valor que los míos, y no fueron tan egoístas. Sé la historia que se contará sobre mí, que concebí y planeé cuidadosamente la rebelión contra el Señor de la Tierra para ocupar su lugar. Y no es verdad. Pero, ¿les preocupa a los bardos la verdad?
Su voz era amarga, y Maris la miró sorprendida.
Caminaron por habitaciones atestadas de jugadores, borrachos y amantes, hasta llegar a una vacía donde se sentaron para hablar tranquilamente.
Como la Señora de la Tierra seguía en silencio, fue Maris la que empezó.
—Nadie echará de menos al antiguo Señor de la Tierra. No creo que fuera muy querido.
—No, nadie le echará de menos. Y, cuando me vaya, a mí tampoco. Pero fue un buen jefe durante años, hasta que se volvió asustadizo y dejó de pensar cuerdamente. Sentí mucho hacer lo que hice, pero no quedaba otro remedio. Esta fiesta es un intento de hacer que la transición sea alegre, en vez de temible. Para empezar a cumplir mi deber, para que mi pueblo se sienta próspero.
—Creo que agradecerán el gesto. Todo el mundo parece contento.
—Sí, pero no tienen buena memoria. —La Señora de la Tierra se removió ligeramente en el asiento, como para sacudirse la idea. Las arrugas del entrecejo desaparecieron y sus rasgos adquirieron un tono más amable—. No quiero aburrirte con mis problemas personales. Sólo quería decirte lo mucho que se te respeta en Thayos, y que admiro tu intento de restablecer la paz entre los alados y esta isla.
Maris se sintió sonrojar.
—Por favor, no. Yo… sólo pensaba en los alados, y no en el pueblo de Thayos. Quiero ser honrada.
Eso no importa. Lo único que importa es lo que has conseguido. Y arriesgaste la vida en el intento.
Hice lo que pude, pero la verdad es que no he logrado gran cosa. Una tregua, una paz temporal. El auténtico problema, los conflictos entre los alados de cuna y los un-ala, entre los alados y los atados a la tierra, entre los alados y los Señores de la Tierra para los que trabajan, sigue sin resolverse. Y volverá a resurgir otra vez…
—Los alados jamás tendrán problemas en Thayos —aseguró la Señora de la Tierra. Maris se dio cuenta de que la mujer tenía la útil habilidad de hacer que cualquier frase pareciera un veredicto, una ley—. Aquí respetamos a los alados. Y también a los bardos.
—Sabia decisión —sonrió Maris—. Nunca viene mal tener a los bardos de parte de uno.
La Señora de la Tierra siguió hablando como si no la hubiera interrumpido.
—Y tú, Maris, siempre serás bienvenida a Thayos, si alguna vez decides volver a visitarnos.
—¿A visitaros? —se extrañó Maris.
—Me doy cuenta de que, como ahora ya no vuelas, el viaje en barco sería…
—¿De qué estás hablando?
La Señora de la Tierra pareció molesta por la interrupción. —Ya sé que pronto abandonarás Thayos para instalarte en Colmillo de Mar y fundar un hogar en la academia Alas de Madera.