Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
—Me gustaría ser esa alada.
Dos días más tarde, una niñita llegó jadeando a la puerta de Evan. Era un miembro de la familia que estaba en deuda con el curandero y, por un breve y terrible momento, Maris creyó que los guardianes venían ya a por ella. Pero no eran más que noticias. Evan había pedido que le informaran de todo lo que se rumoreaba en Thossi.
—Ha pasado un mercader por el pueblo —dijo la niñita—. Hablaba de los alados.
¿Qué es lo que dijo? —preguntó Maris.
Que se lo había contado el viejo Mullish, en la cantina, que el Señor de la Tierra tiene mucho miedo. Dice que ahora hay tres alados, tres. Tres alados negros que dan vueltas una y otra vez.
Levantó los brazos y corrió en círculos para ilustrar lo que decía. Maris cruzó una mirada con Evan, y sonrió.
—Ahora hay siete alados negros —dijo un corpulento gordinflón. Llegó hasta su puerta sangrando. Sólo vestía harapos, había desertado de los guardianes.
—Intentó mandarme a Thrane —se explicó—, pero maldito sea si voy allí.
Cuando no hablaba, tosía. A veces, escupía sangre.
—¿Siete?
—Mal número. Todos vestidos de negro. Mal color. No nos desean ningún bien.
La tos se hizo tan fuerte que le impidió hablar.
—Calma, calma —aconsejó Evan.
Le dio vino mezclado con hierbas y le acompañó hasta una cama, ayudado por Maris.
Pero el hombre no quería descansar. En cuanto pasó el acceso de tos, siguió hablando.
—Si yo fuera el Señor de la Tierra, formaría a los arqueros y los derribaría cuando pasaran por encima de mí. Y tanto que lo haría. Algunos dicen que las flechas les atravesarían sin hacerles daño, pero yo no lo creo. Son de carne y hueso, igual que yo. —Se palmeó la barriga—. No se les puede permitir que vuelen. Nos traerán mala suerte a todos. Últimamente, el tiempo ha sido malo, apenas se pesca, y en Puerto Thayos he oído que la gente se pone enferma y muere cuando les roza la sombra de sus alas. En Thrane va a pasar algo terrible, lo sé, y por eso no quiero ir. Con siete alados negros en el cielo, no. ¡Oh, no!, no iré. De esto no saldrá nada bueno, es algo perverso.
Perverso fue al menos para aquel hombre, pensó Maris. Al día siguiente, cuando le llevó el desayuno a la cama, el enorme cuerpo estaba rígido y frío. Evan le enterró en el bosque, junto a las tumbas de otros viajeros.
—Thenya fue a Puerto Thayos para intentar vender algunos tapices —informó otro de los componentes de la horda de niños que Evan había traído al mundo, un varón esta vez—. Cuando volvió a Thossi, nos dijo que ahora son más de una docena los alados negros que vuelan en círculos entre el puerto y la fortaleza. Y que cada día son más.
—Veinte alados, todos de negro, silenciosos, siniestros —dijo la joven barda. Tenía cabellos dorados, ojos azules, voz dulce y modales agradables—. ¡Son un tema maravilloso para una canción! Si supiera cómo terminará todo, ya estaría trabajando en ella.
¿Y por qué crees que están ahí? —inquirió Evan.
Por Tya, claro —respondió, sorprendida de que alguien preguntara aquello—. Mintió para que no hubiera guerra, y el Señor de la Tierra la mató por eso. Llevan el luto por ella. Estoy segura. Hay mucha gente que lamenta su muerte.
¡Ah, sí! —dijo Evan—. Tya. Su historia es una canción por sí misma. ¿Nunca has pensado en componer una?
La joven barda sonrió.
—Ya la hay. La oí en Puerto Thayos; os la cantaré.
Maris se reunió con Katinn de Lomarron en la granja abandonada, donde los esbeltos rufianes verdes y el diente de dragón crecían apoderándose de las plantaciones de trigo. El hombre con el collar de colmillos de escila se posó con la elegancia que le daban las alas plateadas. Vestía de negro.
Maris le acompañó al interior y le ofreció algo de beber.
—¿Y bien?
Se secó los labios antes de esbozar una sonrisa.
—Volé muy alto y vi el círculo por debajo de mí. ¡Ah, tendrías que haberlo visto! Debían de ser más de cuarenta alados. El Señor de la Tierra debe de estar echando espuma por la boca. La noticia corre por todas las islas. Cada vez vienen más un-ala de todo el Archipiélago Oriental, y el propio Val llevó la nueva a las islas Occidentales, así que no pasará mucho tiempo antes de que se nos unan otros. Ahora hay tantos que es fácil hacer una pausa para descansar o para comer sin que lo note nadie. No envidio a la pobre Alain, la primera que lo hizo. Sin duda, es una alada con una gran resistencia. Según se dice, en ningún momento dio señales de fatiga. Debe de estar descansando en Thrynel, pero pronto volverá a reunirse con nosotros. En cuanto a mí, tengo que volver al círculo.
Maris asintió.
—¿Y qué hay de la canción de Coll?
—La cantan en Lomarron, en Arren Sur y en la Plataforma del Milano. La he oído muchas veces. También ha llegado al Archipiélago del Sur y a las Islas Exteriores. A las del Archipiélago Occidental también, claro. A tu Amberly, a Culhall y a Poweet. Me han dicho que también se ha difundido por Ciudad Tormenta.
—Bien —dijo Maris—. Bien.
—El Señor de Thayos envió a Jem a interrogar a los alados negros —dijo el amigo de Evan, que le llevaba noticias de Thossi—. Se dice que le reconocieron y le llamaron por su nombre, pero no quisieron hablar con él. Tienes que venir a la ciudad para verlos, Evan. Por donde quiera que mires, el cielo está lleno de alados.
—El Señor de la Tierra ordenó a los alados que abandonaran su cielo, pero no se han ido. ¿Por qué iban a hacerlo? ¡Cómo dicen los bardos, el cielo es de los alados!
—Según me contaron, llegó una alada con un mensaje para nuestro Señor de la Tierra, procedente del Señor de Thrane. Pero, cuando fue a escucharla a la sala de audiencias, palideció de miedo, porque la alada vestía de negro de los pies a la cabeza. Ella le recitó el mensaje mientras el Señor temblaba. Pero, antes de que se marchase, la detuvo para preguntarle por qué vestía de negro.
—Voy a unirme al círculo —dijo la alada con voz tranquila—. Para llorar por Tya.
Y eso es lo que hizo.
—Dicen que, en Puerto Thayos, todos los bardos visten de negro. Y la gente hace lo mismo. Las calles están llenas de mercaderes que venden ropas negras, y los tintoreros jamás habían tenido tanto trabajo.
—¡Jem se ha unido a los alados negros!
—El Señor de la Tierra ha ordenado que los guardianes vuelvan de Thrane. Me han dicho que tiene miedo de lo que puedan hacer los alados negros, y que quiere tener cerca a sus mejores arqueros. La fortaleza está abarrotada de guardianes. Se dice que el Señor no se atreve a salir por si cae sobre él la sombra de un alado negro.
S'Rella llegó con la noticia de que Dorrel la seguía a menos de un día de distancia. Maris aguardó toda la tarde en los acantilados, demasiado impaciente como para esperar en casa, con S'Rella. Al final, su recompensa fue la visión de una oscura figura que volaba hacia la isla. Se internó apresuradamente en el bosque para recibirle.
Era un día caluroso y tranquilo, mal tiempo para volar. Maris se defendía de los insectos a medida que se abría paso entre la alta hierba, crecida hasta casi ocultar la cabaña. El corazón la palpitaba emocionado cuando empujó la pesada puerta de madera.
Tras estar bajo la brillante luz del sol, la oscuridad del interior la hizo parpadear para reajustar la vista. Sintió la mano en el hombro y la voz familiar que pronunciaba su nombre.
—Has… has venido —dijo, repentinamente sin aliento—. Dorrel.
—¿Es que lo dudabas?
Ahora podía verle. La sonrisa familiar, aquella manera de estar de pie, que tantas veces recordaba…
—¿Te importa que nos sentemos? Estoy mortalmente cansado. Ha sido un vuelo muy largo desde el Archipiélago Occidental. Además, intentar alcanzar a S'Rella no es cualquier cosa…
Se sentaron el uno junto al otro, muy cerca, en dos sillas iguales que, en tiempos, debieron de ser muy elegantes. Pero ahora el acolchado estaba lleno de polvo, verdoso y ligeramente humedecido por el moho.
—¿Cómo estás, Maris?
—Estoy… viva. Pregúntamelo dentro de un mes y puede que tenga una respuesta mejor. —Leyó la preocupación en los ojos oscuros, y desvió la vista—. Ha pasado mucho tiempo, ¿eh, Dorr?
Él asintió.
—Cuando no te vi en el Consejo, lo comprendí. Espero que estés haciendo lo más conveniente para ti. El mensaje de S'Rella para que me reuniera aquí contigo me complació más de lo que puedo admitir. —Se irguió ligeramente en la silla—. Pero no creo que me hayas hecho llamar sólo por el placer de ver a un viejo amigo.
Maris respiró profundamente.
—Necesito tu ayuda. ¿Sabes ya lo del círculo, lo de los alados negros?
—Corren rumores por todas partes. Y, al venir hacia aquí, los he visto. Un espectáculo impresionante, ¿es cosa tuya?
—Sí.
Dorrel agitó la cabeza.
—Y apuesto a que es parte de algo mayor. ¿Qué plan tienes?
—¿Me ayudarás? Te necesitamos.
—¿«Necesitamos»? Supongo que estás con los un-ala.
Su tono de voz no era airado ni acusador, pero Maris se dio cuenta de que había puesto una pequeña distancia entre los dos.
—No es cuestión de bandos, Dorr. Al menos, no entre alados. No puede ser así. Eso significaría la muerte de todo lo que tú y yo amamos. Los alados, tanto los un-ala como los de cuna, no deben escindirse. No pueden fragmentarse para quedar a merced de los Señores de la Tierra.
—Estoy de acuerdo, pero ya es demasiado tarde. Lo fue en el momento en que Tya demostró su desprecio hacia todas las tradiciones y leyes, cuando contó su primera mentira.
—Dorr —dijo en un tono persuasivo y razonable—, yo tampoco apruebo lo que hizo Tya. Su intención era buena, pero lo que hizo estuvo mal, estoy de acuerdo en eso, pero…
—Yo estoy de acuerdo y tú estás de acuerdo —la interrumpió—. Pero… Siempre llegamos a este punto. Tya está muerta, y ahí sí que estamos todos de acuerdo. Está muerta, pero el asunto no termina ahí, todo lo contrario. Para algunos un-ala, es una heroína y una mártir. Murió por mentir, por ejercer la libertad a decir una mentira. ¿Cuántas mentiras más hay que decir? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que la gente deje de desconfiar de nosotros? Desde que los un-ala se negaron a repudiar a Tya y se separaron de nosotros, se habla de… Unos cuantos comentan que… Que deberíamos cerrar las academias y terminar con las competiciones, para volver a las viejas costumbres, a los tiempos en que un alado era un alado una vez y para siempre. —Tú no quieres eso.
No. No. No lo quiero. —De pronto, Dorrel tenía los hombros hundidos. Algo muy poco corriente en él. Suspiró—. Pero Maris, esto va mucho más allá de lo que tú o yo queramos. Ahora no está en nuestras manos. Val pronunció la sentencia de muerte de los un-ala cuando hizo que abandonaran el Consejo y proclamó su sanción ilegal contra Thayos.
Las sanciones pueden revocarse.
Dorrel la miró fijamente. Los ojos del alado eran dos rendijas.
¿Te ha dicho eso Val Un-Ala? No le creo. Está planeando algo, te utiliza para engañarme.
¡Dorrel! —Maris se levantó, indignada—. ¡Por favor, concédeme un poco de crédito! ¡No soy ninguna de las marionetas de Val! No ha prometido revocar la sanción, y no me está utilizando. Intenté convencerle de que eso sería lo mejor para todos, de que teníamos que actuar de manera tal que los alados y los un-ala volvieran a unirse. Val es testarudo e impulsivo, pero no está ciego. Aún no me ha prometido revocar la sanción, pero conseguí hacerle ver el error que había cometido. La sanción sería inútil porque sólo la acataría un pequeño grupo, y esta división entre alados no beneficia a nadie.
Dorrel la miró, pensativo. Luego se levantó también, y empezó a dar vueltas por la pequeña y polvorienta habitación.
—Conseguir que Val Un-Ala admita que está equivocado es toda una hazaña. Pero, ¿de qué nos sirve eso ahora? ¿Ha admitido que lo que hicimos era lo correcto?
—No. Y yo tampoco creo que fuera lo correcto. Creo que os mostrasteis demasiado duros. ¡Oh!, ya sé lo que estás pensando: sé que no os quedaba otra opción que repudiar el crimen de Tya, y que pensaste que la mejor manera de hacerlo era entregársela al Señor de la Tierra para que la ejecutara.
Dorrel dejó de pasear y la miró duramente.
Sabes que ésa no fue nunca mi intención, Maris. Nunca creí que Tya iba a morir. Pero la propuesta de Val era absurda. Habría dado la impresión de que perdonábamos lo que había hecho.
El Consejo debió insistir en que se le entregara a Tya para que la castigara. Y, a continuación, quitarle las alas para siempre.
Le quitamos las alas.
—No. Dejasteis que lo hiciera el Señor de la Tierra, después de ahorcarla con ellas. ¿Y para qué crees que lo hizo? Para demostrar que podía colgar a un alado y salir bien parado del asunto.
Dorrel la miró, horrorizado. Cruzó la habitación con dos zancadas y la agarró por los brazos.
—¡No! ¿La ahorcó con las alas?
Maris asintió.
—¡No me dijeron nada de eso!
Se hundió de nuevo en la silla, como si le hubieran dado una patada en las piernas.
—Demostró lo que quería. Demostró que se podía matar a un alado con la misma facilidad con que se mata a cualquiera. Y ahora ha quedado establecido. Entre Val y tú, habéis convertido a los alados de cuna y a los un-ala en dos grupos de enemigos, y los Señores de la Tierra se aprovecharán. Exigirán juramentos de fidelidad, establecerán normas y regulaciones para gobernar sobre sus alados y ejecutarán a los rebeldes por traición. Y, con el tiempo, quizá reclamen las alas como propiedad suya para concederlas a los súbditos que les complazcan. Podrán arrestar a otros alados, incluso ejecutarlos… El día de mañana. Y todo eso porque un Señor de la Tierra se dio cuenta de que tenía poder, y de que los alados estaban ahora demasiado fragmentados para ofrecer cualquier tipo de oposición.
Se sentó y le miró. Casi llegó a contener el aliento mientras aguardaba la respuesta del alado.
Dorrel asintió lentamente.
—Parece espantosamente posible. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Sólo Val y el resto de los un-ala pueden decidir si vuelven con nosotros o no. No esperarás que intente que los demás alados promuevan una sanción conjunta por nuestra parte, ¿verdad?
—Claro que no. Pero tampoco depende sólo de Val. No puede ser. Hay dos bandos, y los dos deben hacer algún gesto de reconciliación.
—¿Y cuál podría ser ese gesto? Maris se inclinó hacia adelante.