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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (111 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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«Ah. Escucha dulzura, No necesito un doctor. Quiero el Slavyansky Bazaar».

«¿Qué Bazaar?». (Risa). «¡Ahora sé quien eres. Eres Pavel Andreich. Nos llegó carta de Katya!». (Risa). «Ella va a casarse con un oficial. ¿Cuándo vas comprarme algunos pantalones?»

Cerré el teléfono y después de diez minutos intenté de nuevo.

«Con el Slavyansky Bazaar».

«¡Al fin!» replica una voz ronca, grave. «¿Está Fuchs contigo?»

«¿Quien en la tierra es Fuchs? Yo quiero el Hotel Slavyansky Bazaar».

«Estás hablando con el Slavyansky Bazaar. ¡Eso es maravilloso! Podemos concluir todos nuestros negocios hoy. Estaré aquí. Hazme un favor y ordéname una porción de esturión condimentado con especias. Todavía no he almorzado».

«Phhh. ¡Sabrá Dios lo que está pasando!» pensé, y una vez más abandoné el teléfono. «Quizás no sepa realmente cómo usar un teléfono, y me esté confundiendo. Espera un minuto. Déjame pensar cuidadosamente la manera de hacerlo. Primero hay que darle la vuelta a esta cosa, luego se descuelga este objeto y se coloca en la oreja… Luego… ¿Qué es lo siguiente? Tienes que colgar esta cosa en este lado y luego debes darle la vuelta al discado tres veces. Me parece que es justo lo que he estado haciendo».

Disco otra vez. No hay repuesta. Marco con una especie de furia, aún arriesgándome a romper el aparato.

«¿Con quien hablo?». Le grito al teléfono. «Hable más fuerte».

«Timothi Vaksin e hijos. Manufacturas de…».

«Gracias, muchas gracias. No necesito ninguno de sus productos».

«¿Es Sitchov? Mitchell ya nos dijo que…».

Cuelgo y una vez más me someto a una revisión cuidadosa. ¿Puedo estar haciendo todo en forma incorrecta? Leo las instrucciones nuevamente, me fumo un cigarrillo y trato luego nuevamente. No hay respuesta.

«Supongo que los teléfonos del Slavyansky Bazaar deben estar fuera de servicio». Pienso dentro de mí. «Trataré en cambio con La Ermita».

Leo cuidadosamente las instrucciones sobre como obtener mejores resultados con la centralita, y luego disco.

«Comuníqueme con La Ermita». Disparo al máximo de mi voz. «LA ER-MI-TA».

Se van cinco minutos. Diez minutos. Mi resistencia está cercana al punto de ruptura, luego súbitamente, ¡Hurra! Escucho que repica.

«¿Quien está ahí?»

«Es la centralita».

«¡Prrrrr! Deme La Ermita. ¡Por el bien de Cristo!»

«¿Fereynah?»

«LA ER - MI - TA».

«Tratando de conectarlo».

Por fin parece que mis sufrimientos están llegando a su final. Estoy a punto de sudar.

Suena la campanilla. Me acerco la bocina y chillando dentro de ella. «¿Tiene una habitación sencilla?»

«Mami y papi fueron a ver a Serpahima Petrovna y Louisa Frantevna ha contraído gripe». Nadie está en casa.

«¿Eres Seryozha?»

«Soy yo. ¿Quien está ahí?» (Risa). «¿Pavel Andreich? ¿Porqué no viniste ayer en la tarde?». (Risa). «Papi nos dio un farol chino. Lo puso en el sombrero de Mami y pretendió ser Avdotya Nikolaevna…».

Repentinamente, la voz de Seryozha desaparece y desciende el silencio. Me quito el auricular y disco durante tres minutos sin parar, hasta que mis dedos me empiezan a doler. Disparo dentro de la máquina: «¡Con La Ermita!» «El restaurante de la plaza Trubniy. ¿Puede oírme o no?»

«Ciertamente. Puedo escucharlo señor. Pero esta no es La Ermita. Este es el Slavyansky Bazaar».

«¿Es realmente el Slavyansky Bazaar?»

«En efecto, señor, El Slavyansky Bazaar a su servicio».

«Vaya. No puedo entenderlo. ¿Tiene habitaciones disponibles?»

«Chequearé para usted en un momento, señor».

Pasa un minuto. Pasan varios minutos. A través del auricular pasa un ligero sonido lluvioso.

«Dígame. ¿Tiene habitaciones libres o no?»

«¿Qué es lo que desea exactamente?». Me pregunta una voz de mujer.

«¿Es el Slavyansky Bazaar?»

«Esta es la centralita. ¿Como puedo ayudarlo?»

(Continuación ad infinitum).

Lo timó

En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquéllos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear…

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!

El trágico

Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven…

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.

La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de
Hamlet
. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.

El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.

Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.

La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.

Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.

—¡Ante todo, exponle los motivos! —le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento—. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!… Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar…

La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».

Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:

«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»

Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.

—¡Sería tonto —le decía el empresario— dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.

Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!

Fenoguenov apretaba los puños y rugía:

—¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!…

La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.

—He sido ofendido por su padre de usted —le declara Fenoguenov—, y todo ha concluido entre nosotros.

Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:

—¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!

Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.

Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.

—¡Vaya una actriz! —decía—. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.

Una noche la compañía representaba
Los bandidos
, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.

En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!». En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.

—¡Tenga usted piedad de mí! —le susurró al oído—. ¡Soy tan desgraciada!

—¡No te sabes el papel! —le silbó colérico Fenoguenov—. ¡Escucha al apuntador!

Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.

—¡Tu mujer no se sabe los papeles! —se lamentó Limonadov.

Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.

Al día siguiente, Macha, en una tiendecita junto al teatro, le escribía a su padre:

«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero».

La tristeza

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un kopec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

—¡Ten cuidado! —grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

—¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.

—¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

—¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

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