Authors: James Ellroy
En Franklin y Argyle ocurrió una de las escenas más increíbles de mi vida. En junio de 1972, con la información facilitada por Jack Skolnick, dirigí una redada en el famoso Castle Argyle, la capital de la metedrina en la Costa Oeste. Este edificio de apartamentos de estilo moruno era uno de los semilleros del movimiento hippie a principios de los setenta. Skolnick me había dicho que se le había acercado un tal Cosmo, licenciado en química por la U.C.L. A. y residente del castillo, con la oferta de venderle tres galones de anfetamina líquida por 5.000 dólares. El valor de la mercancía en la calle se acercaba al medio millón. Como tenía ganas de aventura, comencé por vigilar la casa con un repugnante policía novato llamado Snyder. No dijimos nada a los superiores de lo que estábamos haciendo. Nosotros éramos unos duros en busca de la gran hazaña.
Cosmo vivía en el sexto piso y recibía varias visitas cada noche. Escondidos tras unos enormes hibiscos, Snyder y yo oímos comentarios de varios clientes sobre la alta calidad del producto. Tres noches más tarde decidimos que ya habíamos tenido suficiente y concertamos la redada para la noche siguiente. Podríamos haberlo hecho discretamente, disfrazándonos de hippies con barba, bigote y abalorios del amor comprados en la Bert Wheeler's Magic Store y efectuando una discreta compra antes de montar la escena; pero cargados con grandes cantidades de whisky Oíd Grand Dad, decidimos echar la puerta abajo y entrar con toda la artillería de pistolas.
Lo hicimos y salió bien hasta que Snyder se sintió defraudado. Cosmo y su novia se entregaron sin resistencia, absolutamente acojonados por los dos enormes pelicortos con las placas prendidas en la solapa esgrimiendo artillería pesada. Nos enseñaron el escondrijo y se dejaron esposar. Luego esperaron dócilmente mientras llamábamos para pedir un coche patrulla y una matrona para la chica. Pero Snyder no estaba satisfecho. Él quería pegar tiros. Estaba muy dolido por no haber tenido oportunidad de hacerlo. Decía que era como follar sin que te la hubieran chupado antes.
Recorrió el apartamento abriendo cajones y tirando sillas. Entonces fue cuando vio el póster del Che Guevara, tamaño natural, pegado con celo a un espejo de marco dorado.
—Brownie —dijo—. Mira esto.
Entré en el dormitorio, dejando sin vigilancia a mis prisioneros. Snyder, que había pertenecido a los marines, montó en cólera.
—¡Voy a matar a ese comunista hijo de puta! —gritó y voló al Che Guevara, al espejo y a buena parte de la pared del dormitorio con su Remington. Antes de que pudiera detenerle, voló la otra pared, mandando al carajo a Janis Joplin y Jimmy Hendrix. En cuando se disipó la polvareda, vimos a Snyder sonriendo como un amante saciado. Nuestros prisioneros gritaban: «¡Salvajismo policial!» Yo me cagué en los pantalones.
Pocos minutos después, oímos las sirenas. Miré por la ventana y vi ocho coches patrulla cerrando las calles adyacentes. Sabiendo que a mis brutales colegas les gustaba la emoción tanto como a nosotros dos, y que eran capaces de abrir fuego en cualquier momento, bajé a toda prisa los seis pisos de escaleras, atravesé corriendo el vestíbulo y salí a la calle. Cuando llegué al camino de entrada al edificio, puse las manos en alto y grité:
—¡Oficial de policía, no disparen!
Algunos de los policías que estaban junto a los coches patrulla me reconocieron y me indicaron que me uniera a ellos. Mi mente buscaba a toda velocidad motivos que pudieran justificar los disparos. Corrí hacia ellos. Cuando estaba a punto de llegar, se me cayó al suelo la botella medio vacía de Oíd Grand Dad que se rompió en el asfalto delante de mí. En ese momento quise que me tragara la tierra. Los excrementos fecales me bajaban por las piernas; acababa de cargarme mi carrera profesional. Tendría que buscarme una plaza de vigilante jurado por un dólar y medio la hora y beber moscatel Gallo. Se había acabado. De pronto un viejo sargento con pinta de duro se echó a reír. Los demás se unieron a él mientras que yo me quedé en el sitio, paralizado y mudo para no aumentar mi culpabilidad. Mientras la risa continuaba, el viejo sargento me cogió por banda y me preguntó en voz baja:
—A ver hijo, ¿hay algún herido ahí arriba? ¿Y tu compañero?
Le dije que lo único que había eran unos daños a la propiedad.
—Bueno, eso se puede arreglar.
Un grupo de oficiales subió a rescatar a Cosmo y a su novia de Snyder y a Snyder de sí mismo.
Me llevaron en coche a la comisaría, donde me duché y me cambié de ropa. En el acta policial nada se mencionó de los disparos de escopeta (habiéndose comprado el silencio de los sospechosos), de mi botella o de la mierda que había en mis pantalones. A Snyder y a mí nos felicitaron, y gracias a la lógica perversa de la mentalidad machista, nuestra carrera policial siguió con toda brillantez.
La Mobil Station, donde trabajaba Ornar González, estaba junto al escenario de mis pasadas glorias. Cuando llegué, encontré el lugar vacío, así que acerqué el coche al surtidor de súper y me serví yo mismo. Miré si había un chicano de unos veintitantos años por ahí, pero no. Una vez hube llenado el depósito, fui a buscar al empleado y lo encontré reparando un coche. Era un chico regordete, de aspecto afable, que aparentaba unos veinte años.
—Tengo el cambio justo —dije—, ya sé que a vosotros os viene mejor así.
El chico me sonrió cuando le entregué el dinero.
—Por cierto —dije—, ¿no estará Omar por aquí? Es que soy un colega suyo.
El chico me miró extrañado.
—Omar hace dos semanas que no aparece por aquí. No está en el centro de reinserción tampoco. No sé dónde coño está. Él se sale con la suya porque les cae bien a los clientes. A mí el jefe ya me habría puesto en la calle si hiciera lo mismo.
—¿A qué se dedica Omar? Es que hace tiempo que no lo veo.
Arrugó el ceño, efectuando una parodia de la concentración.
—No me interpretes mal; me gusta Omar. A todo el mundo le gusta Omar. Pero siempre está tirándose el rollo chicano activista o se va al centro de recuperación ese y yo me tengo que joder y cargar con el muerto. Además, siempre deja el coche ese de los cojones bloqueando la entrada.
El chico señaló a un Plymouth amarillo de diez años de antigüedad. Me disponía a hacerle más preguntas cuando entró una cliente en un descapotable. Se olvidó completamente de mí y se encaminó a toda prisa hacia el coche, esbozando una socarrona sonrisa.
Me acerqué a ver el coche de Ornar. Apunté el número de la matrícula en mi libreta y luego miré a través del parabrisas. Los asientos estaban tapizados en blanco y las manchas marrones que vi sobre el asiento del conductor parecían sangre seca. El asiento de atrás estaba cubierto con una lona alquitranada debajo de la cual había unos bultos que debían de ser cajas. No tuve tiempo de pensármelo dos veces. Las puertas del coche estaban bien cerradas y había dejado las llaves maestras en casa.
Volví corriendo al coche y abrí el maletero para sacar una orden de recuperación en blanco y el gato. El chico estaba acabando con la mujer del descapotable cuando pasé corriendo delante de él. Me detuve y le puse la orden de recuperación debajo de las narices.
—Soy un investigador privado —grité—. Esto es una orden de recuperación para ese coche, me lo llevo.
Se quedó boquiabierto y paralizado mientras yo me ponía a trabajar. Miré a mi alrededor por si había maderos; entonces rompí el parabrisas del Plymouth con el gato. Metí el brazo por el agujero y abrí la puerta.
Rasqué la materia marrón del asiento; olía a sangre. Eché el asiento hacia delante, metí la mano bajo la lona y saqué dos cajas de cartón. Como eran ligeras, no me costó empujarlas al maletero.
Tenía al empleado delante de mí; estaba muy nervioso.
—Oye tío, ¿tú estás seguro de que esto es legal? —dijo con la voz quebrada.
—Sí, chaval, es legal. Pero quítate de mi vista de una puta vez —dije casi gritando.
Vi cómo se retiraba hacia el garaje y entonces abrí las cajas, cuando vi lo que había, por poco me desmayo. La primera caja contenía ocho o nueve libretas de apuestas, forradas en cuero negro. Por fin recogía los frutos de mi época en la Brigada Antivicio. Los nombres de los apostantes aparecían en una columna, en forma de código numeral. En las demás columnas había cantidades de dinero, fechas y trazos que debían indicar los pagos realizados. Hojeé todas las libretas rápidamente. Todas tenían la misma presentación. Los mismos márgenes aunque diferente codificación, fechas y cantidades de dinero. Las fechas se remontaban a doce años atrás. Entre las páginas de la última libreta había ocho o diez cheques de Los Ángeles County sin rellenar; del tipo usado para pagar a los empleados y a los parados. Busqué entre las demás libretas por si había sobres o algo que pudiera estar relacionado con los cheques, pero no encontré nada.
Abrí la segunda caja y casi me muero en el acto. Estaba llena de fotos pornográficas, idénticas a las que había visto en las paredes del local de Fat Dog: las mismas mujeres, las mismas sórdidas habitaciones, los mismos souvenirs baratos de pueblos fronterizos.
«¡Ornar, cacho cabrón, qué has hecho!», pensé.
Pero no estaba preparado para lo que me vino luego: toda la sangre se me subió a la cabeza y mis pulmones comenzaron a contraerse y expandirse como un acordeón desquiciado., Tenía delante unas fotos en papel glaseado de Jane Baker, violoncelista; desnuda, abierta de piernas, con la mirada y la boca en actitud de reto sexual.
«Tómame si puedes. Si lo haces bien, yo me encargaré de que pases un buen rato.»
Tenía un cuerpo hermoso y suave; su voluptuosidad parecía genuina: tenía el pubis húmedo y los pezones hinchados.
La cabeza se me iba en mil direcciones y las múltiples interpretaciones que trataba de dar al caso Baker-Kupferman perdían fuerza ante la luz de esta nueva prueba. Lo único que pude sacar en limpio era que ahora tenía dos casos.
Volví corriendo al coche, saqué una palanca del asiento trasero y abrí el maletero. Estaba vacío. Arrastré las dos cajas hasta mi coche y las guardé en el maletero.
El empleado estaba sentado en la oficina bebiendo una Coca-Cola, triste y desalentado. Cuando entré, se echó hacia atrás como si fuera a pegarle. Traté de controlar los nervios y le hablé suavemente:
—Perdona que te haya gritado antes, pero es que estoy metido en un asunto muy importante. Tengo que ponerme en contacto con Ornar González urgentemente. Necesito su dirección y el número de teléfono del centro de rehabilitación ese donde suele ir.
Esperó un momento y se puso a buscar en un Rolodex que tenía junto al teléfono. Leyó el número en alto. Yo agarré el teléfono y llamé. A la tercera vez, una mujer cogió el teléfono. Le dije que necesitaba hablar con Omar González urgentemente. Dijo que Omar no iba por allí desde hacía más de tres semanas. Me dijo que Omar era consejero, que no cobraba, que solía dirigir grupos de terapia de grupo para jóvenes chicanos y que por eso se presentaba cuando quería. En tono condescendiente, me dijo que Omar era un chico muy impulsivo que solía desaparecer con frecuencia durante varias semanas, pero que tenía buenas dotes como consejero y tenía mucho gancho con la gente joven. La mujer se embarcó en un discurso sobre el problema de la droga por lo que tuve que cortarla y colgar.
El empleado me miraba boquiabierto y temeroso.
—¿Cuál es la dirección de Omar? —pregunté.
Volvió a consultar el Rolodex.
—1983 Vendóme. Eso está en Silverlake, Tacoland.
Le dejé una tarjeta. Aparecía el número de mi casa, así como el de mi oficina.
—Si aparece Omar, le dices que me llame. Dile que es muy importante. Dile que sé quién mató a su hermano.
Le di unas palmaditas en el hombro y le guiñé un ojo. Me sonrió, haciendo grandes esfuerzos por mostrar complicidad. Me metí en el coche y salí a toda prisa en dirección a Silverlake.
Silverlake es un bonito enclave montañoso con viviendas de clase media y media baja, situado al este de Hollywood. Las colinas son empinadas y las carreteras tortuosas. Las casas y los edificios de apartamentos están alejados de la carretera y frecuentemente rodeados de vegetación, por lo que es fácil perderse.
Me desvié de Sunset en Silverlake Boulevard y pasé bajo el puente que marca la informal frontera de la zona. Yo había calculado que tardaría bastante en encontrar Vendóme, pero en realidad me topé con ella media milla al norte de Sunset aproximadamente. El 1983 era una pequeña plaza rodeada de pequeños bungalows. Aparqué a media manzana de distancia y entré en el jardín con aire despreocupado. Había una fila de buzones junto al primer bungalow del lado izquierdo, por lo que me enteré de que Ornar González vivía en el número 12. Su buzón estaba repleto de cartas, lo que hacía suponer que Ornar llevaba tiempo fuera.
El bungalow 12 estaba al fondo de la plazuela en el lado derecho. Como todos los otros, estaba hecho de tablilla blanca, mohosa y deteriorada. Llamé al timbre, pero no obtuve respuesta, entonces traté de abrir la frágil puerta de madera. Estaba cerrada con llave. Probé con las ventanas, pero también estaban cerradas y las polvorientas persianas que la cubrían me impedían ver el interior.
Fui en busca del administrador. El buzón me remitía al número 3. Llamé al timbre. Una mujer desaliñada, con una bata, abrió la puerta algo atemorizada, sin abrir la puerta de rejilla. Cuando le dije que tenía un telegrama para Omar González, del número 12, se echó atrás como acosada por un enjambre de abejas.
—¿Qué ocurre, señora? —pregunté.
—Omar hace semanas que no aparece por aquí —dijo, abriendo un poco la puerta y alargando la mano para recoger el imaginario papel.
—No puedo hacer eso. Debo entregárselo en mano al destinatario. Muchas gracias, señora.
Me miró asustada y cerró de un portazo. Tenía que pasar algo.
Me encaminé hasta la tienda de bebidas que había al final de la manzana y compré un Ginger Ale. Entre beberlo y mirar a las guapas chicanas que pasaban por delante consumí veinte minutos. Parecía un intervalo suficientemente largo.
Volví a la plaza. No había nadie por allí y la puerta del encargado estaba cerrada, así como las contraventanas. En el porche del número 12, miré a ambos lados, saqué la pistola y abrí la puerta de una patada. Agachado en actitud de combate, entré en el oscuro apartamento, cerrando la puerta suavemente tras de mí.
Reinaba un silencio sepulcral y tuve que esperar un rato para que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Gradualmente, se fueron delineando los contornos de un sofá tumbado boca abajo, una estantería y un montón de libros. Varias macetas habían sido derribadas del alféizar de la ventana, llenando el suelo de tierra y trozos de escayola y una alfombra había sido levantada y arrojada contra una esquina. Recorrí cautelosamente el resto de las habitaciones con la pistola por delante. La pequeña cocina en el ala derecha había sido devastada de manera similar: habían saqueado los armarios, los platos estaban amontonados en el suelo; habían tirado la nevera y sus rancios contenidos apestaban el aire. El lavabo parecía una pocilga, pero lo peor era el dormitorio: estaba lleno de vidrios rotos procedentes de los espejos, la cama estaba rota y el colchón destrozado, la ropa, arrancada de los armarios, estaba tirada encima de todo lo demás. Un calentador de gas había sido arrancado de la pared y estaba tirado sobre el relleno del colchón.