Rescate en el tiempo (22 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Rescate en el tiempo
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El zumbido era ya ensordecedor. La máquina giraba con tal rapidez que las barras se habían desdibujado. Veían claramente a la mujer en el interior.

Oyeron una voz grabada: «Permanezca inmóvil…, abra los ojos…, respire hondo…, contenga la respiración…
Ahora
».

Un anillo descendió rápidamente del techo de la máquina, escaneando a la mujer de la cabeza a los pies.

—Observen con atención —dijo Gordon—. Ocurre muy de prisa.

Kate vio numerosos rayos láser de un vivo color violeta proyectados por las barras y dirigidos hacia el centro. Por un instante la mujer pareció en estado de incandescencia.

Súbitamente se produjo un cegador destello blanco dentro de la máquina. Kate cerró los ojos y volvió la cabeza. Al abrirlos, una nube de puntos flotaba en su campo de visión, y por un momento no vio qué ocurría. Luego se dio cuenta de que la máquina había disminuido de tamaño, desprendiéndose de los cables conectados al techo, que ahora colgaban sueltos.

Otro fogonazo de láser.

La máquina menguó aún más, y con ella la mujer que se hallaba dentro, que ahora medía alrededor de un metro de estatura. Siguió encogiéndose con sucesivos destellos.

—¡Dios santo! —exclamó Stern—. ¿Qué se siente en ese momento?

—Nada —contestó Gordon—. No se siente nada. El tiempo de la conducción nerviosa entre la piel y el cerebro es del orden de cien milisegundos. La vaporización por láser dura cinco nanosegundos. Llegados a este punto, uno ha desaparecido ya hace rato.

—Pero esa mujer sigue ahí.

—No. Ha salido en el primer destello de láser. Ahora simplemente el ordenador está procesando los datos. Eso que ven ahora es un efecto artificial del escalonamiento de compresión. La compresión se inicia en tres y va hasta menos dos…

Se produjo otro fogonazo. La jaula disminuía rápidamente. Se redujo a poco más de medio metro y luego a unos treinta centímetros. Dentro, la mujer semejaba una muñeca vestida de caqui.

—Menos cuatro —prosiguió Gordon.

Tras un nuevo destello, cercano al suelo, Kate dejó de ver la jaula.

—¿Qué ha pasado?

—Aún está ahí, apenas visible.

Otro destello, esta vez poco más que una chispa en el suelo.

—Menos cinco.

Aumentó la frecuencia de los destellos, como el parpadeo de una luciérnaga, cada vez más débiles.

—Y menos catorce… Concluida.

Los destellos cesaron.

Nada.

La jaula se había desvanecido. Donde antes se hallaba, se veía sólo el oscuro suelo de goma.

—¿Y se supone que nosotros tenemos que pasar por eso? —preguntó Kate.

—No es una experiencia desagradable —aseguró Gordon—. Uno permanece consciente durante todo el proceso, circunstancia que en realidad no podemos explicar. Al final de la compresión de datos, uno se encuentra en dominios ínfimos, regiones subatómicas, y en ese estado, teóricamente, no es posible la conciencia. Sin embargo, se conserva la conciencia. Pensamos que puede tratarse de un artefacto, una alucinación que salva el instante de la transición. Si es así, sería un fenómeno análogo al dolor fantasma que sienten las personas a quienes se ha amputado un miembro. Esto podría definirse como una especie de «conciencia fantasma». Naturalmente, hablamos de períodos de tiempo muy breves, nanosegundos. En cualquier caso, nadie comprende la conciencia.

Kate escuchaba con expresión ceñuda. Hasta ese momento se había planteado cuanto veía como una cuestión de arquitectura, como si aplicara el tradicional enfoque según el cual «la forma está supeditada a la función». ¿No resultaba acaso extraordinario que aquellas enormes estructuras subterráneas presentaran una simetría concéntrica —con vagas reminiscencias de los castillos medievales— a pesar de no haberse construido con arreglo a requisito estético alguno? Se habían construido únicamente para resolver un problema científico. Y Kate encontraba fascinante el resultado.

Pero ahora que conocía la utilidad real de aquellas máquinas, le costaba asimilar lo que acababan de ver sus ojos. Y su formación en el campo de la arquitectura no le servía de nada a ese respecto.

—Pero este… método para encoger a una persona implica desintegrarla…

—No. La destruimos —afirmó Gordon sin rodeos—. Tenemos que destruir el original aquí para poder reconstruirlo en el otro extremo. Es una condición necesaria.

—Así pues, esa mujer en realidad ha muerto.

—Yo no diría eso, no. Comprenda…

—Pero si destruye a una persona en un extremo, ¿no muere? —insistió Kate.

Gordon suspiró.

—No es fácil interpretar esta clase de sucesos desde un punto de vista tradicional —explicó—. Dado que la persona se reconstruye
en el mismo instante
en que es destruida, ¿es posible decir que ha muerto? No ha muerto. Simplemente se ha trasladado a otra parte.

Stern tenía la certeza —era una sensación visceral— de que Gordon no hablaba con total sinceridad sobre aquella tecnología. Sólo con ver las paredes curvas que constituían el blindaje de agua y las máquinas situadas en el centro, presentía que quedaba algo importante por explicar. Se propuso averiguarlo.

—¿Ahora, pues, esa mujer está en otro universo? —preguntó.

—En efecto.

—¿La han transmitido, y ha llegado a otro universo? ¿Como si se tratara de una hoja de papel a través de un fax?

—Exactamente.

—Pero, para reconstruirla en el otro extremo, se necesita también allí un fax, por seguir con la comparación.

Gordon movió la cabeza en un gesto de negación.

—No, no se necesita ninguna máquina al otro lado.

—¿Por qué no?

—Porque Gómez, o cualquier persona transmitida, está ya allí.

Stern arrugó la frente.

—¿Ya está allí? ¿Cómo es posible?

—En el momento de la transmisión, la persona se encuentra ya en el otro universo, y por tanto no es necesario que nosotros mismos la reconstruyamos allí.

—¿Por qué? —insistió Stern.

—Por ahora dejémoslo en que es una característica del multiverso. Si lo desea, podemos hablar de ello después. Estoy seguro de que a los demás no les interesan esos pormenores —dijo Gordon, señalando con la cabeza al resto del grupo.

Hay algo más, pensó Stern. Algo que no quiere contarnos. Stern volvió a mirar hacia la zona de transmisión, buscando el detalle anómalo, la pieza fuera de lugar. Porque tenía la firme convicción de que alguna pieza no encajaba.

—¿No ha dicho que sólo han enviado al pasado a unas cuantas personas?

—Sí, así es.

—¿Más de una a la vez?

—Casi nunca. A lo sumo dos, y en muy raras ocasiones —respondió Gordon.

—Entonces, ¿por qué hay tantas máquinas? Ahí abajo cuento ocho. ¿No bastaría con dos?

—Lo que ve es el resultado de nuestro programa de investigación —explicó Gordon—. Introducimos continuas mejoras en el diseño.

Gordon había contestado con aparente naturalidad, pero Stern creyó advertir algo en su mirada, un velado asomo de inquietud.

Sin duda esconde algo, pensó.

—¿Y no sería más lógico introducir las mejoras en las mismas máquinas? —preguntó Stern.

Gordon se encogió de hombros, pero guardó silencio. Sin duda, se reafirmó Stern para sus adentros.

—¿Qué hacen aquellos técnicos? —continuó Stern, aún tanteando. Señaló a los dos hombres que trabajaban de rodillas en la base de una de las máquinas—. Me refiero a los que están allí, al fondo. ¿Qué reparan exactamente?

—David —dijo Gordon—, creo francamente…

—¿Es esta tecnología
realmente
segura?

Gordon dejó escapar un suspiro.

—Véalo usted mismo.

A través de la amplia pantalla, se vio en el suelo de la sala de tránsito una rápida sucesión de destellos.

—Ya vuelve —anunció Gordon.

Los destellos cobraron mayor intensidad. Oyeron de nuevo el tableteo, aumentando gradualmente de volumen. Al cabo de un instante, la jaula alcanzó su tamaño natural, el zumbido se desvaneció, la neblina del suelo se arremolinó, y la mujer salió de la máquina, alzando una mano para saludar a los espectadores.

Stern la escrutó con los ojos entrecerrados. Parecía en perfecto estado. Conservaba el mismo aspecto que antes.

Gordon miró a Stern.

—Créame, no existe el menor riesgo. —Se volvió hacia la pantalla—. ¿Cómo has visto aquello, Sue?

—Excelente —contestó Gómez—. El punto de tránsito se encuentra en la orilla norte del río. Un lugar aislado, en el bosque. Prepare a su equipo, doctor Gordon. Voy a registrar la información en el marcador de reserva. Luego iremos allí y traeremos a ese viejo antes de que le pase algo.

Capítulo 23

—Tiéndase sobre el costado izquierdo, por favor.

Kate, tendida en una camilla, se volvió de lado y contempló con aprensión al hombre de avanzada edad vestido con bata blanca, que alzó un instrumento parecido a un aplicador de cola y lo acercó a la oreja de ella.

—Lo notará tibio —aseguró el hombre.

¿Tibio?, pensó Kate mientras sentía una intensa quemazón en el oído.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un polímero orgánico —respondió el hombre—. No es tóxico ni alergénico. Continúe en esa posición durante ocho segundos. Ahora, por favor, mueva la boca como si masticase. Conviene que quede un poco suelto. Muy bien, siga masticando.

Kate lo oyó pasar al siguiente de la fila —Chris ocupaba la camilla contigua, Stern la tercera y Marek la última— y repetir:

—Tiéndase sobre el costado izquierdo. Lo notará tibio…

No tardó mucho en regresar junto a Kate. Le pidió que se volviera del lado derecho y le inyectó el polímero caliente en el otro oído. Gordon observaba desde un rincón.

—Esto es aún un tanto experimental —explicó Gordon—. Se compone de un polímero que empieza a biodegradarse al cabo de una semana.

A continuación, el hombre de la bata blanca los hizo ponerse en pie y, expertamente, les extrajo uno por uno los implantes plásticos de los oídos.

—Yo oigo perfectamente —dijo Kate a Gordon—. No necesito audífono.

—No es un audífono —contestó Gordon.

En el otro extremo de la sala, el hombre perforaba el centro de los implantes e introducía un dispositivo electrónico. Trabajaba con una rapidez sorprendente. Una vez insertado el dispositivo, taponaba el orificio con un poco más de plástico.

—El aparato consta de un micrófono y un traductor electrónico —prosiguió Gordon—, por si necesitan comprender lo que alguien les dice.

—Pero aun si comprendo lo que me dicen, ¿cómo voy a responderles? —objetó Kate.

—No te preocupes —terció Marek, dándole un ligero codazo a Kate—. Yo hablo occitano y francés antiguo.

—Ah, estupendo —repuso Kate con tono sarcástico—. ¿Y vas a enseñarme esas lenguas en quince minutos? —Estaba tensa ante la idea de ser destruida o vaporizada o lo que fuera por aquella máquina, y las palabras salían a borbotones de su boca.

Marek pareció sorprendido por su reacción.

—No —dijo con gravedad—. Pero si te quedas a mi lado, cuidaré de ti.

Por alguna razón, su extrema seriedad tranquilizó a Kate. Marek era tan formal… Probablemente cuidará de mí, pensó Kate, y se sintió más relajada.

Poco después todos se colocaron los auriculares internos de plástico, que eran de color carne.

—Ahora están apagados —explicó Gordon—. Para encenderlos, sólo tienen que golpearse suavemente la oreja con la punta del dedo. Y ahora, si me acompañan…

Gordon entregó una pequeña bolsa de cuero a cada uno.

—Hemos estado elaborando una especie de botiquín de primeros auxilios; ahí dentro van los prototipos. Son ustedes los primeros que entrarán en el mundo, y por tanto cabe la posibilidad de que tengan que utilizarlos. Pueden llevarlos ocultos bajo la ropa.

Abrió una bolsa y extrajo un envase cilíndrico de aluminio de unos diez centímetros de altura y tres de diámetro. Parecía un aerosol de espuma de afeitar.

—Ésta es la única forma de protección que podemos ofrecerles. Contiene doce dosis de dihidroetileno con un substrato proteínico. Haremos una demostración con el gato, H. G. ¿Dónde estás, H. G.?

Un gato negro saltó a la mesa. Gordon lo acarició y después le roció el hocico con gas. El gato parpadeó, bufó y cayó de costado.

—Provoca la pérdida del conocimiento en seis segundos —añadió Gordon—, así como una posterior amnesia retroactiva. Pero tengan muy en cuenta que su efecto es de corta duración. Y sólo es eficaz si disparan directamente a la cara.

Mientras el gato se sacudía y volvía en sí, Gordon sacó de la bolsa de cuero tres cubos de papel rojo encerado, aproximadamente del tamaño de terrones de azúcar. Parecían artilugios pirotécnicos.

—Si necesitan encender fuego, esto les servirá —dijo Gordon—. Para que ardan, sólo hay que tirar del cordón. Van marcados con los números quince, treinta y sesenta, los segundos que tardan en prender. Tienen un recubrimiento de cera, o sea, son impermeables. Una advertencia: a veces fallan.

—¿Y por qué no un encendedor Ble? —preguntó Chris.

—No corresponde a la época. Allí no puede llevarse plástico. —Gordon se concentró de nuevo en el contenido de la bolsa—. Incluye también el botiquín propiamente dicho, nada fuera de lo común: antiinflamatorios, antidiarreicos, antiespasmódicos, analgésicos. No les gustaría ponerse a vomitar en un castillo —bromeó—. Y no podemos proporcionarles pastillas para potabilizar el agua.

Stern escuchó todo aquello con una sensación de irrealidad. ¿Vomitar en un castillo?, pensó.

—Oiga…

—Y por último —prosiguió Gordon sin prestar atención—, una herramienta multiuso de bolsillo, con cuchillo y ganzúa incluidos. —Parecía una navaja suiza. Gordon volvió a guardarlo todo en la bolsa—. Probablemente no utilizarán nada de esto, pero no está de más. Y ahora ocupémonos de la vestimenta.

Stern no podía sacudirse aquel persistente desasosiego. Una mujer de trato amable y aspecto de abuela había dejado su máquina de coser y distribuía la ropa entre ellos: primero, la prenda interior —una especie de calzoncillos blancos de hilo pero sin elástico en la cintura—, luego una correa de cuero y después unas mallas negras de lana.

—¿Qué es esto? —preguntó Stern—. ¿Unos leotardos?

—Se llaman calzas, querido —respondió la mujer.

Tampoco tenían elástico.

—¿Cómo se sujetan?

—Has de remetértelas en la correa, por debajo del jubón. O atarlas a los rabillos del jubón.

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