Resurrección (12 page)

Read Resurrección Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Resurrección
2.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Entonces empezó a limpiar? ¿Eso es lo que quiere decir? —preguntó Werner.

—Sí. Primero la sangre. Me llevó muchísimo tiempo. Luego todo lo demás. No lo dejé ganar. —Kristina volvió a fro tar la mancha invisible en la superficie de la mesa. Una última vez, con decisión—. ¿No se dan cuenta? El Caos no ganó. Man tuve el control.

19.10 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, ALSTERDORF, HAMBURGO

El equipo celebró una breve reunión después del interrogatorio a Kristina Dreyer. Ella seguía siendo la principal sospechosa y la retendrían en custodia durante la noche, pero era evidente que ninguno de los miembros de la Mordkommission estaba convencido de su culpabilidad.

Después de que Fabel diera por terminada la reunión, le pidió a Maria que se quedara.

—¿Está todo bien, Maria? —le preguntó cuando estuvieron solos. La expresión de Maria transmitía, con suma elocuencia, su impaciencia y su frustración—. Es que no has hablado mucho durante la reunión…

—Creo que no había mucho que decir, para ser honesta,
chef
. Creo que tendremos que ver los resultados de los análisis forenses y patológicos para saber exactamente lo que ocurrió. Tampoco es que Kristina Dreyer nos dejara mucho material que analizar.

Fabel asintió, pensativo. Luego preguntó:

—¿Por qué conoces esa Clínica del Miedo a la que ella asis tía?

—Tuvo bastante difusión cuando se abrió. Leí un artículo sobre la clínica en el
Abendblatt
. Es muy especial, y cuando Kristina dijo que asistía a una Clínica del Miedo, me pareció que era la única que encajaba.

Si Maria ocultaba algo, Fabel no consiguió descifrarlo en su rostro y se sintió, no por primera vez, profundamente irritado por esa actitud tan reservada y distante. Después de lo que habían pasado juntos, a él le parecía que merecía su confianza.

Sintió el impulso de confrontarla, de preguntarle qué demonios le ocurría. Pero si había algo que Fabel sabía sobre sí mismo, era que él era un ejemplo típico de su edad y su contexto histórico, y que acostumbraba reprimir cualquier expresión espontánea de sus sentimientos. Ello significaba que se acercaba a las cosas de una manera más mesurada; también significaba que muchas veces el remolino de sus sentimientos se revolvía en lo más profundo de su ser. Decidió dejar el tema. No mencionó el hecho de que el comportamiento de Maria le preocupaba. No le preguntó si su vida seguía destrozada por el horror de lo que le había ocurrido. Y, lo más importante de todo, no le puso nombre al monstruo cuyo espectro, en momentos como éste, se interponía entre ellos: Vasyl Vitrenko.

Aquel hombre había entrado en sus vidas como un oscuro sospechoso durante la investigación de un homicidio y había dejado una marca muy tangible en cada uno de los miembros del equipo. Vitrenko era un ex agente de la Spetznaz ucraniana, tan habilidoso con los instrumentos de la muerte como un cirujano lo era con los de la vida. Había usado a Maria como táctica dilatoria mientras llevaba a cabo su escapatoria, dejando cruelmente su vida colgando de un hilo y obligando a Fabel a abandonar su persecución.

—¿Qué crees, Maria? —dijo por fin—. Hablo de Dreyer… ¿crees que ha sido ella?

—Es totalmente posible que ella volviera a dar ese paso hacia la locura. Tal vez no recuerde haber matado a Hauser. Tal vez cuando limpió la escena del asesinato también limpió el recuerdo del crimen de su mente. O quizás esté diciéndonos la verdad. —Maria hizo pausa—. El miedo puede hacer que todos nos comportemos de maneras extrañas.

20.00 h, Marienthal, Hamburgo

Aquello, después de todo, era a lo que el doctor Gunter Griebel le había dedicado la mayor parte de su vida. Tan pronto vio a aquel joven pálido y de pelo oscuro se produjo un instante de reconocimiento, se dio cuenta instintivamente de que estaba mirando un rostro que le era familiar: el de alguien a quien conocía.

Pero en realidad Griebel no conocía a aquel joven. Cuando empezaron a hablar, quedó claro que no se habían visto antes. Sin embargo, la idea de familiaridad siguió presente, acompañada de la sensación firme y tentadora de que ese reconocimiento llegaría muy pronto, de que si pudiera ubicar ese rostro en un contexto, todas las piezas encajarían en su sitio. Y el joven tenía una mirada desconcertante, un rayo láser clavado en el hombre mayor.

Pasaron al estudio y Griebel le ofreció una copa a su huésped, pero éste declinó la invitación. Había algo extraño en la forma en que el joven se desplazaba por la casa, como si cada movimiento fuera medido, calculado. Después de un momento de incomodidad, Griebel le indicó a su invitado que se sentara.

—Gracias por recibirme —dijo el más joven de los dos—. Le pido disculpas por la manera tan poco ortodoxa en que me presenté. No tenía la intención de molestarlo mientras usted le prestaba sus respetos a su difunta esposa, pero fue pura casualidad que estuviéramos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, justo cuando yo estaba a punto de telefonearlo para concertar una entrevista.

—¿Ha dicho usted que también es científico? —preguntó Griebel, más para evitar otro incómodo silencio que por un interés genuino—. ¿Cuál es su disciplina?

—No es muy lejana de la suya, doctor Griebel. Estoy fascinado por sus investigaciones, en especial aquéllas referidas a la forma en que un trauma sufrido en una generación puede tener consecuencias en las generaciones siguientes. O que acumulamos recuerdos que pasan de generación en generación. —El joven estiró las manos en el cuero del sillón. Se las miró, y miró el cuero, como si estuviera reflexionando sobre ellas—. A mi manera, yo también busco la verdad. Tal vez la verdad que yo busco no sea tan universal como la suya, pero la respuesta se encuentra en la misma área. —Volvió a apuntar a Griebel con su rayo láser—. Pero la razón por la que estoy aquí no es profesional. Es personal.

—¿En qué sentido personal? —Griebel volvió a tratar de recordar si había visto antes a aquel joven y dónde o, si no, a quién le recordaba.

—Como le expliqué antes en el cementerio, estoy buscando las respuestas de algunos de los misterios de mi propia vida. Siempre he estado acosado por recuerdos que no son míos… por una vida que no es la mía. Y ésa es la razón por la que usted, y sus investigaciones, me interesan tanto.

—Con el mayor de los respetos —la voz de Griebel tenía un filo de irritación— ya he oído todo esto antes. Yo no soy filósofo. Tampoco soy psicólogo y, desde luego, no soy ninguna especie de chamán New Age. Soy un científico que investiga realidades científicas. No acepté verlo a usted para explorar los enigmas de su existencia. Sólo accedí a verlo por lo que usted dijo sobre… bueno, sobre el pasado… los nombres que ha mencionado. ¿De dónde ha sacado esos nombres? ¿Qué le ha hecho pensar que la gente que mencionó tenía algo que ver conmigo?

El joven abrió la boca en una sonrisa amplia, fría y sin alegría alguna.

—Parece que ha pasado tanto tiempo, ¿verdad, Gunter? Toda una vida. ¿Tú, yo y los otros? Tú has tratado de seguir adelante… de hacerte una vida nueva. Si es que puedes llamar vida a esta banalidad burguesa tras la que te escondes. Y todo el tiempo intentas fingir que el pasado no ha ocurrido.

Griebel frunció el ceño y se concentró con fuerza. Hasta la voz era familiar, con tonos que había oído en algún lugar, alguna vez, antes.

—¿Quién eres? —preguntó por fin—. ¿Qué quieres?

—Ha pasado mucho tiempo, Gunter. Todos vosotros os sentíais felices con vuestras nuevas vidas, ¿verdad? Pensabais que lo habíais dejado todo atrás. Que me habíais dejado atrás. Pero habéis construido vuestras vidas sobre la traición. —El joven señaló el estudio de Griebel, el equipo, los libros, con un desdeñoso gesto de la mano—. Has dedicado mucho tiempo, la mayor parte de tu vida, a tus estudios, a tu búsqueda de respuestas. Has dicho que eres un científico buscando verdades científicas; pero yo te conozco, Gunter. Tú estás buscando desesperadamente las mismas verdades que yo. Quieres ver en el pasado, averiguar qué es lo que nos hace ser como somos. Y, a pesar de todo tu trabajo, no has adelantado nada. Pero yo sí, Gunter. Yo he visto las respuestas que buscas. Yo soy la respuesta que buscas.

—¿Quién demonios eres? —volvió a preguntar Griebel.

—Pero Gunter… tú ya sabes quién soy… —la luminosa y helada sonrisa del joven se mantuvo fija en su sitio—. No me digas que no te das cuenta… —Se puso de pie y sacó un gran estuche de terciopelo del maletín que había dejado en el suelo a su lado.

20.50 H, PÖSELDORF, HAMBURGO

Fabel se sentía cansado hasta los huesos. Lo que había supuesto que sería un tranquilo primer día de regreso al trabajo había adoptado inesperadamente una forma inmensa y densa que se había ubicado, inmóvil e inevitable, en su camino. Sentía que los esfuerzos que había tenido que hacer para superar ese obstáculo le habían quitado toda la luz al día y toda la energía a su cuerpo.

Susanne había quedado a cenar en el centro con una amiga y Fabel se encontró sin saber qué hacer la primera noche después de sus vacaciones. Antes del salir del Präsidium, telefoneó a su hija, Gabi, que vivía con su madre, para ver si estaba libre para encontrarse con él e ir a comer algo, pero ella ya había hecho planes. Gabi le preguntó qué tal habían ido sus vacaciones y charlaron un rato antes de quedar en reunirse algunos días más tarde. Por lo general, Fabel se sentía reanimado después de hablar con su hija, que había heredado parte de la alegría irresponsable que caracterizaba a Lex, su hermano; pero esa noche el hecho de que ella no estuviera disponible no hizo otra cosa que perturbarlo todavía más.

No le gustaba cocinar para sí mismo y sintió la necesidad de estar rodeado de gente, de modo que decidió regresar a su apartamento para refrescarse antes de salir a comer. Fabel había vivido en el mismo sitio durante los últimos siete años. Estaba a una manzana de la Milchstrasse, en una zona que, para muchos, se había convertido en el lugar más de moda de Hamburgo: Poseldorf, en el distrito de Rotherbaum. El apartamento de Fabel era el ático de un gran edificio de finales del siglo XIX. La antigua casa señorial se había reformado para crear tres elegantes apartamentos. Por desgracia, el rendimiento económico de Alemania en aquella época no era equivalente a la ambición de los constructores y los precios de la propiedad en Hamburgo se habían desplomado. Fabel había aprovechado la oportunidad de ser propietario en lugar de inquilino y había comprado aquel estudio en un ático. Muchas veces había pensado en la ironía de la situación: él había terminado en ese apartamento tan moderno y en una ubicación tan perfecta gracias a que su matrimonio y la economía alemana se habían desmoronado exactamente en el mismo momento.

Incluso con esa caída en los precios de las propiedades, lo único que Fabel pudo pagar en Poseldorf era ese apartamento de un ambiente. Era pequeño, pero a él siempre le parecía que había valido la pena sacrificar espacio por esa ubicación. Cuando los constructores reformaron el edificio, reconocieron el potencial de su vista e instalaron enormes ventanales, que iban prácticamente desde el suelo hasta el techo, en el costado del edificio que daba a Magdalenen Strasse y desde donde se veía todo el verde del Alsterpark, el lago Aussenalster y las zonas de vegetación que lo bordeaban. A través de esas ventanas, Fabel podía ver los blancos y rojos transbordadores que cruzaban el Alster y, en un día claro, alcanzaba a divisar las elegantes mansiones blancas y la resplandeciente cúpula turquesa de la mezquita iraní en el Schóne Aussicht, en la otra orilla del Alster.

Había sido un lugar perfecto para él. Un espacio para no compartir con nadie. Pero a medida que su relación con Susanne fue desarrollándose, todo aquello comenzó a cambiar. Estaba comenzando una nueva etapa de su vida; incluso tal vez una nueva vida. Le había pedido a Susanne que se fuera a vivir con él y estaba claro que aquel apartamento de Poseldorf era demasiado pequeño para los dos. El apartamento de Susanne sí era lo bastante grande, pero era alquilado y Fabel, que había lado el salto de inquilino a propietario, algo muy difícil en Alemania, no quería volver a alquilar. De modo que habían decidido reunir sus recursos y comprar otro apartamento. La economía estaba saliendo de un estancamiento que había durado ocho años y Fabel conseguiría un buen precio por su apartamento, o bien podría alquilarlo, y eso más los ingresos de los dos tal vez les permitiera costearse algo medianamente decente y no muy lejos del centro de la ciudad.

Todo sonaba bien y sensato, y había sido el mismo Fabel quien había propuesto la idea de vivir juntos, pero cada vez que pensaba en mudarse de Poseldorf y su espacio pequeño e independiente con aquella vista tan grandiosa, su corazón daba un vuelco. Al principio, Susanne era la más renuente de los dos. Fabel sabía que ella había pasado por una mala experiencia con un compañero dominante. Aquel tipo había hecho mucho daño a su autoestima y la relación había sido un desastre para Susanne. Como resultado, ella protegía mucho su independencia. Eso era todo lo que Fabel sabía; por lo general Susanne era franca y sincera pero no estaba preparada para contarle nada más al respecto. Ni Fabel ni ninguna otra persona podían acce der a esa parte de su pasado. De todas maneras, poco a poco ella había comenzado a aceptar la idea de irse a vivir juntos y finalmente había pasado a ser la que más impulsaba la búsqueda de un nuevo lugar para compartir.

Fabel aparcó en el espacio asignado a su edificio y entró en su apartamento. Se dio una ducha rápida, se puso una camisa y pantalones negros y una chaqueta liviana inglesa antes de volver a salir y dirigirse a la Milchstrasse.

En sus orígenes, Poseldorf había sido el
Armeleutegegend
—el barrio pobre de Hamburgo— y todavía tenía la atmósfera ligeramente disonante de una aldea en el corazón de una gran ciudad. Sin embargo, a partir de la década de 1960 se había puesto cada vez más de moda y, en consecuencia, el nivel financiero de sus residentes había pasado de un extremo al otro. La imagen de una impecable prosperidad
chic
había quedado subrayada por el éxito de nombres tales como el de la diseñadora Jill Sander, cuyo imperio en el mundo de la moda había empezado en un estudio y una boutique de Poseldorf. La Milchstrasse se encontraba en el centro mismo de ese barrio y era una calle estrecha repleta de vinerías, clubes de jazz, tiendas finas y restaurantes.

Fabel tardó menos de cinco minutos en llegar andando desde su apartamento a su cafetería y bar favorito. Ya había bastante gente cuando entró, y tuvo que abrirse paso entre el grupo de clientes que se agolpaban en el cuello de botella de la barra. Avanzó hasta la zona elevada del comedor, que estaba en el fondo, y se sentó en una mesa libre que estaba en una esquina, dándole la espalda a la pared de ladrillos. En el momento en que se acomodó se dio cuenta de pronto de lo cansado que estaba. Y viejo. Su primer día de regreso después de las vacaciones le había costado mucho y cada vez le resultaba más difícil volver a entrar en ritmo. Tratando de reunir apetito, se esforzó por apartar de su mente la imagen de la cabeza de Hans-Joachim Hauser con el cuero cabelludo arrancado. Pero se dio cuenta de que otra imagen desconcertante ocupaba su lugar: la fotografía tomada en el depósito de cadáveres de una muchacha joven y bonita con altos pómulos eslavos, a quien los traficantes de personas habían robado su nombre y su dignidad y a quien luego un don nadie gordo y con calvicie incipiente le robó la vida. Fabel coincidía con Ma ría en más aspectos de lo que le hubiera gustado admitir, y le habría encantado permitirle que continuara investigando el caso de Olga X, que encontrara a los criminales organizados que la habían arrastrado a la prostitución ofreciéndole la falsedad de una nueva vida. Pero ése no era el trabajo de su equipo.

Other books

Judith Merkle Riley by The Master of All Desires
A Highlander Christmas by Dawn Halliday, Cindy Miles, Sophie Renwick
Chasing Adonis by Ardito, Gina
Inked by an Angel by Allen, Shauna
Montana Secrets by Kay Stockham
The First Law by John Lescroart
A SEALed Fate by Nikki Winter
Trains and Lovers: A Novel by Alexander McCall Smith
Atonement by Michael Kerr
Cambridge by Susanna Kaysen