Ahora estaba sentado en la oscuridad y el silencio, reprimiendo las emociones que surgían como grandes olas desde lo más profundo de su ser. Tenía que estar en el momento mismo, cerrarse a todo lo demás y concentrarse. Ser disciplinado. Los japoneses tenían una palabra para eso:
zanshin
. El debía alcanzar su
zanshin
: ese estado de paz y relajación, de una falta absoluta de temor ante el peligro o los desafíos, que permitía que el cuerpo y la mente actuaran con una mortal precisión y eficiencia. Aun así, era imposible negar la sensación de un destino monumental a punto de cumplirse. No sólo su vida entera había sido una preparación para ese momento: más de una vida se había dedicado a ponerlo a él en ese lugar y en ese momento. El punto de convergencia estaba cerca. A pocos segundos.
Depositó cuidadosamente el estuche de terciopelo en el asiento contiguo. Echó una mirada hacia un lado y otro de la ca lle antes de desatar la cinta que lo cerraba y desenrollar el estu che. La hoja resplandeció, brillante y dura, aguda y hermosa a la luz de la calle. Imaginó su entusiasta filo partiendo la carne, separándola del hueso. Con este instrumento acallaría sus voces traicioneras, usaría esa hoja para crear un reluciente silencio.
Hubo un movimiento.
Dio la vuelta al terciopelo azul oscuro para ocultar aquella hermosa hoja. Puso las manos sobre el volante y miró hacia delante cuando la bicicleta pasó junto al coche. Observó cómo el ciclista pasaba una pierna por encima de la bicicleta, que aún seguía en movimiento, antes de bajarse con un trote. El ciclista quitó la cadena y el candado del soporte de la bicicleta y la empujó al pasaje que estaba a un costado del edificio.
El se rio en silencio cuando observó el pequeño ritual de seguridad del ciclista. «No es necesario —pensó—. Déjala para que alguien te la robe. No volverás a precisarla en esta vida».
El ciclista salió del pasaje, sacó las llaves del bolsillo y entró en el apartamento.
En la oscuridad del coche, él cubrió sus manos con el látex de un par de guantes quirúrgicos. Buscó en la parte de atrás y recogió la bolsa de artículos de tocador del asiento trasero y la puso junto al estuche de terciopelo.
Convergencia.
Sintió que una gran calma descendía sobre él.
Zanshin
. Ahora se haría justicia. Ahora comenzaría la matanza.
Viernes 19 de agosto de 2005, el día después del primer asesinato
8.57 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
Ella se detuvo un momento y alzó la mirada al cielo, entrecerrando los ojos para protegerlos del sol matinal que brillaba con tanto optimismo sobre el Schanzenviertel. Era su primera cita del día. Miró su reloj y se permitió una pequeña y tensa sonrisa de satisfacción. 8:57 de la mañana. Tres minutos antes.
Sobre todas las cosas, Kristina Dreyer se enorgullecía de no llegar tarde jamás. Así como con muchos otros aspectos de su vida, Kristina era obsesiva con su puntualidad. Era parte de su reinvención de sí misma, de cómo definía la persona en la que se había convertido. Kristina Dreyer había conocido el Caos; lo había conocido de una manera que la mayoría de la gente ni siquiera podía imaginar. El Caos la había tragado. La había despojado de su dignidad, de su juventud y, más que nada, le había arrancado cualquier sensación de control sobre su propia vida que ella pudiera haber tenido.
Pero había vuelto a ponerse a cargo de la situación. Si anteriormente su vida había sido pura anarquía y confusión, ahora estaba caracterizada por una regulación absoluta de cada día. Kristina Dreyer llevaba su vida con una exactitud sin concesiones. En su vida todo era simple, limpio y ordenado: su ropa, incluyendo su ropa de trabajo; su pequeño y prístino apartamento; su Volkswagen Golf con las palabras «Limpieza Dreyer» en los paneles de las puertas; y su vida que, como su apartamento, había decidido no compartir con nadie.
La exactitud inflexible de Kristina era especialmente notoria en su trabajo. Ella era excelente en lo que hacía. Había formado una lista de clientes a lo largo de Eimsbüttel que le ocupaba toda la semana, y cada uno de sus empleadores confiaba en ella por su meticulosidad y su honradez. Y, más que nada, confiaban en ella porque era absolutamente formal.
Kristina limpiaba bien. Limpiaba apartamentos, limpiaba casas. Limpiaba hogares grandes y pequeños, para jóvenes y para viejos, alemanes y extranjeros. Encaraba cada hogar, cada tarea, de la misma manera escrupulosa y metódica. No se le escapaba ningún detalle. No tomaba ningún atajo.
Tenía treinta y seis años, pero parecía considerablemente mayor. Era de baja estatura y bastante delgada. En una época de su vida, menos de una docena de años antes, pero toda una vida atrás, sus rasgos habían sido finos y delicados. Ahora sólo daba la impresión de que su piel estaba demasiado tirante sobre la angulosa estructura de su cráneo. Sus pómulos altos y angulosos asomaban agresivamente de la cara y la piel que se tensaba a su alrededor estaba un poco enrojecida y rugosa. Su nariz era pequeña pero, también en esa zona, justo debajo de la protuberancia, los huesos y cartílagos parecían protestar por su encierro e insinuaban una antigua fractura.
Tres minutos antes. Su sonrisa se desvaneció. Llegar demasiado temprano era casi tan malo como llegar demasiado tarde. Su cliente jamás se enteraría: Herr Hauser ya estaría en el trabajo. Pero la puntualidad de Kristina significaba que el orden de su propio universo estaba a salvo, que ningún hecho azaroso penetraría en él y se extendería como un cáncer hasta transformarse en un caos que amenazara su cordura y su vida. Como había ocurrido antes.
Giró la llave y abrió la puerta, empujándola con la espalda, mientras metía la aspiradora en el vestíbulo.
Tal y como Kristina lo veía, ella se había dado a luz a sí misma. No tenía hijos —ni ningún hombre para tenerlos—, pero se había creado de nuevo, se había dado una nueva vida y había dejado atrás todo lo que había ocurrido. «No dejes que tu historia defina quién eres ni quién puedes llegar a ser», le había dicho alguien una vez cuando estuvo en su punto más bajo. Había sido un momento decisivo. Todo había cambiado. Todo lo que había sido parte de aquella antigua vida, aquella vida oscura, había sido abandonado. Tirado. Olvidado.
Pero en el momento en que Kristina Dreyer estaba a punto de atravesar el umbral del apartamento que tenía que limpiar aquella luminosa mañana de viernes, la historia salió de su antigua vida y la cogió de la garganta en un apretón inflexible.
Ese olor. El hedor denso, nauseabundo y cobrizo de la sangre rancia flotando en el aire. Lo reconoció de inmediato y comenzó a temblar.
La muerte estaba allí.
9.00 h, Eppendorf, Hamburgo
Su angustia estaba oculta en lo profundo de su ser. Para un observador casual, no había nada en su compostura que insi nuara cualquier otra cosa que seguridad y una absoluta confianza en sí misma. Pero el doctor Minks no era un observador casual.
Su primer paciente del día era María Klee, una mujer joven y elegante de alrededor de treinta años. Era muy atractiva; tenía el pelo rubio y peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha y pálida; su rostro era un poco largo y la nariz parecía estirada una fracción de centímetro hacia abajo, lo que volvía su cara un poco demasiado estrecha y, por lo tanto, la alejaba de ser una belleza perfecta.
Estaba ubicada al otro lado de la mesa del doctor Minks, cruzando las piernas, delgadas y cubiertas por un pantalón caro, mientras sus dedos de uñas perfectas descansaban sobre las rodillas. Estaba sentada con la espalda recta, perfectamente compuesta, alerta pero relajada. Sus ojos azul grisáceo contemplaban al psicólogo con una mirada firme, segura pero no desafiante. Una mirada que parecía decir que estaba esperando que le formularan una pregunta o que le expusieran una proposición, pero que ella no tenía ningún reparo a esperar, paciente y cortésmente, a que el doctor hablara.
Por el momento, él no lo hacía. El doctor Friedrich Minks se tomó su tiempo mientras examinaba las notas sobre la paciente. Era un hombre de una indeterminada mediana edad; de baja estatura, regordete, con una piel apagada y un pelo negro < que ya estaba raleando; sus ojos eran oscuros y blandos detrás j de los cristales de sus gafas. En contraste con su desenvuelta paciente, Minks daba la impresión de que había caído sobre la silla y que el impacto lo había arrugado aún más dentro de su traje, ya bastante desarrapado de por sí. Alzó la mirada y contempló la cuidadosa imagen de seguridad que ella construía con su lenguaje corporal. Casi treinta años de experiencia como psicólogo le permitieron descubrir la farsa casi de inmediato.
—Usted es muy severa consigo misma. —El acento suabiano de la infancia, que el doctor Minks había abandonado hacía mucho tiempo, todavía se le filtraba al pronunciar las vocales—. Y tengo que decirle que eso es parte de su problema. Lo sabe, ¿verdad?
Los tranquilos ojos grises de Marie Klee no se movieron ni un milímetro, pero ella se encogió de hombros ligeramente.
—¿A qué se refiere, Herr Doktor?
—Sabe exactamente a qué me refiero. Usted no se permite tener miedo. Es todo parte de esas defensas que ha construido a su alrededor. —Se inclinó hacia delante—. El miedo es natural, y después de todo lo que le ha ocurrido, es más que natural… Es una parte esencial del proceso de curación. Así como sintió dolor mientras su cuerpo se curaba, tiene que sentir miedo para que su mente pueda curarse.
—Sólo quiero seguir con mi vida, doctor Minks. Sin que todas estas tonterías se interpongan.
—No son tonterías. Es una etapa de la recuperación postraumática que debe atravesar. Pero como usted ve el temor como un fracaso y lucha contra sus reacciones naturales, esta etapa de recuperación se hace mucho más larga… y me preocupa que se estire indefinidamente. Y ésa es la razón de todos los ataques de pánico que está sufriendo. Usted ha sublimado y reprimido su miedo y su horror natural por lo que le sucedió hasta que éstos salieron a la superficie de esta forma distorsionada.
—Se equivoca —dijo ella—. Nunca traté de negar lo que me ocurrió. Lo que… lo que él me hizo.
—Eso no es lo que he dicho. No es el acontecimiento mismo lo que usted niega. Está negándose el derecho de experimentar el miedo, el horror, o incluso su furia ante lo que este hombre le hizo. O ante el hecho de que él aún no ha pagado por sus acciones.
—No tengo tiempo para compadecerme de mí misma.
Minks meneó la cabeza.
—Esto no tiene nada que ver con la autocompasión. Esto tiene todo que ver con el estrés postraumático y con el proceso natural de curación. De resolución. Hasta que usted resuelva este conflicto en su interior, jamás será capaz de conectarse adecuadamente con el mundo que la rodea, con la gente.
—Yo trato con gente todos los días. —Un brillo de desafío apareció en los ojos grises azulados de la paciente—. ¿Está diciendo que estoy poniendo en riesgo mi eficiencia?
—Tal vez no ahora mismo… pero si no empezamos a dejar descansar a los fantasmas, esto, finalmente, se manifestará en su conducta profesional. —Minks hizo una pausa—. Por lo que me ha dicho, usted está mostrando cada vez más señales de afenfosfobia. Considerando la clase de tarea que usted realiza, yo pensaría que eso podría presentar dificultades significativas. ¿Lo ha hablado con sus superiores?
—Como sabe, ellos me mandaron a hacer una terapia física y psicológica. —Movió la cabeza hacia atrás ligeramente y un filo defensivo apareció en su voz—. Pero no. No he discutido estos… problemas actuales con ellos.
—Bueno —dijo el doctor Minks—, usted sabe lo que pienso al respecto. Creo que sus jefes deberían conocer las dificultades que está atravesando. —Hizo una pausa—. Ha mencionado a un hombre con quien comenzó una relación. ¿Cómo va eso?
—Bien… —La voz de Maria perdió su tono de desafío y parte de la tensa energía de sus hombros pareció desaparecer—. Le tengo mucho cariño. Y él a mí. Pero no hemos… no hemos podido llegar a tener intimidad, aún.
—¿Se refiere a que no tienen contacto físico… a que no se abrazan ni se besan? ¿O se refiere al sexo?
—Me refiero al sexo. Y a todo lo que se le acerca. Sí nos to camos. Sí nos besamos… pero en ese momento yo empiezo a sentir… —Apretó los hombros, como si su cuerpo estuviera comprimido en un espacio pequeño—. En ese momento aparecen los ataques de pánico.
—¿Él entiende por qué usted se aparta de él?
—Un poco. No es fácil para un hombre, o para nadie, sentir que su roce, su proximidad, es repelente. Se lo he explicado en parte y él ha prometido que guardaría el secreto. Yo sabía que lo haría, de todas maneras. Pero sí lo entiende. Sabe que vengo a verlo a usted… bueno, no a usted específicamente… Sabe que estoy viendo a alguien por mi problema.
—Bien. —Minks volvió a sonreír—. ¿Y los sueños? ¿Ha tenido alguno más?
Ella asintió. Sus defensas comenzaban a desmoronarse y su postura se había encorvado un poco más. Seguía con las manos sobre las rodillas, pero sus perfectas uñas estaban retorciendo una pequeña parte de la tela de su caro pantalón hecho a medida.
—¿El mismo? —preguntó Minks.
—Sí.
El doctor Minks se inclinó hacia delante en la silla.
—Necesitamos regresar allí. Necesito visitar su sueño con usted. Lo entiende, ¿verdad?
—¿Otra vez?
—Sí —dijo Minks—. Otra vez. —Le hizo el gesto de que se relajara en su asiento—. Vamos a volver a su sueño. Al momento en que vuelve a ver a su atacante. Voy a empezar a contar, ahora. Regresamos, María… uno… dos… tres…
9.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
Kristina dejó la puerta abierta, apoyando la aspiradora y la bandeja con los elementos de limpieza contra las bisagras de la misma, para dejar libre una ruta de escape. Sus antiguos instintos comenzaron a subir desde un lugar muy profundo de su interior, despertados por el aroma de la muerte reciente en el aire. Cobró conciencia del ruido de un movimiento rítmico y veloz y se dio cuenta de que era el sonido de su pulso en los oídos. Se agachó y recogió un limpiador en aerosol de la bandeja y lo aferró con fuerza en su temblorosa mano, como un arma.
—¿Herr Hauser? —gritó en el vestíbulo, hacia las silenciosas habitaciones que estaban al otro lado. Se esforzó por captar algún sonido, algún movimiento, alguna señal de que hubiera algo vivo en ese apartamento. Dio un salto cuando un coche pasó por la calle, afuera, y la percusión de una estrepitosa mú sica de baile americana se sincronizó con la pulsación de la san gre que inundaba sus oídos. El apartamento siguió en silencio.