—Jan —dijo Werner—. Ha sido un día larguísimo y terrible. Déjame conducir. Te llevaré a casa.
—¿Qué estamos haciendo aquí, Werner? Un lunático se está vengando de personas que conspiraron para matar a otras personas hace veinte años. Un asesino matando asesinos. Tienes que admitirlo: hay algo de justicia natural en todo eso. Esos gilipollas casi parten en dos nuestro país. Todavía tengo fragmentos de bala en el cuerpo del arma de una chica de dieciocho años. ¿Y para qué? ¿Qué se consiguió con la muerte de Franz Weber? ¿Qué conseguí con volarle la cara a una jovencita que tendría que haber pensado solamente en los chicos y en la ropa para la discoteca? Ahora tendría treinta y ocho años, Werner, si no la hubiera matado. Si Svensson no le hubiera clavado sus garras, ella estaría llevando a sus chicos a la escuela. Iría al gimnasio tres veces por semana para reducir la cintura. Y tal vez, cada tanto, pensaría: ¿no estaba loca cuando era joven?, ¿en qué estaba pensando? Habría tenido hijos, Werner. Toda una generación borrada porque yo tiré del gatillo.
—Es lo que hacemos, Jan —dijo Werner—. Si no hubieses estado allí durante aquel asalto al banco, habría muerto otra persona. Tal vez muchas más.
—Quiero una nueva vida, Werner. Una vida distinta de todo esto. Le he dicho a Van Heiden que este caso sería el último. Se acabó. Voy a renunciar a la Polizei de Hamburgo tan pronto este cabrón esté tras las rejas. Un antiguo compañero de escuela me ofreció un trabajo. Voy a aceptarlo.
—No puedes estar hablando en serio, Jan. No me importa lo que digas. Jamás habríamos tenido el número de condenas que hemos logrado si tú no hubieses estado al cargo. Y, a pesar de todo lo que dices sobre la muerte, cada vez que metes a un asesino en prisión, salvas sólo Dios sabe cuántas vidas.
—Tal vez eso sea cierto, Werner. Pero es hora de que lo haga otro. —Fabel le dedicó a su amigo una sonrisa cansada y triste—. Ya he tomado la decisión. De todas maneras, volvamos al Präsidium. Tengo que terminar algo antes.
Fabel acababa de girar la llave del encendido cuando sintió el peso de la mano de Werner en su brazo. Cuando Fabel se volvió hacia él, Werner estaba mirando directamente hacia delante a través del parabrisas, como si algo lo hubiese hipnotizado.
—Dime que no estoy viendo visiones —dijo Werner, haciendo un gesto en dirección del cordón policial.
Fabel siguió su mirada. Una joven pareja estaba protestando delante de un agente uniformado y el hombre señalaba el edificio de apartamentos.
Fabel y Werner abrieron ambas puertas del coche al mismo tiempo y comenzaron a correr hacia donde Franz Brandt discutía con el policía.
21.30 h, PolizeiprÄsidium, Hamburgo
Fabel dirigió el interrogatorio de Franz Brandt. Anna y Henk llevaron a su novia, Lisa Schubert, a otra sala de interrogatorios. Franz Brandt respondió a las preguntas de Fabel con una confundida incredulidad, luego con angustia y, finalmente, con una furia cruda y amarga. Sostenía no saber nada sobre la bomba en el apartamento de Schubert y la sugerencia de que estaba implicado en la muerte de su madre lo indignó profundamente. Después de que Fabel suspendiera el interrogatorio e hiciera que trasladaran a Brandt a una celda, habló con Anna y Henk, quienes confirmaron que Schubert había respondido de la misma manera. Incluso había exhibido señales de un leve shock.
A Fabel no le gustó. Brandt se había mostrado astuto y cuidadoso durante toda su campaña de crímenes, dando la impresión de estar siempre un paso delante de ellos. No tenía sentido que adoptara una estrategia tan insensata de negativa total. Pero, por otra parte, era evidente que tenía que estar loco para cometer los crímenes que había cometido.
Fabel volvió a su despacho. Había mandado a Maria a su casa más temprano; ella parecía estar realmente mal y su dolor de cabeza no había disminuido. Anna y Henk se quedaron. Había llegado la orden judicial y Anna había conseguido los códigos y contraseñas para acceder a los registros de los servicios sociales, y ahora ambos estaban tratando de confirmar como hecho legal que Franz Brandt era el niño de diez años que había visto morir a Franz
el Rojo
Mülhaus en una estación de ferrocarriles de Nordenham. El niño que había oído cómo su padre, con sus últimas palabras, había exigido venganza para aquellos que lo habían traicionado. Después de que salieran del interrogatorio, Fabel le dijo a Werner que podía irse a casa a descansar, pero que él se quedaría porque aún le quedaban «cosas por hacer» en su oficina.
Fabel sacó la carpeta de Ingrid Fischmann del cajón y la puso sobre el escritorio. Al hacerlo, exhaló el suspiro de un hombre que vuelve a recorrer un antiguo territorio en busca de respuestas.
21.30 H, Osdorf, Hamburgo
Grueber le había dado a Maria dos codeínas antes de meterse en el baño para darse una ducha. Ella entró en la cocina en busca de un vaso de agua para tomarlas.
Lo que había empezado como una jaqueca vaga y generalizada se había concentrado y se había convertido en una aguda migraña que la presionaba sin piedad detrás de las retinas. Siempre le había molestado un poco tomar píldoras para el dolor de cabeza: la insinuación de una austera luterana que se escondía en su interior le decía que era mejor dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero el agua y el puritanismo de Alemania del Norte no iban a solucionar aquello sin ayuda. Cogió un vaso del armario de la cocina y lo llenó de agua. Al girarse, el vaso se le resbaló de la mano y se hizo añicos contra las baldosas del suelo de la cocina. Maria soltó un taco y miró a su alrededor en busca de una palita y un cepillo. Los encontró en el armario de bajo mesada, donde evidentemente Grueber guardaba los materiales de limpieza.
Había un recipiente, empujado al fondo del armario y lejos de la puerta, que llamó la atención de Maria. Tuvo la sensación de que había sido escondido deliberadamente, colocado fuera de la vista y del alcance. Y por eso se puso de rodillas en las duras baldosas de la cocina y estiró la mano dentro del armario para sacar el recipiente.
Tinte para el pelo.
Era la conclusión más loca posible y ardió en su mente durante una fracción de segundo: en su cerebro se sucedieron una serie de diapositivas de las escenas de los homicidios, con los cueros cabelludos arrancados y empapados en tintura roja. Y Grueber allí de pie, con su mono de forense, sosteniendo el pelo rojo en la mano. Luego las imágenes desaparecieron. Era un pensamiento delirante: ¿qué conexión posible podría tener Frank con las víctimas? Volvió a mirar el frasco de plástico. Era moreno oscuro, no rojo. Suspiró y empezó a ponerlo donde estaba pero hizo una pausa y lo sacó para examinarlo nuevamente. Era del color del pelo de Grueber. Un moreno muy oscuro. Casi negro. ¿Frank se teñía el pelo?
Maria guardó el recipiente en el fondo del armario, con la etiqueta mirando para atrás, tal y como lo había encontrado, y volvió a colocar los otros artículos que lo habían ocultado. Se permitió una sonrisa por la coquetería de su novio. ¿Por qué se teñiría el pelo? ¿Acaso habría encanecido prematuramente? Maria había visto fotografías de sus padres. Ambos tenían el mismo pelo oscuro que Grueber pero, por lo que había podido notar, no se les había puesto blanco antes de tiempo. A menos que, desde luego, ellos también se lo tiñeran. Volvió a mirar durante un momento el tinte de pelo que estaba debajo del fregadero. No podía entender por qué un misterio tan insignificante le causaba un hormigueo de incomodidad en su interior. Estaba escondido. Tal vez pertenecía a una ex novia. Pero ¿por qué lo habría dejado allí, en lugar de tirarlo?
Se incorporó y uno de sus tacones aplastó un fragmento de vidrio roto. El estaba allí cuando ella giró. De pie, cerca. Demasiado cerca. En el mismo lugar en el que se colocaba Vitrenko en sus sueños. Sus ojos eran totalmente diferentes en color y forma, pero por primera vez Maria se dio cuenta de que albergaban la misma crueldad insensible y sin emoción.
Lo supo. Sonrió a Grueber y dijo, en tono alegre:
—No te había visto. Me has asustado.
Pero lo sabía.
Frank Grueber le ofreció un reflejo frío y estéril de la sonrisa de Maria. Extendió la mano y apartó una corta hebra de pelo rubio de las cejas de Maria.
—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? —dijo.
Maria asintió.
—Tú estabas procesando aquel cuerpo del parque Sternschanzen. Fabel estaba fuera y yo estaba a cargo de la investigación… —Maria volvió a sonreír. Trató de mostrarse relajada. Había dejado su arma en el vestíbulo, en el antiguo perchero. Había muchas antigüedades en esa casa. Todo tenía que ver con el pasado.
—En efecto. —Grueber continuó acariciándole el pelo, la mejilla, con una mirada vacía y enfocada en otro lugar y en otra época—. Recuerdo la primera vez que te vi. Después de un solo segundo todo quedó grabado en mi cabeza, cada rasgo, cada gesto. Fue como si te reconociera. Como si nos hubiésemos conocido antes pero no pudiera recordar dónde y cuándo. ¿Tú sentiste lo mismo?
Maria pensó en mentir, pero decidió encogerse de hombros. Trató de deducir cuál sería la distancia hasta la puerta de la cocina, luego hasta el perchero, sumar a eso el tiempo necesario para sacar el arma de la cartuchera y quitarle el seguro. Si lo golpeaba con la suficiente fuerza…
Grueber sonrió. Sacó la otra mano de detrás de la espalda y levantó el arma de Maria. Se la puso contra la piel blanda de debajo de la mejilla y presionó con suavidad.
—Te amo, Maria. No quiero lastimarte, pero si debo hacerlo, debo hacerlo. Eso significa que tendremos que esperar hasta nuestra próxima vida para volver a vernos.
Maria echó la cabeza hacia atrás, pero Grueber mantuvo la presión del caño del arma y le colocó la otra mano en la nuca, acunándole la cabeza.
—No hagas nada estúpido, Maria. Soy totalmente capaz de matarnos a los dos. Por favor no me obligues. Ya hemos muerto juntos antes. En un andén de ferrocarril, hace mucho, mucho tiempo. Pero éste no es nuestro momento. Aún no.
—¿Por qué, Frank? ¿Por qué mataste a todas esas personas?
Grueber sonrió.
—Ven, Maria. Aún no has visto todo lo que hay en la casa.
21.45 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO
Anna Wolff arqueó la espalda hacia atrás y se frotó los ojos. Necesitaba apartarse un momento de la pantalla del ordenador. Había pasado la última hora revisando los registros de los servicios sociales para encontrar dónde y cuándo Beate Brandt había adoptado a Franz. No había nada. Salió al pasillo y se sirvió una taza de café de la máquina. Un par de agentes de la brigada de Homicidios se acercaron y ella conversó con ellos un rato, postergando deliberadamente el momento de volver a la pantalla y a los interminables nombres en el archivo.
Acababa de volver a la oficina cuando entró Henk.
—¿Cómo va? —preguntó. Anna hizo una mueca.
—No avanzo nada. No puedo encontrar ningún registro de que Brandt fuera entregado al cuidado de Beate Brandt o que ella lo adoptara.
—Eso es porque hemos mirado todo este asunto al revés. —Se sentó en el borde del escritorio de Anna. Había una insinuación de triunfo en su sonrisa—. Creo que será mejor que vayamos a ver a Fabel.
21.55 H, OSDORF, HAMBURGO
El cerebro de Maria procesó todos los datos disponibles a la máxima velocidad posible. Trató de correr un telón al pánico que golpeaba para entrar y evaluó la situación. Grueber le había dicho que tenía que poner las manos detrás de la espalda, probablemente para poder atarla. En ese caso, quedaría indefensa. Pero tenía motivos para creer que, a pesar de su demencia y de la extrema violencia que había ejercido sobre sus víctimas, con aquellas mutilaciones rituales, él no tenía intención de matarla. Ella no era parte de su serie. No formaba parte de su lista de víctimas. Por otra parte, había otras personas que se habían interpuesto en su camino: Ingrid Fischmann y Leonard Schüler. Grueber los había matado aunque tampoco estuvieran en su lista. A Schüler, incluso, le había arrancado el cuero cabelludo, para dejar un mensaje en la ventana de Fabel.
Maria recordó la llamada que Grueber había hecho a su teléfono móvil justo cuando estaba en el apartamento de la novia de Franz Brandt. Lo había preparado todo para que ella saliera del apartamento al mismo tiempo que detonaba a distancia la bomba de su interior. Había querido que ella sobreviviera.
Obedeció a Grueber y puso las manos detrás de la espalda. Él le sujetó las muñecas con un cordel y ella se dio cuenta de que debería haber dejado el arma sobre la encimera de la cocina. Durante una fracción de segundo consideró la posibilidad de golpearlo para hacerle perder el equilibrio y agarrar el arma. Pero justo entonces sintió el fuerte roce de la cuerda al apretarse contra su piel.
Grueber cogió a Maria del brazo, sin violencia, y la hizo salir de la cocina y avanzar por el pasillo hasta la escalera que venía del vestíbulo junto a la entrada. Había una entrada baja y arqueada debajo de la escalera que antes él le había dicho que daba a un sótano repleto de cajas de embalar. Con un movimiento del arma de Maria, le indicó que se echara hacia atrás mientras él buscaba la llave en su bolsillo. Abrió la puerta, extendió el brazo y encendió la luz antes de hacerle el gesto de que entrara al sótano.
Al hacerlo, ella comenzó a arrepentirse amargamente de no haber aprovechado la oportunidad antes de que él le atara las manos.
22.00 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO
Fabel estaba sentado a su escritorio, mirando una fotografía y tratando de extraer su verdadero significado, cuando sonó el teléfono. Era Susanne, que lo llamaba desde su apartamento y, por un instante, Fabel quedó desconcertado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella—. Suenas raro.
—Estoy bien —dijo él, sin dejar de contemplar la fotografía que tenía sobre el escritorio—. Cansado, nada más.
—¿Cuándo vendrás a casa?
—No lo sé —dijo Fabel—. Estoy completamente inundado de trabajo. Creo que no terminaré hasta bastante tarde. No tiene sentido que me esperes despierta. De hecho, tal vez lo mejor sea que esta noche me vaya a mi casa. Así no te molesto cuando llegue.
—De acuerdo —dijo ella, con una insinuación de incertidumbre en la voz—. Entonces nos veremos mañana. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
—Estoy bien. No te preocupes por mí. Sólo necesito dormir un poco. Escucha, será mejor que siga trabajando… Hasta mañana.
Fabel colgó y dejó la mano apoyada en el teléfono. Recordaba haber tenido muchas conversaciones telefónicas similares con su esposa, Renate. Llamadas a altas horas de la noche desde la Mordkommission, o desde la escena de un crimen, o desde el depósito de cadáveres. Demasiadas de esas llamadas, que habían erosionado constantemente su matrimonio y la fidelidad de su mujer.