—¿Dónde?
—Ahí está la cuestión. He adjuntado la dirección al explosivo de la bomba de su coche. De modo que, incluso si los artificieros consiguieran desactivar el interruptor de presión debajo de su asiento o de la puerta, no podrían intentar una detonación controlada. Si lo hiciesen, destruirían la única pista de la ubicación de la segunda bomba. Y la segunda bomba será detonada, créame, Herr Fabel.
—¿Cuándo? ¿A qué hora está preparada para detonar esa segunda bomba?
—No dije nada de que estuviera con un temporizador, Herr Fabel.
—¿De modo que ahora eres un terrorista? ¿De qué se trata todo esto?
—Usted no es estúpido, Herr Fabel. Esto siempre ha tenido que ver con el terrorismo, como usted ha dicho. También con la traición. Lo que me trae a mi asunto principal: quiero que abandone el caso. Tómese unas vacaciones, un descanso. Le he dado una excusa: la presión de la situación en la que se encuentra. Verá, Herr Fabel, voy a darle más información sobre este caso que la que usted ha logrado obtener por su cuenta. Las personas que estoy matando merecen morir. Ellos mismos son asesinos. Y, cuando termine, no volveré a matar jamás. No quedan muchos, Fabel. Sólo dos más. Después de que estén muertos, desapareceré y nunca volveré a matar. Y, como he dicho, todas mis víctimas son culpables. De hecho, usted mismo los consideraría culpables de crímenes contra el Estado.
—¿Hauser? ¿Griebel? ¿Scheibe? ¿Dices que eran terroristas?
—Ya me ha oído. —La voz electrónicamente muerta habló sin pasión—. Pero preste atención a mis palabras, Herr Fabel: es su decisión. Puede elegir retirarse del caso y permitirme terminar lo que he empezado, o añadiré otras víctimas a mi lista. Víctimas muy específicas. Nadie tiene que saber de esta parte de nuestra conversación. Usted puede elegir entre alejarse y vivir su vida, y permitir que otros vivan las suyas. Después de todo, las personas que tengo que ejecutar no significan nada para usted. Pero hay otros, Fabel… Otras personas que no merecen morir tal vez mueran, dependiendo de la decisión que usted tome. Ahora voy a colgar. Le sugiero que contacte a sus colegas de la brigada de artificieros sin demora. Pero, antes de cortar, voy a mandarle algunas fotografías por el teléfono móvil. Por cierto… qué pelo tan hermoso. Un castaño rojizo maravilloso. Casi rojo.
La línea enmudeció. El teléfono hizo un pitido y la pantalla le indicó a Fabel que había recibido un mensaje con imágenes. Abrió el mensaje y sus entrañas dieron un vuelco repentino e intenso.
—Cabrón… —Fabel sintió que las lágrimas le ardían en los ojos mientras pasaba las imágenes.
Volvió a mirarlas todas. Fotografías de una muchacha con el pelo largo y castaño rojizo. Fotografías de ella al volver de la escuela; de ella con sus amigas; de ella de compras en las tiendas de Neuer Wall junto a su padre.
21.15 h, Hammerbrook, Hamburgo
La calle entera se había convertido en un decorado de cine. Fabel estaba sentado, entrecerrando los ojos para protegerlos de las deslumbrantes luces de arco voltaico, montadas en soportes altos, que se habían instalado en torno a su coche. El área había sido evacuada por completo y Fabel se dio cuenta de que le preocupaba lo que le habrían dicho a Herr Dorfmann para hacerlo salir de su casa: esperó que fuera cualquier cosa, excepto que había una bomba en su calle.
La primera persona en hablar con Fabel fue el comandante del LKA7, la brigada de artificieros, quien se acercó al coche solo. El comandante le habló en un tono tranquilo, pero a alto volumen, para que Fabel pudiera oírlo a través del cristal de la ventanilla, que seguía cerrada, y le pidió que recordara absolutamente todo lo que el que lo llamó le había dicho sobre el dispositivo, así como cualquier otra cosa que pudiera darles una pista sobre dónde podría estar escondida la segunda bomba. Fabel tenía la boca seca y sentía náuseas, pero trató de mantenerse sereno y de concentrarse mientras recordaba cada uno de los detalles.
El comandante de los artificieros le escuchó, asintió, tomó notas y le habló todo el tiempo en un tono de calma que le había dado la experiencia, pero eso sólo sirvió para poner a Fabel más nervioso sobre la situación. La aparición misma del jefe de la brigada tampoco había hecho mucho para tranquilizarlo: había aparecido detrás del coche de Fabel con un amplio delantal de grueso Kevlar, dividido en segmentos articulados, encima de su mono negro, con la cabeza protegida por un pesado casco y la cara cubierta por un grueso visor de Perspex. El especialista se agachó hacia el suelo y se tumbó de costado junto al coche, extendió un tubo telescópico negro con un espejo en la punta y, lenta y cuidadosamente, lo deslizó bajo el vehículo de Fabel. Después de un momento, volvió a aparecer en la ventanilla, gruñendo por el esfuerzo de incorporarse.
—De acuerdo… —Sonrió tristemente—. Me temo que no es ninguna broma… por lo que puedo ver. A menos que sea una bomba falsa muy convincente, al parecer tenemos una cantidad muy importante de explosivos de gran potencia sujeta a la parte inferior de su coche. Lo sacaremos de ésta, Herr Kriminalhauptkommissar. Puedo prometérselo. Pero tendrá que quedarse quieto un rato.
Fabel sonrió débilmente, apoyó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos. Se sentía impotente e indefenso. Él sabía que tenía prácticamente una obsesión con el control, con reducir al mínimo los elementos azarosos. Pero en ese momento se encontraba en una situación de la que no tenía ningún control. Trató de no pensar en los explosivos que estaban debajo de él ni en el hecho de que su vida estaba en las manos de los especialistas que desactivarían la bomba, como si fueran cirujanos y él yaciera en un quirófano. Lo único que podía hacer era quedarse allí sentado, sin moverse, y esperar a que lo liberaran.
Al menos eso le daba tiempo para pensar.
Sabía que los miembros de su equipo estarían en el perímetro de la zona evacuada, esperando. Cuando llamó al Präsidium, habló primero con la brigada de artificieros y luego pidió que le pasaran a la Mordkommission, pero los del escuadrón le habían dicho que no hiciera más llamadas con su móvil y que lo apagara tan pronto colgara. Fabel podría haber dejado alguna clase de mensajes, pero finalmente decidió no hacerlo. Todavía no sabía qué diría a sus colegas. Ver las fotografías de Gabi le había asustado terriblemente.
Era evidente que aquel tipo le había seguido. Le había acechado. Eso explicaría, tal vez, cómo se había enterado de lo de Leonard Schüler; ese arrogante hijo de puta debía de haber encontrado la manera de rastrear todos los movimientos hechos por los miembros de la Mordkommission. Incluso podría haber seguido a Schüler desde el Präsidium. No. Eso no encajaba. ¿Cómo se habría enterado de lo de Schüler? A aquel delincuente de poca monta lo había traído un agente uniformado. Una vez dentro del edificio del Polizeiprásidium, los únicos que lo habían visto eran los miembros de la Mordkommission. Una idea empezó a formarse en el cerebro de Fabel: Leonard Schüler no había sido del todo honesto respecto de lo que había visto, respecto de lo que sabía del asesino. ¿Por qué les había ocultado cosas? ¿Habría participado de los asesinatos, después de todo? ¿Habría estado en esto junto con el tipo de la voz del teléfono? Tal vez el radar de Fabel esta vez había fallado.
Tres artificieros del LKA7 se sumaron a su comandante. Traían consigo cuatro grandes bolsos de lona que colocaron a unos metros del coche. Sacaron sus materiales y los depositaron en el suelo. Fabel se sintió reconfortado por la metodología experimentada y los movimientos decididos y tranquilizadores de los miembros de la brigada. Dos agentes sacaron algo que parecía un macizo ordenador portátil, demasiado grande, junto con unos cables, y se ubicaron debajo del coche, fuera de la vista de Fabel.
Se quedó sentado en el BMW descapotable que tenía desde hacía seis años y esperó. Mientras tanto, hizo todo lo que pudo para pensar en una manera de salir de aquel enredo.
Gabi. Fabel había reprimido el instinto de sentir pánico y pedir a la brigada de artificieros que les dijeran a los miembros de la Mordkommission que fueran a protegerla. Si lo hubiera hecho, le habría enseñado las cartas al asesino, quien sabría que Fabel había divulgado toda la conversación a sus superiores. Por ahora, Gabi estaba a salvo; fuera cual fuese el asunto del que el Peluquero de Hamburgo tenía que ocuparse esa noche, tenía que ver con una de las personas de su lista. Gabi era su carta de triunfo, que por el momento no usaría. Fabel sabía que, si bien había dado la impresión de que el asesino le había dicho más de lo aconsejable, en realidad le había contado sólo lo que quería que Fabel supiese. Al menos Fabel sabía con seguridad que todo esto estaba relacionado con el pasado de las víctimas.
Empezó a oír unos golpecillos debajo del coche, cuando los especialistas en desactivar bombas comenzaron a trabajar. Eran golpes muy delicados, pero para los sentidos agudizados de Fabel, cada golpecito reverberaba a través del vehículo y de su cuerpo como un martillo golpeando una campana.
Podía hacerlo. Abandonar el caso. De hecho, si le contaba al Kriminaldirektor Van Heiden exactamente lo que el asesino le había dicho, lo más probable era que su jefe insistiera en que le pasara el caso a otro. Fabel reflexionó amargamente sobre la verdad de la lógica del asesino: esas personas no significaban nada para él; su hija lo significaba todo. Abandona el caso. Deja que lo siga otro.
Más golpecitos. Fabel sintió la boca todavía más seca. Miró su reloj: eran las 23:45. Llevaba tres horas sin poder abrir una puerta o una ventanilla y, en consecuencia, no había tenido acceso a agua. Tal vez todo terminaría allí. Un falso movimiento de un par de alicates, un corte en la conexión equivocada, y todo habría terminado. Ese podría ser el final del camino que había tomado tantos años atrás, después del asesinato de Hanna Dorn. El camino equivocado.
Sentado en el asfixiante calor de su coche, pendiente de cada sonido y cada movimiento realizado por los especialistas en desactivar bombas que estaban debajo de él, Fabel era consciente del hecho de que la persona con la que había hablado por su teléfono móvil casi tres horas antes probablemente ya había asesinado y mutilado a otra víctima. Ideas e imágenes giraron por un cerebro que estaba demasiado cansado para pensar, que llevaba demasiado tiempo asustado como para poder ver más allá de esa experiencia inmediata. Las fotos de su hija, tomadas a escondidas por un maníaco, le volvían una y otra vez a la mente.
Mientras estaba allí sentado, esperando el rescate o la muerte, Jan Fabel tomó una decisión sobre su futuro.
Ocurrió tan rápido que terminó antes de que Fabel supiera lo que estaba ocurriendo. De pronto uno de los artificieros abrió la puerta del coche y otro lo sacó de él. Los dos hombres hicieron correr a Fabel para alejarlo del coche, llevándolo más allá del resplandor de las luces de arco voltaico y al otro lado del perímetro. Van Heiden, Anna Wolff, Werner Meyer, Henk Hermann, Maria Klee, Frank Grueber y Holger Brauner estaban reunidos junto al cordón. Grueber y Brauner ya se habían puesto sus monos forenses, así como los otros cinco forenses del equipo que los acompañaban. Alguien le pasó una botella de agua y Fabel bebió golosamente.
El comandante del LKA7 se acercó.
—Ya hemos desactivado el dispositivo. Lo estamos desarmando para encontrar la ubicación de la segunda bomba. Hasta ahora nada. ¿Cuál es el asunto con este tipo, Herr Fabel? ¿Es un terrorista o un extorsionador, o sólo un maníaco?
—Todas esas cosas —respondió Fabel con un suspiro de agotamiento.
—Sean cuales sean sus motivos, este tipo sabe lo que hace. —El jefe de los artificieros se dispuso a dirigirse a su vehículo blindado. Fabel lo detuvo poniéndole una mano en el brazo.
—El no es el único que sabe lo que hace —dijo—. Gracias.
—De nada. —El comandante de la brigada de artificieros sonrió.
—¿Te encuentras bien, Jan? —preguntó Werner.
Fabel le dio otro sorbo a la botella de agua. Se limpió la boca con la base de la mano.
—No, Werner. Todo lo contrario. —Se volvió hacia Van Heiden—. Tenemos que hablar, Herr Kriminaldirektor.
Martes 23 de septiembre de 2005, veintiséis días después del primer asesinato
9.45 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, ÜAMBURGO
Hugo Steinbach, el Polizeipräsident, el funcionario de mayor rango de la policía de Hamburgo, con el Kriminaldirektor Van Heiden a su lado, fue el encargado de efectuar la declaración ante los periodistas gráficos, radiofónicos y televisivos que se empujaban unos a otros en los escalones del Polizeipräsidium. —Puedo confirmar que un agente de alto rango de la Polizei de Hamburgo ha sido víctima de un infructuoso atentado contra su vida ayer por la noche. Como resultado, para su propia seguridad y para permitirle recuperarse plenamente de esta experiencia terrible, se le ha concedido una baja temporal.
—¿Puede confirmar que ese agente era el Erster Hauptkommissar Fabel, de la Mordkommission? —Un periodista de baja estatura y pelo negro, con una chaqueta de cuero que le iba demasiado pequeña, se había abierto paso hasta la primera fila de reporteros. Jens Tiedemann era muy conocido entre sus colegas.
—En esta etapa de la investigación aún no estamos listos para proporcionarles detalles sobre la identidad del agente implicado —respondió Van Heiden—. Pero sí puedo confirmar que pertenecía a la Mordkommission y que estaba en funciones cuando ello ocurrió.
—Anoche se acordonó la zona de Hammerbrook y evacuaron a sus residentes. —Tiedemann era insistente y levantó la voz por encima de los demás—. Se informó de que se había encontrado un dispositivo explosivo y se suponía que era un resto de artillería británica de la segunda guerra mundial y que había un grupo de artificieros desactivándola. ¿Puede confirmar que en realidad se trataba de una bomba terrorista colocada en el vehículo de este agente?
La pregunta de Tiedemann cayó como una chispa que desencadenó una andanada de más preguntas por parte del resto de los periodistas. Cuando el Polizeipräsident Steinbach contestó, dirigió su respuesta al pequeño reportero.
—Podemos confirmar que se envió a unos miembros de la brigada de artificieros para desactivar un dispositivo explosivo que estaba en ese lugar —dijo—. No hay ningún indicio de que hubiera terroristas implicados.
—Pero la bomba no era de la segunda guerra mundial, ¿verdad? —Tiedemann insistía con la tenacidad de un terrier—. Alguien intentaba hacer volar por los aires a uno de sus agentes, ¿no?