—¿Por qué lo ha escogido a usted, Fabel? —preguntó Van Heiden por fin.
—Tal vez fuera sólo para probar que puede —dijo Werner—. Para mostrarnos lo astuto y poderoso que es. Y lo peligroso que es.
—¿Realmente cree que puede espantar a la policía? ¿Qué dejaremos el caso?
—Claro que no —dijo Fabel—. Pero creo que Werner tiene razón. El otro día recibí una extraña llamada telefónica en el coche. En el momento pensé que era una broma pesada, pero ahora estoy bastante seguro de que era el hombre que buscamos. Tal vez sienta que puede disminuir mi eficacia, sacudirme un poco, por así decirlo. Y lo ha logrado, maldita sea. Incluso es posible que espere que me aparten del caso si logra que me afecte demasiado en lo personal.
Otro silencio. De pronto, Fabel sintió deseos de estar solo. Necesitaba tiempo para pensar. Primero tenía que dormir, luego pensar. Sentía una presión cada vez mayor en la cabeza. Se dio cuenta de que la presencia de Van Heiden, más allá de lo buenas que fueran sus intenciones, le impedía razonar con claridad. Le dio un sorbo a su café y le supo amargo y arenoso en la boca. La presión de su cabeza aumentó y se sintió acalorado y sudoroso. Sucio.
—Perdónenme un momento —dijo, y se dirigió a los baños de hombres. Se salpicó agua en la cara, pero eso no le hizo sentir más fresco ni más limpio. La náusea lo atacó de manera tan repentina que apenas llegó al cubículo antes de vomitar. Su estómago se vació y él continuó dando arcadas, con las entrañas apretándose en espasmos. La náusea pasó y él regresó al lavabo y se enjuagó la boca con agua fría. Volvió a salpicarse la cara; estaba vez sí lo refrescó un poco. Sintió la robusta presencia de Werner a sus espaldas.
—¿Estás bien, Jan?
Fabel cogió unas toallas de papel y se secó la cara, examinándose en el espejo. Se le veía cansado. Viejo. Un poco asustado.
—Estoy bien. —Se enderezó y tiró las toallas a la papelera—. En serio. Ha sido un día bastante largo. Incluyendo la noche.
—Lo atraparemos, Jan. No te preocupes. No se saldrá con la suya…
El sonido del teléfono móvil de Fabel interrumpió a Werner.
—Hola,
chef
… —Fabel se dio cuenta por el tono, por aquel débil temblor en la voz de Anna Wolff, de lo que estaba a punto de decir—. Yo tenía razón,
chef
, era él. Ese cabrón mató a Schüler.
15.00 H, Osdorf, Hamburgo
Fabel se despertó y sintió el pánico de los que están perdidos.
Una insinuación de luz diurna se filtraba por los bordes de las cortinas pesadas y oscuras que colgaba sobre una ventana que no debería estar allí. Estaba acostado en una cama que era más pequeña de lo que debería y que se encontraba en una posición incorrecta y en el cuarto equivocado. Por un momento que pareció estirarse hasta el infinito, no pudo deducir dónde estaba ni por qué estaba allí. Sentía una desorientación total, y el corazón golpeó en su pecho como un martillo.
Cuando se acordó, fue en etapas. Cada uno de los fragmentos de su historia reciente chocó contra él como un tren expreso. Recordó el horror de su apartamento, la nauseabunda violación de su hogar; el grito de Susanne; la presencia de un preocupado Van Heiden; el vómito en el baño de la cafetería. El recuerdo de un momento de relajación con Susanne y su grupo parecía estar a toda una vida de distancia.
Estaba en la casa de Frank Grueber. Ahora lo recordaba. Habían llegado a un acuerdo. Él había preparado una maleta y un bolso y Maria Klee le había llevado a través de la ciudad hasta Osdorf. Van Heiden había dispuesto que hubiera un coche patrulla, plateado y azul, en la puerta.
Recordó también el momento antes de venir aquí. Más horror. Esta vez había sido un horror triste y patético: Leonard Schüler, a quien Fabel había tratado con tanto empeño de atemorizar, sentado y atado en la silla de su escuálido apartamentito, con el cuero cabelludo arrancado y la garganta abierta de un tajo, su cara muerta manchada de sangre, de tintura roja. De lágrimas.
Cuando estaban allí, reunidos alrededor del cuerpo sentado de Schüler, todos tuvieron el mismo y terrible pensamiento que ardió en la mente de Fabel, pero nadie se atrevió a expresarlo en voz alta: el hecho de que las amenazas de Fabel, aquella terrible ficción que había usado para asustar a aquel delincuente de poca monta, se habían hecho realidad. Fabel cogió del brazo a Frank Grueber, que estaba al frente del equipo forense de la escena, y le rogó: —Encuéntreme algo para seguir adelante. Cualquier cosa. Por favor…
Fabel giró las piernas y se sentó en el borde de la cama. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió la cabeza, que le seguía martillando de una manera nauseabunda. Se sentía abatido y exhausto. Era como si una niebla densa y húmeda se hubiera formado a su alrededor, penetrando en su cerebro, nublándole el raciocinio y haciendo que le pesaran y le dolieran brazos y piernas. Trató de pensar a qué le recordaba aquella asquerosa sensación en el centro de su pecho; entonces lo vio claro. Le recordaba a la angustia, como una forma atenuada del dolor desgarrador que había sentido cuando perdió a su padre. Y a cuando su matrimonio murió. Fabel se sentó en el borde de una cama extraña y se preguntó qué era aquello que estaba lamentando. Algo precioso, algo especial, que había mantenido separado del mundo de su trabajo, había sido violado. No era un hombre nada supersticioso, pero volvió a pensar en que había roto la regla tácita de no hablar del trabajo con Susanne, y lo había hecho en su propio apartamento. Era casi como si hubiera abierto una puerta y la oscuridad que tanto se había esforzado por mantener fuera de su mundo personal hubiera entrado en oleadas. Después de casi veinte años, sus dos vidas habían chocado entre sí.
Encontró la luz de la mesilla de noche y la encendió. La repentina y dolorosa luminosidad le hizo parpadear. Miró su reloj: eran las tres de la tarde. Sólo había dormido tres horas. Había quedado asombrado por el tamaño y la comodidad del apartamento de Grueber. «Padres con dinero… mucho dinero…», le había explicado Maria en un burlón tono de conspiración, como un desacostumbrado intento de humor que había sido torpe e inapropiado. Grueber le había hecho pasar a un amplio dormitorio de huéspedes que tenía prácticamente el mismo tamaño que la sala del apartamento de Fabel. El policía se arrastró de la cama y avanzó hacia el baño en
suite
. Se afeitó antes de darse una ducha fría que no le ayudó mucho a librarse de la sensación de estar contaminado. Lo había visto muchas veces, en las víctimas o testigos de actos violentos. Pero nunca lo había sentido. De modo que era así.
Fabel imaginó que Maria y Grueber todavía estarían en la cama y no quiso interrumpir el descanso que ambos necesitarían después de una noche tan extenuante. Los había visto juntos cuando llegaron a la casa. Grueber siempre le había caído bien y le pareció triste, aunque estaba claro que él le tenía mucho cariño a Maria, que no funcionaran como pareja. Claro que a esa altura Fabel ya sabía cuál era la razón de la falta de intimidad entre Maria y Grueber, y entendía la cautela con la que Grueber exteriorizaba cualquier clase de afecto físico. Pero le entristecía ver a dos jóvenes que evidentemente albergaban fuertes sentimientos el uno hacia el otro incapaces de funcionar plenamente como pareja debido a una pared invisible entre ellos.
El apartamento tenía dos plantas y, después de darse una ducha y vestirse, Fabel bajó a la cocina. Una breve búsqueda le hizo descubrir un poco de té. Se preparó una taza y se sentó en la gran mesa de roble de la cocina. Oyó el sonido de alguien que bajaba por la escalera y Grueber entró en la habitación. Se le veía notablemente refrescado y Fabel sintió un poco de envidia de esa energía juvenil.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Grueber.
—Más o menos. ¿Dónde está Maria?
—Está tratando de dormir un par de horas más. ¿Quiere que la despierte?
—No… No, déjela. Pero yo tengo que volver al Präsidium. No podemos permitir que este rastro se enfríe.
—Me temo que está enfriándose en este mismo momento —dijo Grueber en tono de disculpa—. He hecho todo lo posible, en serio. Pero no hemos logrado encontrar nada en ninguna de las dos escenas que pueda ayudarnos a identificar a ese demente. Sí dejó su característico pelo rojo… esta vez en su apartamento, no en la escena principal del crimen. Llamé a Holger Brauner mientras usted dormía. Dijo que el pelo era idéntico a los otros dos y es de la misma antigüedad, entre veinte y treinta años.
—¿Nada más? —Había un tono de lúgubre incredulidad en la voz de Fabel. Un golpe de suerte; eso era lo único que necesitaba. Que el asesino se descuidara una sola vez.
—Me temo que no.
—
Shit
—dijo Fabel, «mierda» en inglés—. No puedo creer que este cabrón pueda entrar en mi apartamento y pegar un cuero cabelludo humano en una ventana sin dejar rastros.
—Lo siento —dijo Grueber, ya un poco a la defensiva—. Pero es así. Tanto Herr Brauner como yo revisamos una y otra vez ambas escenas. Si hubiera algo, lo habríamos encontrado.
—Lo sé… Lo lamento, no quise insinuar que no las hubieran procesado correctamente. Es sólo que… —Fabel dejó que la frase se apagara con un gesto de impotencia y frustración. Su propio equipo había interrogado a los vecinos una y otra vez; nadie había visto a nadie entrar o salir de su apartamento. Era como si se enfrentaran a un fantasma.
—Sea quien sea el asesino —dijo Grueber—, siempre tengo una sensación muy extraña… casi como si desprocesara la escena antes de marcharse. Como si conociera técnicas forenses.
—¿Por qué, por la forma en que limpia cuando termina?
—Más que eso. —Grueber frunció el ceño, como si intentara concentrarse en algo que estaba más allá de su alcance—. Yo creo que hay tres etapas. Primero, tiene que llegar muy preparado e instalar algo para proteger la escena. Alguna clase de lámina, tal vez, y es posible que incluso utilice alguna clase de ropa protectora que evite que deje rastros en la escena. En segundo lugar, tiene que limpiar después de cada homicidio. Culpamos a aquella mujer, la limpiadora, por destruir evidencias forenses. Ella no hizo nada de eso. Seguramente no había nada que destruir. Luego deja su firma… ese solitario pelo antiguo de color rojo, y lo hace de manera que se asegura de que lo encontremos. Por eso digo que es como si entendiera la forma en que procesamos una escena.
—Pero la primera vez casi no lo encontraron —dijo Fabel.
—Eso sí fue culpa de la mujer de la limpieza. Lo había blanqueado parcialmente y lo había empujado dentro de la juntura, en el borde la bañera. Imagino que el asesino lo dejó en algún lugar más obvio.
—No estará sugiriendo que nos enfrentamos a un técnico forense, ¿verdad?
Grueber se encogió de hombros.
—O tal vez haya leído mucho sobre técnicas forenses.
Fabel se puso de pie. —Voy al Präsidium…
—Si quiere mi opinión —dijo Grueber, sirviéndole a Fabel una segunda taza de té—. Debería descansar el resto del día. Más allá de quién sea el asesino y de si tiene o no experiencia forense, es un tipo listo, y le gusta probarlo. Pero, como los dos lo sabemos, estas personas jamás son tan listas como sus egos les hacen creer. En algún momento se descuidará. Y lo atraparemos.
—¿Usted cree? —dijo Fabel en tono de desesperación—. Después de lo de anoche, ya no estoy nada seguro.
—Bueno, lo que realmente creo es que debería quedarse aquí a descansar. Cuanto más refrescado esté, mejor podrá pensar. —Fabel le lanzó una mirada de furia a Grueber, y el joven levantó las manos—. Ya sabe a lo que me refiero… En cualquier caso, como ya le he dicho, está usted en su casa. De hecho… sígame…
Grueber hizo salir a Fabel de la cocina y lo guió por un pasillo que daba a una habitación amplia y luminosa que había convertido en un estudio. Las paredes estaban forradas de estanterías y había dos escritorios: uno era claramente un escritorio normal de trabajo, con un ordenador, blocs y carpetas; el otro se utilizaba como una especie de banco de trabajo. Lo que llamó la atención de Fabel era la efigie de barro de una cabeza, puntuada a intervalos regulares, como puntos en una cuadrícula, con pequeñas estaquillas blancas.
—Pensé que esta habitación le interesaría… Aquí es donde me ocupo de mi trabajo nocturno. Y hago la mayoría de mis investigaciones.
Fabel se acercó y examinó la cabeza de barro.
—Había oído hablar de esto —dijo—. Me lo contó Holger Brauner. Entiendo que es usted todo un experto en reconstrucciones.
—Me contento con decir que esto me mantiene bastante ocupado en mi tiempo libre. La mayor parte de lo que hago se relaciona con la arqueología, pero tengo la esperanza de poder utilizarlo para identificaciones forenses, cuando se descubre un cuerpo que está demasiado descompuesto para su identificación.
—Sí… eso nos sería muy útil. ¿Hay un cráneo debajo de esto? —preguntó Fabel. A pesar de su cansancio, no pudo evitar sentirse fascinado. Se dio cuenta de que Grueber había añadido capas de tejido blando a los huesos. Primero los músculos principales, luego los tendones más pequeños. Era una representación perfecta de una cara humana, a la que le faltaba la capa externa de grasa y piel. A Fabel le parecía ver en ella una suerte de precisión anatómica. Y, de una manera extraña, era hermosa. La ciencia convertida en arte.
—Sí —contestó Grueber—. Bueno, no, el original no. Me mandaron un vaciado de la universidad. Hicieron un molde de alginato y el vaciado que crearon es una reproducción absolutamente perfecta del cráneo original. En eso baso mis reconstrucciones.
—¿Quién es? —Fabel examinó los detalles de la obra de Grueber. Era como mirar uno de los dibujos anatómicos de Da Vinci.
—Esa mujer viene de Schleswig-Holstein. Pero de una época en que no existía el concepto de Schleswig-Holstein ni de Alemania y el idioma que hablaba no tenía ninguna relación con el alemán. Hablaba una especie de protocelta. Y lo más probable es que perteneciera a los ambronios o los cimbrios. Eso significaría que lo más parecido hoy en día a su lengua nativa sería el galés moderno.
—Es… hermosa —dijo Fabel.
—Sí, ¿verdad? Creo que la terminaré en un par de semanas. Lo único que me queda por hacer es añadir el tejido blando sobre la capa muscular. Eso es lo que hace que el modelo parezca vivo.
—¿Cómo juzga el espesor del tejido? —preguntó Fabel—. Deben de ser sólo conjeturas, ¿no?
—En realidad no. Existen lineamientos para el espesor del tejido facial según los grupos étnicos. Es evidente que ella pudo haber sido gorda o particularmente delgada. Pero viene de una época en que no había excedentes de comida, y la vida cotidiana era mucho más extenuante que la de hoy. Creo que lograré acercarme bastante al aspecto que tenía dos mil doscientos años atrás.