Fabel meneó la cabeza, maravillado. Como le había ocurrido con la imagen del Hombre de Cherchen que le había mostrado Severts, otra vez se le abría una ventana a una vida que ardió y se extinguió dos milenios antes de que él naciera.
—¿Usted trabaja mayormente con cuerpos de los pantanos? —preguntó.
—No. He reconstruido soldados muertos durante las guerras napoleónicas, víctimas de pestes de finales de la Edad Media, y tengo mucho trabajo con momias egipcias. Esas son las que más me gustan… por su antigüedad, supongo. Y por el exotismo de su cultura. Es extraño, con frecuencia me siento hermanado con aquellos cirujanos sacerdotes que disponían los cuerpos de sus reyes, reinas y faraones para la momificación. Estaban preparando a sus amos para la reencarnación, el renacimiento. Muchas veces siento que estoy cumpliendo esa tarea… devolviéndole la vida a las momias que ellos prepararon.
Fabel recordó que el arqueólogo Severts le había dicho algo prácticamente idéntico.
—Para mí, lo más importante —prosiguió Grueber— es crear algo preciso. Fiel. Hago esto por la misma razón por la que decidí estudiar arqueología y por la que luego me convertí en especialista forense. La misma razón por la que usted y Maria son investigadores de homicidios. Todos creemos lo mismo… que la verdad es lo que le debemos a los muertos.
—Después de anoche, yo ya no sé por qué hago lo que hago, para ser honesto —dijo Fabel. Miró la expresión de entusiasmo e interés de Grueber. Fabel había estado muy preocupado por Maria, pero no imaginaba que pudiera encontrar a alguien mejor que aquel hombre para ella.
—Fíjese en esto. —Grueber señaló un lado de la cabeza reconstruida, por encima de la sien—. Este músculo es el primero que aplicamos, el temporal. Y esto… —Señaló una amplia lámina de músculo en la frente— es el músculo occipitofrontal. Son los más grandes de la cabeza y la cara de un hombre. Cuando el asesino levanta el cuero cabelludo, practica un corte que abarca toda la circunferencia del cráneo. —Cogió un lápiz y, sin tocar la superficie de arcilla, trazó un arco alrededor de los músculos que había descrito—. Es relativamente fácil quitar un cuero cabelludo. Si se corta a través de toda la dermis dando la vuelta completa, luego uno puede tirar hacia arriba con poco esfuerzo. El cuero cabelludo, básicamente, está apoyado sobre la capa muscular y anclado por un tejido conector. Los últimos dos cueros cabelludos fueron quitados de esa manera, pero hizo un corte mucho más profundo en la primera víctima, Hauser. ¿Recuerda que casi se veía como si frunciera el ceño? Eso se debía a que el músculo occipitofrontal estaba seccionado, lo que había encogido la frente a la altura de las cejas. —Grueber dejó caer el lápiz sobre la mesa—. Está haciéndose más eficiente. Nuestro arrancador de cueros cabelludos está perfeccionando su técnica.
Por un momento, Fabel se sintió transportado nuevamente a la noche antes, a su apartamento. Al ejemplo de esa «técnica» que el asesino le había dejado a él.
—Como he dicho —continuó Grueber—, este tipo no es tan inteligente como cree. Sé que no es mucho, pero al menos prueba que no siempre lo hace todo a la perfección. —Suspiró—. En cualquier caso, pensé que le interesaría mi biblioteca. Maria me dijo que usted estudió historia. Yo he estudiado arqueología… Por favor, coja cualquier cosa que quiera leer mientras esté aquí. Yo debo seguir trabajando… tengo que ocuparme de un par de cosas y no he tenido una noche tan extenuante como la suya.
Después de que Grueber se marchara, Fabel se sentó y examinó la cabeza parcialmente reconstruida. Era como si quisiera hablar, flexionar sus músculos sin carne y mover la boca para susurrar el nombre del monstruo al que estaba persiguiendo. Estaba claro que Grueber debía de tener mucho dinero para darse el gusto de poseer un lugar como ése. Los muebles eran antiguos, en su mayoría, y ofrecían un fuerte contraste con el ordenador y los otros equipos de la sala, que eran claramente caros y de última generación.
La curiosa mezcla de elementos profesionales y personales del estudio le hizo recordar a Fabel la habitación en la que habían hallado el cuerpo de Gunter Griebel, aunque en este ámbito se había gastado bastante más dinero. Esa semejanza lo perturbó, y por un segundo su imaginación lo llevó a un lugar en el que no quería estar: ¿y si el chiflado al que estaban persiguiendo empezaba a volcar su atención en Fabel y su equipo? En una imagen espontánea y repentina que se formó en su mente, Fabel vio al joven Frank Grueber atado a su antigua silla de cuero, con la coronilla desfigurada. Pensó en Maria, que ya había sobrevivido al horror de una puñalada, durmiendo arriba, y cómo su experiencia le había hecho desarrollar una fobia al contacto físico. Volvió a recordar la forma en que, durante aquella misma investigación anterior, Anna había sido drogada y secuestrada. Y ahora se había producido aquella atrocidad en su propia casa.
Fabel sintió el impulso de coger las llaves y salir corriendo hacia el Präsidium, pero Grueber tenía razón: estaba demasiado exhausto y confuso para ser de utilidad. Descansaría un par de horas más, incluso trataría de dormir, antes de reincorporarse.
Se acercó a las estanterías de nogal. Fabel siempre se sentía reconfortado si estaba rodeado de libros y la colección de Grueber era extensa pero no muy variada en cuanto a temática. La arqueología era el tema principal de aquella biblioteca; el resto de los libros trataban de historia de diferentes períodos, geología, tecnología, metodología y anatomía forense. Todo lo que no era arqueología estaba relacionado con esa disciplina. Fabel cogió un par de volúmenes de los anaqueles y se desplomó en la antigua silla de cuero Chesterfield. El primer libro que había llamado su atención era sobre momias. Se trataba de un libro de gran formato con grandes láminas satinadas a todo color, y Fabel encontró en él exactamente la misma fotografía del Hombre de Cherchen que le había enseñado Severts. Una vez más, Fabel se sintió admirado al ver el rostro perfectamente conservado de un hombre de cincuenta y cinco años que había muerto tres mil años antes de que Fabel naciera. Leyó durante un minuto y luego volvió a hojear el libro hasta que encontró la imagen igualmente sorprendente del Hombre de Neu Versen: Franz
el Rojo
. Sintió un vuelco en el estómago cuando contempló esa calavera, que casi era un esqueleto, con su poblada mata de pelo rojo. Le recordaba los cueros cabelludos que el asesino había arrancado y dejado en cada escena. El libro detallaba el descubrimiento de Franz
el Rojo
en Bourtanger Moor, cerca del pequeño pueblo de Neu Versen, en noviembre de 1900. También proponía una hipótesis sobre la naturaleza de la vida y la muerte de Franz
el Rojo
. Decía que, en vida, había sido herido en una batalla. Y que esa vida había llegado a su fin porque le habían cortado la garganta, tal vez en una ceremonia ritual, antes de que lo sumergieran en el oscuro tremedal de Bourtanger Moor. Hojeó más páginas. En cada una de esas láminas a todo color había una cara del pasado, conservada en húmedos pantanos o en áridos desiertos, o preparada para la otra vida por los sacerdotes cirujanos que había mencionado Grueber. Fabel trató de leer, de concentrarse en algo que apartara su mente de todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas, pero sentía los párpados pesados como si fueran de plomo.
Se quedó dormido.
Llevaba bastante tiempo sin tener uno de sus sueños. Y había pasado aún más desde que había admitido a Susanne que había tenido uno. Sabía que a ella le preocupaba la forma en que las presiones y los horrores del trabajo de Fabel se manifestaban en las nítidas pesadillas que poblaban su mente cuando dormía.
Soñó que estaba en una extensa llanura. Fabel, que había crecido en las verdes llanuras de Ostfriesland, supo que ése era otro sitio, un lugar de lo más extraño. El pasto en el que estaba le llegaba casi hasta los tobillos, pero era seco y quebradizo y del color de los huesos. El horizonte que se veía a lo lejos era tan inflexiblemente chato y luminoso que los ojos le dolían de mirarlo. Encima, un inmenso cielo, descolorido y cargado, sólo interrumpido por unas enfermizas franjas de nubes color óxido.
Fabel giró lentamente 360 grados. Todo se veía igual: una uniformidad ininterrumpida y enloquecedora. Se quedó de pie, preguntándose qué hacer. Caminar no tenía sentido, puesto que no había dónde ir ni hito alguno que lo guiara. Aquel era un mundo sin dirección, sin destino.
De pronto aparecieron unas siluetas en el paisaje, caminando hacia él. No estaban juntas, sino separadas entre sí por cientos de metros, como un grupo separado de camellos cruzando un desierto monótono.
La primera figura se acercó. Era un hombre alto y delgado, vestido con ropas de colores fuertes. Tenía una barba prolijamente recortada y un pelo castaño un poco largo que se agitaba y se enredaba en el aire mientras caminaba. Fabel extendió la mano, pero la silueta no pareció notarlo y pasó de largo como si no estuviera allí. En ese momento, Fabel vio que la cara de aquel hombre tenía una delgadez antinatural y que sus párpados colgaban hacia abajo de manera irregular. Tenía el labio inferior retorcido, lo que dejaba al descubierto los dientes a un costado de la cara. Fabel lo reconoció. Le extendió la mano al Hombre de Cherchen, pero éste siguió caminando, ciego a la presencia de Fabel. La siguiente figura que pasó a su lado era una mujer muy alta y elegante a quien Fabel reconoció como la Belleza de Loulan.
Pero cuando se aproximó la tercera figura, se oyó un sonido terrible. Como el trueno, pero más fuerte que cualquier trueno que Fabel hubiera oído antes. Sintió que la tierra seca se sacudía y se agrietaba a sus pies, agitando el pasto seco y, de pronto, todo a su alrededor, empezaron a salir del suelo unos edificios rotos y negros, como dientes irregulares y ennegrecidos. La tercera figura era más pequeña que las otras y tenía ropa moderna. Se acercó: era un joven de pelo delgado, ralo y rubio, vestido con un traje de sarga azul que le iba demasiado grande. Para cuando llegó junto a Fabel, una fea ciudad negra de angulosos edificios, tan vacíos como la muerte, había crecido alrededor de ellos. Al igual que las otras momias que habían pasado de largo a Fabel, las mejillas de aquel joven eran huecas y sus ojos estaban hundidos y cubiertos de sombras. Al caminar, extendió un brazo rígidamente, en el mismo gesto congelado por la muerte que tenía cuando Fabel lo había visto por primera vez, semienterrado en la arena de la línea costera del Elba. Cuando llegó junto a Fabel no se limitó a pasar de largo como los otros. En cambio, inclinó la cabeza y miró, con sus ojos huecos, aquel cielo inmenso y sombrío.
Fabel también alzó la mirada. El cielo se oscureció como si estuviera llenándose de aves, pero reconoció el zumbido sordo y amenazador de antiguos aviones de guerra. El zumbido se hizo más fuerte, ensordecedor, cuando los aviones llegaron encima de ellos. Fabel se quedó allí, mudo e inmóvil, viendo las bombas que caían desde el cielo. Una enorme tormenta empezó a rugir, el aire calcinante giró en remolinos y vibró con tremendos alaridos, y los edificios negros empezaron a resplandecer como carbones encendidos. Sin embargo, Fabel y el joven permanecieron intactos, invulnerables a la tormenta de fuego que bullía a su alrededor.
Durante un momento, el joven miró a Fabel con su cara inexpresiva y sin edad. Luego se volvió y caminó unos pocos pasos hasta el edificio más cercano, que estaba envuelto en llamas y que chupaba vorazmente el aire para alimentar el gran fuego que vivía en su interior. El joven se tumbó delante del edificio, que Fabel supuso que sería el Nicholaikirche, se cubrió con una manta de asfalto derretido y brasas y se durmió, dirigiendo el brazo extendido hacia el edificio incendiado. Fabel se sentó recto, sin salir del todo de su sueño, y durante unos momentos trató de oír el sonido de las bombas que caían desde arriba. Miró a su alrededor y reconoció el estudio de Grueber, con sus muebles antiguos y caros, sus bibliotecas de nogal y el busto aún no terminado de una chica de Schleswig-Holstein que había muerto muchos años antes.
Fabel miró su reloj: ya eran las seis y media. Había dormido otras dos horas. Todavía sentía el peso del agotamiento en sus brazos, pero al oír movimiento en la cocina fue hacia allí y encontró a Maria Klee bebiendo café.
—¿Estás lo bastante bien como para venir conmigo? —La pregunta sonó más como una declaración de lo que le habría gustado. Maria asintió, se puso de pie y le dio un último sorbo al café—. Bien —dijo él—. Reunamos al equipo. Vamos a revisar todo lo que tenemos. Otra vez. Tiene que haber algo que hayamos pasado por alto.
Mientras salía del apartamento de Grueber, Fabel usó su teléfono móvil para llamar a Susanne y comprobar cómo se encontraba. Ella le dijo que estaba bien, pero había un tono de incertidumbre en su voz que Fabel jamás había oído hasta ese momento. Cogió su chaqueta y sus llaves y salió hacia el coche patrulla, plateado y azul, que los esperaba fuera.
Domingo 11 de septiembre de 2005, veinticuatro días después del primer asesinato
Medianoche, Altona, Hamburgo
Cada vez venía menos gente a los conciertos.
La mayor disminución de público había tenido lugar en las décadas de 1980 y 1990, coincidiendo con la aparición de una nueva generación de intérpretes. El
schlager
, ese estilo insípido y sensiblero de la música pop alemana, había existido siempre, y su idiotez omnipresente en realidad había ayudado a los cantantes como Cornelius, puesto que su falta absoluta de sustancia ofrecía un contraste con la música de estos cantautores y no hacía más que subrayar su intelectualismo. Pero luego vino el punk, y más tarde el rap, dando voz a la insatisfacción de una generación nueva y apolítica. Y, desde luego, también había que sumar la irresistible oleada de música angloamericana importada. Cada uno de esos estilos, a su manera, había marginalizado a Cornelius y a los que eran como él, desalojándolos del candelero. Y de la radio.
De todas maneras, incluso en aquellos años, el público siempre había acudido a sus conciertos, esos seguidores fieles y constantes que habían crecido y madurado con él. Hasta que cayó el Muro y Alemania volvió a unificarse. La protesta se hizo redundante. Las letras políticas empezaron de pronto a sonar irrelevantes.
Ahora Cornelius tocaba en sótanos y en salas municipales Para audiencias de unas cincuenta personas. Otros intérpretes de su misma época sencillamente habían abandonado las giras y vendían sus discos viejos, al igual que Cornelius, desde sus páginas de Internet.