Cornelius necesitaba público. No importaba que fuera reducido. Y siempre ofrecía la mejor actuación posible, incluso cuando sus fans lo asqueaban por la forma en que compensaban su falta de número con un exceso de entusiasmo. Desde el escenario, contemplaba una pequeña masa de cabezas que estaban quedándose calvas o grises, rostros corpulentos o ajados, y revivía para ellos, aunque fuera superficialmente, los recuerdos aburridos y deprimentes de su juventud.
El público de esta noche no era distinto. Cornelius rio e hizo bromas y cantó, tocando las mismas melodías en la misma guitarra que llevaba casi cuarenta años utilizando. Esta noche actuaba en el sótano de una vieja cervecería ubicada entre dos de los canales que se entrelazaban en Hamburgo como los hilos que mantenían unida la fibra de la ciudad. Los miembros del público estaban sentados en bancos, a lo largo de mesas largas y bajas, bebiendo cerveza y sonriendo estúpidamente, mientras él cantaba. Al parecer, ya ni siquiera tenía el poder de poner a su público en pie.
Aunque sí notó una cara más joven. Era un hombre de unos treinta años, de pie junto a la barra. Era pálido, de pelo muy oscuro. Cornelius no estaba seguro, pero le pareció que lo conocía de algún lado.
Siempre terminaba su actuación con la misma canción. Era su obra característica. Reinhard Mey tenía su
Über den Wolken
; Cornelius Tamm tenía su
Ewigkeit
. Eternidad. Por fin el público se puso de pie con algún esfuerzo, cantando la letra de la canción que prometía que su generación sería eterna. Que triunfarían. Salvo que nada de eso era cierto. Todos se habían rendido a la banalidad y a la mediocridad, Cornelius también.
Después de terminar su actuación, Cornelius pasó a la rutina habitual. Era humillante sentarse a una mesa con un estuche lleno de discos compactos para vender, desde luego, pero encaraba la tarea con el mismo estudiado entusiasmo que había aprendido a poner en sus interpretaciones. En la mayoría de los casos, no vendía más que un puñado. Después de todo, estaba predicando a los conversos, quienes probablemente ya tenían todas sus canciones. Como dirían los capitalistas, su mercado estaba saturado.
De todas maneras, sonrió y charló amablemente con aquellos que se quedaron después de la actuación, hablando con desconocidos como si fueran viejos amigos debido a la vaga relación entre sus cronologías. Pero, en su interior, el alma de Cornelius Tamm gritaba. Había sido la voz de una generación. Le había dado expresión a un momento especial en el tiempo. Había hablado a y por millones de personas enfurecidas contra los pecados de sus padres, contra los pecados de su propia época. Y ahora estaba en una Bierkeller de Hamburgo, vendiendo discos compactos de sus canciones que guardaba en una maleta.
Ya eran casi las dos de la mañana cuando puso en marcha atrás su furgoneta, la acercó a la puerta trasera y cargó el amplificador y los otros equipos. Al hacerlo, Cornelius sintió que cada uno de sus sesenta y dos años se sumaban al peso de los equipos. Había llovido mientras él actuaba y los adoquines del patio detrás de la vieja cervecería brillaban a la luz de la luna. Uno de los empleados del bar lo ayudó a sacar el amplificador, le dijo buenas noches y cerró las puertas, dejando a Cornelius solo en el patio. El miró la luna y los bordes plateados de los techos que rodeaban el patio. Una sirena pasó gimiendo por la Ost-West Strasse. Pensó en Julia, cálida y fresca y joven en la cama de ambos. Cornelius no tenía nada que hacer a su lado. Ya no pertenecía a ningún lugar, nunca más. Cornelius Tamm contempló la luna desde el patio vacío de una vieja cervecería y se sintió terriblemente solo. Suspiró y cerró con un golpe las puertas traseras de la furgoneta.
Dio un salto cuando vio al joven de rostro pálido y pelo oscuro allí, de pie.
—Hola, Cornelius —dijo el desconocido. Trazó un arco con el brazo y Cornelius alcanzó a ver el negro manchón de algo grande que parecía pesado. Lo que fuera chocó contra su mejilla, se oyó el sonido de algo al quebrarse y Cornelius sintió un dolor ardiente que estalló en un costado de la cara y bajó por su cuello. Se desplomó al suelo tan rápido que su cerebro no tuvo tiempo de registrar la caída. Sintió la superficie brillante y redondeada de un adoquín contra la mejilla no lastimada y se dio cuenta de que no era la lluvia lo que le daba ese brillo, sino su sangre.
—Siento lo de tu cara… —Su atacante se había inclinado sobre él—. Pero no podía pegarte en la cabeza. —Cornelius sintió el pinchazo de una aguja hipodérmica en el cuello y la luz de la luna se esfumó de la noche—. Eso te habría dañado el cuero cabelludo…
11.00 h, HafenCity, Hamburgo
Cuando Fabel contempló aquella vista lo primero que le llamó la atención fue que se veía el sitio donde habían encontrado el cuerpo momificado. Le hizo pensar en la pesadilla que había tenido cuando se había alojado en la casa de Grueber. La procesión de momias; el sueño de la tormenta de fuego. Tal vez los recuerdos heredados no tuvieran nada que ver con la genética.
Aquel apartamento era, sin duda, el mejor que habían visto hasta el momento. Pero por alguna razón Fabel no lograba entusiasmarse. La empleada de la inmobiliaria, Frau Haarmeyer, era una mujer alta y de mediana edad con un caro corte de pelo teñido con el mismo rubio pálido color arena que parecían preferir tantas mujeres de mediana edad y de clase media del norte de Alemania en el momento en que el pelo comenzaba a ponérseles gris. Durante toda la visita, Frau Haarmeyer había logrado transmitir dos sentimientos sin decir una sola palabra: que creía que aquel apartamento realmente estaba mucho más allá del alcance de Fabel y Susanne y que esa clase de trabajo realmente estaba muy por debajo de lo que ella se merecía. Aunque habló con entusiasmo sobre el piso y sus vecinos en la urbanización de HafenCity, había un trasfondo en su voz que daba a entender que no hacía más que repetir frases estudiadas de memoria.
Era evidente que a Susanne le encantaba el apartamento. Seguía a la empleada de la inmobiliaria, escuchándola con atención y con la cabeza un poco inclinada, su pose característica de concentración. Frau Haarmeyer, por su parte, también le dedicaba más atención a ella, casi sin fijarse en Fabel hasta que él se alejaba hacia alguna esquina u otra para inspeccionar algún detalle en particular, punto en el cual Frau Haarmeyer movía la cabeza para ver detrás de Susanne y fruncía el ceño en dirección de Fabel.
En determinado momento, Fabel notó la misma clase de fruncimiento en el entrecejo de Susanne. Fabel sabía que tenía que conseguir proyectar más interés del que sentía. Después de todo, lo de mudarse juntos había sido idea suya. Al principio Susanne se había mostrado vacilante y había sido el entusiasmo de él lo que la había convencido. Pero cada apartamento que veían le resultaba a Fabel poco interesante en comparación con la vista y la ubicación de su piso en Pöseldord. De todas maneras, también sabía que, desde la violación de su espacio privado, jamás volvería a sentir lo mismo sobre aquella vista. Ello le recordó lo que había sentido cuando su matrimonio fracasó: que lo habían obligado a entrar en una vida nueva, cuando lo único que quería era recuperar la anterior; atrasar el reloj y reparar lo que se había hecho añicos.
Susanne no parecía entender la vacilación de Fabel; incluso había insinuado que era su temor a los cambios, su incapacidad de romper con la rutina, lo que estaba postergándolo todo. Pero era más que eso. Aún no lo había definido exactamente, pero algo se retorcía en sus entrañas cada vez que pensaba en abandonar su apartamento. Después de todo, él había tenido mucha suerte por haberlo podido comprar en aquel barrio y en esa época. Pero lo que era más importante para Fabel era que en ese apartamento él se había reconstruido después de la disolución de su matrimonio. Era allí donde había redefinido quién era Jan Fabel. Había encontrado una nueva vida.
Frau Haarmeyer los hizo pasar a la cocina. Al igual que las otras habitaciones, la pared exterior consistía en un gran ventanal. La cocina brillaba con cristal y acero bruñido y estaba llena de un olor débil y agradable a café. Fabel se preguntó ociosamente si los constructores tenían algún spray especial para rociar la cocina con esa atractiva fragancia, o si se trataba del fantasmal aroma de los tostaderos de café de la cercana Speicherstadt.
—Maravilloso, ¿verdad? —preguntó Frau Haarmeyer con un entusiasmo tan falso como el color de su pelo.
—Muy impresionante… —Susanne le lanzó una mirada significativa a Fabel.
—Grandioso —respondió él con el mismo grado de convicción que Frau Haarmeyer. Una vez más, volvió a mirar el emplazamiento donde habían encontrado el cadáver momificado. Las excavaciones arqueológicas se habían terminado semanas antes y ya habían entrado los constructores. Unas relucientes excavadoras y tractores amarillos, que se veían pequeños y parecidos a escarabajos desde la posición elevada de Fabel, recorrían el sitio; la etapa siguiente del futuro de Hamburgo se superponía sobre un pasado donde un joven había muerto sofocado y horneado por el calor infernal de una tormenta de fuego provocada por el hombre.
Fabel sintió la sorda inquietud de un asunto inconcluso. Se había prometido que encontraría a la familia del hombre momificado, y todavía no lo había logrado.
Mientras la empleada de la inmobiliaria les explicaba una vez más que desde allí se vería el Kaispeicher A con su nuevo y asombroso teatro de ópera y sala de conciertos, y que aquélla pasaría a ser una de las zonas más exclusivas de Hamburgo, la mirada de Fabel permaneció clavada en el sitio de construcción a la distancia y más abajo. Se preguntó cómo una agente inmobiliaria podría comercializar un
memento morí
para convertirlo en una característica atractiva de una propiedad.
En el exterior estaba fresco, pero el sol brillaba y el cielo tenía un color sedoso y celeste.
—Realmente me ha gustado ese apartamento —dijo Susanne mientras volvían hacia el coche. En el fondo de la suavidad de su débil acento bávaro había un tono filoso—. Tú no has hablado mucho.
Fabel le explicó lo de la vista.
—¿En serio te molestaría tanto? —preguntó Susanne en un tono que sugería que no debería ser así—. Es mejor que el recuerdo de… bueno, eso…
—Además —dijo Fabel, buscando una razón menos subjetiva para rechazar el piso— es sólo que parecía tan… no lo sé, frío. Sin alma. Como vivir en un edificio de oficinas.
Susanne suspiró.
—Bueno, a mí me ha gustado.
—Lo lamento, Susanne. Es sólo que con este caso que sigue sin resolverse, no tengo la cabeza lista para mudarme.
—Escucha, Jan, este caso nos ha dado uno de los motivos principales para sacarte de ese apartamento. Podemos pagar este piso. Significaría un nuevo comienzo para nosotros. Juntos.
—Pensaré en ello. —Fabel sonrió—. Lo prometo.
11.00 H
Cornelius Tamm se despertó por etapas.
La primera sensación fue dolor: un enorme círculo de dolor a un costado de la cara y un martilleo en la cabeza. A continuación, cobró conciencia de sonidos: imprecisos, como lejanos. Un chirrido metálico y el sonido de aire movido mecánicamente. Luego la creciente sensación de que no podía moverse, aunque la droga que su atacante le había administrado confundía la percepción de su propio cuerpo y por el momento no consiguió deducir la razón de que sus movimientos estuviesen tan restringidos. Cuando logró recuperar la geografía de su cuerpo, se dio cuenta de que estaba atado a una silla con las manos detrás y con alguna especie de mordaza pegada con una cinta en la boca. Por fin, cuando recuperó del todo la conciencia y con ella la plenitud del dolor y el horror, Cornelius abrió los ojos y enfocó lentamente su nuevo entorno.
Al principio creyó estar en una cueva de paredes grises y brillantes. Luego se dio cuenta de que estaba rodeado por unas gruesas cortinas de plástico, casi opacas. La silla en la que estaba atado también descansaba sobre una lámina de grueso poliuretano muy resistente. Sintió un nudo entre el estómago y el pecho; era evidente que todo ese plástico tenía la función de contener una gran suciedad. Y esa suciedad sería su sangre y su carne cuando su vida llegara a su fin. Se debatió con violencia contra sus ataduras. El esfuerzo subió el volumen del dolor y un chorro de sangre salió del orificio nasal del lado de la cara donde había recibido el golpe. La silla en la que estaba era obviamente robusta, porque casi no se movió sobre la alfombra de poliuretano.
Cornelius tuvo la impresión de que se encontraba en alguna clase de sótano. Quien fuera que lo había llevado allí, se había tomado muchos esfuerzos para preparar el sitio y hasta el techo estaba forrado de plástico, bien estirado y sujeto con tiras de cinta negra. Pero había una bombilla colgando de ese techo y Cornelius pudo ver escayola gris a su alrededor. El techo era bajo; demasiado bajo para una habitación utilizada como vivienda o lugar de trabajo, y el chirrido metálico seguía presente, como el sistema de aire acondicionado de una fábrica.
Las gruesas cortinas de plástico se abrieron y una figura entró en el pequeño espacio. Cornelius reconoció al joven que se había sentado junto a la barra durante su actuación, y que lo había esperado con un adoquín en el patio de la cervecería. Llevaba un mono celeste y fundas azules de plástico para los zapatos. Tenía el pelo negro oculto en una gorra de baño, que era de plástico y elástica. Después de entrar, se puso una mascarilla de cirujano sobre la nariz y la boca, y cuando habló su voz sonó ligeramente amortiguada.
—Hola, Cornelius. Han pasado más de veinte años desde la última vez que te vi. Si no te molesta que te lo diga, estás hecho una mierda. Jamás he entendido por qué los hombres de tu edad usáis coleta. El mundo ha avanzado desde que eras estudiante, Cornelius. ¿Por qué tú no has avanzado también? —Se acercó un poco más, hasta que su cara estuvo a unos pocos centímetros de la de su cautivo—. ¿Me reconoces, Cornelius? Sí… soy yo. Soy Franz. He regresado.
Cornelius sintió que estaba volviéndose tan loco como su torturador. Por un momento consideró las semejanzas de apariencia entre aquel joven y la persona que decía ser. Pero era imposible. Franz llevaba muerto treinta años, y el parecido era sólo superficial, aunque había bastado para desencadenar aquella sensación de reconocimiento que Cornelius había tenido la primera vez que lo vio durante su actuación.
—Eres un don nadie, Cornelius. Tus estúpidas letras ya no interesan. Incluso has conseguido destruir tu matrimonio. Eres el más total de los fracasos… has fracasado como padre, como marido, como músico. Me traicionaste para poder dar la espalda a una vida y empezar otra. ¿Es ésta? ¿Es esto lo que has hecho con el tiempo, con la vida que compraste traicionándome?