Retorno a Brideshead (33 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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—¿Qué has estado haciendo en América? —pregunté.

Levantó la merada lentamente de su taza de chocolate y, contemplándome con sus hermosos ojos serios, dejo:

—¿No lo sabes? Te lo contaré alguna vez. He sedo una idiota. Pensé que me había enamorado de alguien, pero resultó que no era cierto.

Y volví a recordar, diez años atrás, la tarde en Brideshead, cuando aquella hermosa y larguirucha niña de diecinueve años, como se le hubieran dado permiso para bajar con los mayores durante una hora y estuviera ofendida por la poca atención que éstos le prestaban, había dicho: «Yo también le preocupo, ¿sabes?». Entonces pensé, aunque tampoco debía hacer mucho tiempo que yo mismo llevaba pantalones largos: «Cuánta importancia se dan estas niñas con sus asuntos amorosos».

Ahora era deferente; no había más que humildad y una amistosa franqueza en su manera de hablar.

Deseaba poder corresponder a su muestra de confianza, ofrecerle alguna prueba de que aceptaba la suya, pero no había nada en mes últimos años, monótonos y llenos de acontecimientos, que pudiera compartir con ella. En cambio, empecé a contarle me veda en la selva, a describirle los personajes cómicos que había conocido y los lugares perdidos que había visitado, pero en aquella atmósfera de vieja amistad me historia no se sostenía y terminó bruscamente.

—Me gustaría muchísimo ver tus cuadros —dijo Julia.

—Celia quería sacar algunos y colgarlos para su fiesta. Pero no puedo hacerlo.

—Claro… ¿Sigue Celia tan bonita como siempre? Siempre la consideré la muchacha más arregladita de todas las de mi año.

—No ha cambiado.

—Tú sí has cambiado, Charles. Tan delgado y tan serio… No te pareces en nada al niño bonito que Sebastian llevó a casa. Más duro, también.

—Y tú eres más suave.

—Sí, creo que sí… Y soy muy paciente ahora.

Aún no tenía treinta años, pero se acercaba al cenit de su belleza, con todas las promesas de hermosura cumplidas con creces. Había perdido aquel aire de muchacha flaca y moderna; la cabeza, que yo solía llamar del
quattrocento
, que antes producía una impresión extraña, ahora formaba parte de ella misma y no resultaba en absoluto florentina; no estaba relacionada de ninguna manera con la pintura o las artes ni con nada que no fuera ella misma, sería inútil describir su belleza facción por facción y con todo detalle; su hermosura era su propia esencia y sólo podía ser reconocida en Julia dentro de su propia jurisdicción y en el amor que pronto iba yo a sentir por ella.

El tiempo había fraguado otro cambio. No era la suya la sonrisa astuta y complaciente de la Gioconda: los años habían sedo más que «el tañer de liras y flautas», y la habían entristecido.

Parecía decir: «Miradme. Yo he cumplido con mi parte del trato. Soy hermosa. Mi belleza se aparta por completo de lo usual. Estoy hecha para el deleite. Pero ¿qué saco
yo
de ello? ¿Dónde está
mi
recompensa?».

Tal era el cambio al cabo de diez años; ésa era, verdaderamente, su recompensa: esa tristeza inquietante y mágica que hablaba directamente al corazón y enmudecía; la culminación de su belleza.

—Más triste, también —dije.

—Oh, sí, mucho más triste.

Mi mujer estaba eufórica cuando, dos horas más tarde, volví al camarote.

—Lo he tenido que hacer todo yo misma. ¿Cómo ha quedado?

Sin tener que pagar un suplemento nos habían asignado una gran suite, una de cuyas habitaciones era tan grande que apenas la reservaba nadie, excepto los directivos de la compañía. En la mayoría de los viajes, reconoció el sobrecargo, se reservaba a personas a quienes se deseaba honrar. (Mi esposa era muy experta en conseguir pequeñas ventajas como aquélla, impresionando primero a los impresionables con su elegancia y mi celebridad y, una vez firmemente establecida su superioridad, cambiando rápidamente y adoptando una actitud de afabilidad casi coqueta.) Como muestra de su aprecio, había invitado al sobrecargo mayor a nuestra fiesta y él, asimismo, en prenda de su amistad mandó un cisne de hielo de tamaño natural relleno de caviar. Aquel grandioso objeto helado dominaba la habitación desde una mesa situada en el centro, donde se deshelaba suavemente y las gotas caían del pico a la fuente de plata. Las flores que habían llegado por la mañana ocultaban la mayor parte del entablado de la pared (porque la habitación era una réplica en miniatura del monstruoso salón de arriba).

—Debes vestirte en seguida. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Hablando con Julia Mottram.

—¿La conoces? ¡Oh, claro! Eras amigo de su hermano, el alcohólico. ¡Dios mío! ¡Qué elegante es esa mujer! —Ella también te encuentra muy bonita. —Fue una de las novias de Boy.

—¿Estás segura?

—El siempre lo decía.

—¿Te has parado a pensar —le pregunté— cómo van a comer tus invitados este caviar?

—Lo he pensado. No existe solución. Pero queda todo esto —me mostró unas bandejas cubiertas de canapés relucientes— y, de todas formas, la gente siempre se las arregla para comer cosas en las fiestas. ¿Te acuerdas de cuando comimos gambas en conserva usando un abrecartas?

—¿Eso hicimos?

—Pero, querido, fue la noche que te insinuaste…

—Si no recuerdo mal, te insinuaste tú.

—Bueno, pues la noche en que nos comprometimos. Pero todavía no me has dicho si te gusta el arreglo.

El arreglo, aparte del cisne y de las flores, consistía en un camarero, irremediablemente atrapado en un rincón detrás de un bar improvisado, y en otro camarero, bandeja en mano, que gozaba de relativa libertad.

—El sueño de un actor de cine —comenté.

—Actores de cine… De eso quería hablarte.

Me acompañó a mi vestidor y me lo explicó mientras me cambiaba. Se le había ocurrido que, dado mi interés por la arquitectura, mi verdadera profesión era diseñar decorados para películas. Por eso había invitado a la fiesta a dos magnates de Hollywood con el propósito de que me conocieran.

Volvimos a la sala de estar.

—Querido, me parece que tienes algo contra mi cisne. No lo vayas a criticar delante del sobrecargo. Ha sido un detalle muy bonito de su parte. Además, si hubieras leído la descripción de uno igual en un banquete del siglo XVI en Venecia, hubieras dicho que en aquellos días sí sabían vivir.

—En la Venecia del siglo XVI hubiera tenido una forma algo diferente.

—Aquí está Papá Noel en persona. Ahora mismo estábamos elogiando su cisne.

El sobrecargo mayor entró en la habitación y nos estrechó la mano con fuerza.

—Querida lady Celia, si se abriga muy bien y me acompaña mañana a una expedición a las neveras, le puedo enseñar un Arca de Noé completa de objetos parecidos. Ahora traerán las tostadas. Las están manteniendo calientes.

—¡Tostadas! —exclamó mi esposa, como si fuera algo que superase todos los sueños de glotonería—. ¿Has oído, Charles?
Tostadas
.

Pronto empezaron a llegar los invitados; no había nada que pudiera retrasarles.

—Celia —decían—, ¡qué camarote más grande y qué cisne tan hermoso!

Y, a pesar de ser uno de los mayores del bardo, pronto nuestro salón quedó desagradablemente lleno. Acabaron por apagar sus cigarrillos en el pequeño charco de agua helada que ahora rodeaba al cisne.

El sobrecargo provocó un alboroto, domo les gusta hacer a los marineros, al predecir una tormenta.

—Pero ¿cómo puede ser tan antipático? —preguntó mi esposa, halagándole con la sugerencia de que no sólo el camarote y el cisne sino tarro bien las olas estuviesen a sus órdenes—. De todas formas, una tormenta no afectaría a un barco domo éste ¿verdad?

—Podría demorarnos un podo.

—Pero ¿no nos marearemos?

—Depende de si son buenos mareantes o no. Yo siempre me mareo en las tormentas… desde que era un muchacho.

—No lo creo. Sólo quiere mostrarse sádico. Venga por aquí, quiero enseñarle algo.

Era la fotografía más reciente de sus hijos.

—Charles ni siquiera ha visto a Caroline todavía. ¿No es emocionante para él?

No había ningún amigo mío entre los invitados, pero conocía quizá a la tercera parte de ellos y hasta conversé civilizadamente con algunos. Una mujer mayor me dijo:

—Así que usted es Charles. Siento como si le conociera de pies a cabeza. Celia me ha hablado tanto de usted…

«De pies a cabeza», pensé. «De pies a cabeza es conocerme mucho, señora. ¿Puede ver de verdad en esos lugares oscuros hacia donde mis propios ojos buscan en vano guiarme? ¿Puede decirme, querida señora Stuyvesant Oglancer —si no me equivoco así la había llamado mi esposa—, cómo es posible que en este momento, mientras estoy hablando con usted aquí de mi próxima exposición, esté pensando únicamente en cuándo vendrá Julia?, ¿Por qué puedo hablar así con usted y no con ella? ¿Por qué ya la he apartado del resto de la humanidad, y a mí mismo con ella? ¿Qué está ocurriendo en estos lugares secretos de mi espíritu con el que usted se toma tantas libertades? ¿Qué es lo que se está gestando, señora Stuyvesant Oglancer?»

Julia seguía sin aparecer y, el ruido de veinte personas en aquella pequeña habitación, tan grande que nadie la reservaba, equivalía al fragor de una multitud.

Entonces vi algo curioso. Había un hombrecillo pelirrojo a quien nadie parecía conocer, un tipo mal vestido, totalmente distinto de la mayoría de los invitados de mi mujer. Llevaba junto al caviar unos veinte minutos y lo comía tan aprisa como un conejo. En ese momento se limpiaba la boca con un pañuelo y —por lo visto obedeciendo a un capricho—, se inclinó y sedó el pido del cisne, quitándole la gota de agua que se acumulaba podo a poco en él y estaba a punto de caer. Entonces miró furtivamente a su alrededor para comprobar si alguien le había observado, vio que yo le miraba y se rió un podo nervioso.

—Hacía tiempo que quería hacer esto —dijo—. Apuesto a que no sabe cuántas gotas caen al minuto. Yo sí; las he contado.

—No tengo ni idea.

—Adivine. Seis peniques si se equivoca; medio dólar si acierta.

Es lo justo.

—Tres —dije.

—Vaya, muy listo. Debe de haberlas contado.

Pero no parecía tener prisa por pagar la deuda. En vez de hacerlo, dijo:

—¿Cómo se explica lo siguiente? Soy inglés, nacido y criado en Inglaterra, pero es la primera vez que cruzo el Atlántico. —¿Llegó tal vez a América en avión?

—No, tampoco he sobrevolado el océano.

—Entonces me imagino que dio la vuelta al mundo y llegó por el Pacífico.

—Es usted muy listo, en efecto, no cabe duda. He llegado a ganar bastante con esta adivinanza.

—¿Qué ruta tomó usted? —le pregunté, deseando mostrarme amable.

—Le gustaría saberlo, ¿eh? Bueno, tengo que irme. Hasta la vista.

—Charles —intervino mi mujer—, éste es el señor Kramm, de Interastral Films.

—De modo que es usted el señor Charles Ryder —dijo el señor Kramm.

—Sí.

—Bien, bien, bien —hizo una pausa y yo esperé—. El sobrecargo dice que tendremos mal tiempo. ¿Qué sabe usted al respecto?

—Mucho menos que el sobrecargo.

—Perdone, señor Ryder, no acabo de entenderle.

—Digo que sé mucho menos que el sobrecargo acerca del tiempo.

—¿Es cierto? Bien, bien, bien. Me ha gustado mucho esta conversación. Confío en que mantengamos muchas otras. Una inglesa me dijo:

—Oh, ese cisne. Seis semanas en América me han inspirado una fobia total hacia el hielo. Dígame ¿cómo se sintió al volver a ver a Celia al cabo de dos años? Sé que yo me sentiría como una verdadera novia, hasta tal punto que resultaría indecente. Pero, claro, en el fondo a Celia aún no se le han caído del todo las flores de azahar del cabello ¿verdad?

Otra mujer dijo:

—¿No es maravilloso decirnos adiós sabiendo que dentro de media hora nos encontraremos de nuevo y seguiremos viéndonos durante varios días?

Empezaban a marcharse los invitados. Al despedirse, cada uno me informaba de lo pronto que nos volveríamos a ver, ya por lo visto mi mujer había prometido llevarme a un sinfín de fiestas. El tema de la noche consistía en que todos nos volveríamos a encontrar a menudo, que habíamos formado uno de esos sistemas moleculares que saben describir los físicos. Por fin se llevaron también el cisne y dije a mi mujer:

—Julia no ha venido.

—No. Ha llamado por teléfono. No he podido oír bien lo que decía por culpa del ruido, pero me parece que ha dicho algo sobre un vestido. En el fondo ha sido una suerte; no cabía un alfiler. La fiesta ha sido estupenda ¿verdad? ¿Lo has pasado muy mal? Te has comportado de maravilla y parecías tan distinguido… ¿Quien era ese amigo tuyo pelirrojo?

—No es amigo mío.

—¡Qué raro! ¿Le has dicho algo al señor Kramm con respecto a trabajar en Hollywood?

—Claro que no.

—¡Oh, Charles! Me preocupas mucho. No basta con quedarse parado y tener aspecto distinguido, como un mártir del arte. Vamos a cenar. Estamos en la mesa del capitán. No creo que él baje a cenar al comedor esta noche, pero lo correcto es llegar bastante puntual.

Cuando llegamos a la mesa, los demás comensales ya habían tomado asiento. A ambos lados de la silla vacía del capitán estaban Julia y la señora Stuyvesant Oglander; junto a ellas un diplomático inglés y su esposa, el senador Stuyvesant Oglander y un clérigo americano, hasta el momento totalmente aislado entre dos sillas. El clérigo se presentó más tarde —según parece, con profusión de detalles— como obispo episcopaliano. Los matrimonios ocupaban asientos contiguos. Mi esposa se vio obligada a tomar una rápida decisión y, aunque el camarero hacía esfuerzos por indicarnos otras sillas, se sentó al lado del senador y a mí me tocó el obispo. Julia nos dirigió a ambos un melancólico y leve ademán de simpatía.

—Me siento fatal por lo de la fiesta —dijo—. Mi doncella, tan antipática, desapareció con todos mis vestidos. No ha reaparecido hasta hace media hora. Ha estado jugando al ping-pong.

—Le estaba contando al senador lo que se ha perdido —dijo la señora Stuyvesant Oglander—. Esté donde esté Celia, siempre conoce a la gente importante.

—A mi derecha —informó el obispo— se espera a una pareja destacada. Siempre comen en su camarote, excepto cuando se les ha informado por anticipado de que el capitán va a estar presente.

Formábamos un grupo horrendo; incluso la vivacidad social de mi mujer se tambaleaba. De vez en cuando, yo oía fragmentos de su conversación.

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