Retorno a Brideshead (43 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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La noticia de las intenciones de éste llegó primero a sus abogados, luego a Cordelia y, por último, a Julia y a mí, en una rápida sucesión de cables contradictorios. Lord Marchmain llegaría a tiempo para la boda; llegaría después de la boda, después de haber visto a lord y a lady Brideshead a su paso por París; les vería en Roma. No se encontraba lo bastante bien para viajar; estaba a punto de ponerse en camino; tenía malos recuerdos del invierno en Brideshead y no se instalaría allí hasta bien entrada la primavera, cuando el sistema de calefacción hubiera sido reacondicionado; vendría solo; traería a su personal italiano; no quería que se anunciase su retorno y deseaba vivir una vida totalmente retirada; daría un gran baile. Finalmente, se eligió una fecha de enero que resultó ser cierta.

Plender le precedió en unos días, y en este punto surgieron algunas dificultades. Plender no era miembro originario de la servidumbre de Brideshead; había sido el criado de lord Marchmain en el cuerpo de voluntarios de caballería, y sólo había visto una vez a Wilcox, en la dolorosa ocasión del traslado del equipaje de su amo cuando éste decidió no regresar a casa después de la guerra. Entonces Plender era su
valet
; oficialmente lo seguía siendo, pero unos años antes se había introducido en la casa una especie de asistente de nacionalidad suiza, para atender el guardarropa y, cuando surgía la ocasión, prestaba ayuda en ciertas tareas menos decorosas; de hecho se había convertido en el mayordomo de aquella casa fluctuante y móvil. Incluso a veces se refería a sí mismo por teléfono como el «secretario». Las relaciones entre Wilcox y Plender eran frías; una fina capa de hielo se extendía entre ellos.

Pero afortunadamente ambos hombres acabaron simpatizando y todo se resolvió gracias a una serie de conversaciones triangulares con Cordelia. Plender y Wilcox serían ambos ayudas de cámara; las habitaciones personales del señor serían coto exclusivo de Plender, y Wilcox ejercería su autoridad en las salas comunes. Se le entregó al criado más viejo de la casa una chaqueta negra y fue ascendido a mayordomo; el suizo inclasificable vestiría, a su llegada, traje de calle, y su condición sería, la de
valet
. Hubo un aumento general de salarios a tenor de los nuevos nombramientos, y todos quedaron satisfechos.

Julia y yo, que nos habíamos marchado de Brideshead un mes antes, pensando que no volveríamos; nos mudamos allí de nuevo para la recepción. Cuando llegó el día, Cordelia fue a la estación y nosotros nos quedamos en casa para dar la bienvenida. Era un día sombrío y ventoso. Todas las casitas y pabellones de los arrendatarios estaban adornados; el proyecto de encender una hoguera esa noche y de que tocara la banda del pueblo fue suspendido, pero la bandera de la casa, que no había ondeado durante veinticinco años, fue izada sobre el frontón, y flameaba contra el cielo de plomo. Cualesquiera que fueran las ásperas voces que gritaban por los micrófonos de Europa central, y cualesquiera que fuesen los tornos que giraban en las fábricas de armamento, el regreso de lord Marchmain era un asunto de máxima importancia en su propia vecindad.

Su llegada estaba prevista para las tres. Julia y yo aguardamos en el salón hasta que Wilcox, que había convenido de antemano con el jefe de estación que éste le mantendría informado, anunció que «se ha recibido la señal del tren», y, un minuto más tarde, que «el tren ha llegado; el señor, se dirige hacia aquí». Entonces fuimos al pórtico principal y allí esperamos con los criados de más rango. El Rolls apareció pronto por la curva del camino de entrada, seguido a cierta distancia por dos camionetas. Paró; primero salió Cordelia, luego Cara; hubo una pausa, se le tendió una manta al chófer, un bastón al criado; luego una pierna asomó cautelosamente. Plender ya se había acercado a la puerta del coche; otro criado —el
valet suizo
— había salido de la camioneta.

Juntos sacaron a lord Marchmain y le pusieron de pie; él buscó su bastón, lo cogió y se quedó un momento de pie para reunir fuerzas y subir los pocos escalones bajos que conducían hasta la puerta de entrada:

Julia emitió un pequeño suspiro de sorpresa y me tocó la mano. Le habíamos visto nueve meses antes en el casino de Montecarlo, cuando aún se mantenía erguido y majestuoso, no muy cambiado desde que lo había visto en Venecia. Ahora era un anciano. Plender nos había dicho que su amo había estado enfermo últimamente; pero no estábamos preparados para aquello.

Caminaba encorvado y encogido, abrumado por el peso de su abrigo, con una bufanda blanca que ondeaba desordenadamente alrededor de su garganta, un gorro de tela muy bajo sobre la frente, la cara pálida y arrugada, la nariz encarnada por el frío. Las lágrimas que iban acumulándose en sus ojos no eran producto de la emoción, sino del viento del este; respiraba con dificultad. Cara le arregló la bufanda y le susurró algo al oído. Él levantó una mano enguantada —un guante de colegial de lana gris— e hizo un breve y cansado gesto de salutación al grupo reunido en la puerta; luego, muy lentamente, con los ojos clavados en el suelo, se dirigió hacia la casa.

Le quitaron el abrigo, el gorro, la bufanda y la especie de chaleco de piel que llevaba debajo; desvestido así, parecía más demacrado que nunca, pero también más elegante; había conseguido evitar el aspecto andrajoso que acompaña al agotamiento máximo. Cara le enderezó la corbata; se secó los ojos con su pañuelo de seda y avanzó a pasitos, con la ayuda del bastón, hacia la chimenea del vestíbulo.

Había una pequeña silla heráldica cerca de la chimenea, parte de una serie de otras similares situadas a lo largo de la pared, una silla mezquina, inhóspita, de asiento plano, que servía simplemente de excusa a la sofisticada decoración heráldica pintada en su respaldo, en la que, posiblemente nadie, ni siquiera un criado cansado, había tomado asiento desde su fabricación. En esa silla se sentó lord Marchmain y se secó los ojos.

—Es este frío —dijo—. Me había olvidado del frío que hace en Inglaterra. Estoy rendido.

—¿Quiere que le traiga algo, milord?

—No, gracias. Cara, ¿dónde están esas malditas píldoras?

—Alex, el médico dijo que no debías tomar más de tres al día.

—Al infierno el médico. Estoy rendido.

Cara sacó un frasco azul de su bolso y lord Marchmain se tomo, la píldora. Fuera lo que fuera, parecía reanimarle. Se quedó sentado, con sus largas piernas estiradas hacia adelante, el bastón entre ellas y la barbilla apoyada sobre el puño de marfil; pero empezó a prestarnos atención, a saludarnos y a dar órdenes.

—Me temo que no me siento bien del todo hoy; el viaje me ha agotado. Tenía que haber pasado la noche en Dover. Wilcox, ¿qué habitación me ha preparado?

—Sus antiguas habitaciones, señor.

—No servirán hasta que vuelva a encontrarme bien. Hay demasiadas escaleras; debo quedarme en la planta baja. Plender, prepáreme una cama aquí abajo.

Plender y Wilcox intercambiaron una mirada inquieta. —Muy bien, milord. ¿En qué habitación ponemos la cama? Lord Marchmain lo pensó un momento. —En el salón chino. Y, Wilcox, la «cama de la reina». —¿En el salón chino, milord? ¿La «cama de la reina»?

—Sí, sí. Es posible que pase bastante tiempo allí durante las próximas semanas.

Nunca había visto usar el salón chino; en realidad, no era posible franquear una reducida área acordonada que rodeaba la puerta, adonde se llevaba en tropa a los visitantes los días en que la casa se abría al público. Se trataba de un museo espléndido e inhabitable, lleno de exquisitos muebles Chippendale, porcelana, laca y tapices pintados; la cama de la reina era también una pieza de museo, una enorme tienda de campaña de terciopelo, parecida al
baldachino
de la iglesia de San Pedro. ¿Se había reservado lord Marchmain esa cama mortuoria, me pregunté, antes de abandonar el sol de Italia? ¿Había pensado en ella durante su largo e incómodo viaje bajo ráfagas de lluvia? ¿O se le había ocurrido en aquel mismo momento, como el despertar de un recuerdo de la infancia, un sueño que tuvo allí arriba, en la habitación de los niños («Cuando sea mayor dormiré en la cama de la reina del salón chino»), la apoteosis de todo lo grandioso en la vida adulta?

Pocas cosas, ciertamente, habrían causado más revuelo en la casa. Lo que se había previsto como un día lleno de formalismos se convirtió en uno de actividad rabiosa. Las criadas encendieron fuego en la chimenea, quitaron fundas, desplegaron sábanas; hombres con delantales, a los que nunca se veía normalmente, trasladaban muebles de un lugar a otro; llamaron a los carpinteros de la propiedad para desmontar la cama. La bajaron desmontada por la escalera principal, poco a poco, durante toda la tarde: enormes secciones rococó, la cornisa tapizada de terciopelo; las columnas trenzadas de oropel y terciopelo que le servían de pilares; vigas de madera sin pulir, concebidas para no ser vistas, que desempeñaban funciones invisibles y estructurales debajo de los cortinajes; penachos de plumas teñidas, que brotaban de huevos de avestruz montados en oro y que coronaban el pabellón de la cama; finalmente, los colchones, cada uno de los cuales requirió el esfuerzo de cuatro hombres. Lord Marchmain parecía haber extraído cierto consuelo de las consecuencias que había ocasionado su capricho; sentado al lado del fuego, observaba el ajetreo, mientras nosotros, de pie, formábamos un semicírculo (Cara, Cordelia, Julia y yo) hablando con él.

El color volvió a sus mejillas y el brillo a sus ojos.

—Brideshead y su esposa cenaron conmigo en Roma —dijo—. Ya que aquí somos todos miembros de la familia —y su mirada se desplazó irónicamente desde Cara a mí—, puedo hablar sin reservas. La encontré deplorable. Su anterior consorte, según tengo entendido, fue hombre de mar y, hay que suponerlo, no muy exigente. Cómo es posible que mi hijo, a la avanzada edad de treinta y ocho años, con posibilidad de elegir cómodamente entre las mujeres de Inglaterra, a menos que las cosas hayan cambiado mucho, se haya decidido por —supongo que tengo que llamarla así—
Beryl

Elocuentemente, no terminó la frase.

Lord Marchmain no mostró ningún deseo de cambiar de lugar, por lo que finalmente acercamos unas sillas —las incómodas sillas heráldicas, ya que todos los demás muebles del vestíbulo eran pesadísimos— y tomamos asiento a su alrededor.

—No me extrañaría no estar bien del todo hasta el verano —dijo—. Espero que sepáis distraerme.

No podíamos hacer gran cosa en aquel momento para alegrar el ambiente, algo sombrío; es más, el mismo lord Marchmain parecía el más animado de todos.

—Contadme las circunstancias del noviazgo de Brideshead.

Le contamos lo que sabíamos.

—Cajas de cerillas —dijo—. Cajas de cerillas. Creo que ella ya ha pasado la edad de tener hijos.

Nos sirvieron el té allí mismo, junto a la chimenea del vestíbulo.

—En Italia nadie cree que haya guerra. Piensan que todo «se arreglará». Me imagino, Julia, que ya no tienes acceso a información política. Por suerte, Cara, aquí presente, es súbdita británica por matrimonio. No suele mencionarlo a menudo, pero puede resultar valioso. Legalmente es la señora Hicks ¿verdad, querida? Poco sabemos de Hicks, pero de todos modos le estaremos agradecidos si se declarase la guerra. Y tú —dijo, dirigiendo su ataque sobre mí—, sin duda te convertirás en artista oficial.

—Pues no. La verdad es que estoy tramitando un destino en la Reserva Especial.

—Oh, deberías hacerte artista del ejército. Había uno en mi escuadrón durante la última guerra, nos acompañó durante semanas… hasta que subimos al frente.

Esa mordacidad era un rasgo nuevo en él. Yo siempre había percibido cierta malevolencia bajo sus buenos modales; ahora era tan visible como sus propios huesos a través de la piel encogida.

Anocheció antes de que acabaran de montar la cama; fuimos a verla, y lord Marchmain atravesó con bastante ligereza las habitaciones.

—Les felicito. Ha quedado francamente bien. Wilcox, me parece recordar una palangana y un aguamanil; estaban en la habitación que llamamos «el vestidor del cardenal», creo. ¿Qué le parece si los colocamos aquí, encima de la consola? Luego tenga la bondad de mandarme a Plender y a Gaston. El equipaje puede esperar hasta mañana, sólo el maletín de aseo y lo que me haga falta para dormir. Plender lo sabrá. Si no os importa dejarme con Plender y Gaston, me voy a acostar. Nos veremos más tarde; cenaréis aquí y me entretendréis.

Fuimos saliendo; cuando yo había llegado a la puerta me llamó:

—Ha quedado muy bien, ¿verdad?

—Muy bien.

—Podrías pintarlo, ¿eh?, y titular el cuadro la
Cama mortuoria
.

—Sí —dijo Cara—, ha venido a casa para morir.

—Pero si cuando llegó hablaba con tanta seguridad de recuperarse…

—Porque se encontraba muy enfermo. Cuando vuelve a ser él mismo, sabe que se está muriendo y lo acepta. Su enfermedad tiene altos y bajos, a veces está fuerte y animoso varios días seguidos y entonces se encuentra preparado para la muerte; luego decae y tiene miedo. No sé qué pasará cuando esté cada vez más débil. Eso llegará inevitablemente en su momento. Los médicos de Roma le dan menos de un año. Creo que mañana va a venir uno de Londres, y nos dará su opinión.

—¿Qué tiene?

—El corazón; una palabra larguísima relativa al corazón. Se está muriendo por culpa de una palabra larguísima.

Aquella noche, lord Marchmain estaba muy alegre. La habitación tenía un aspecto hogarthiano: la mesa puesta para nosotros cuatro cerca de la grotesca chimenea, la
chinoiserie
, y el anciano, nimbado de almohadas que le mantenían erguido, sorbiendo champaña, probando los alimentos de la serie de platos que se habían preparado para su vuelta a casa, felicitando a los cocineros y dejando de comer. Wilcox había sacado para la ocasión la cubertería de oro, que yo nunca había visto usar antes; eso y los espejos dorados, los muebles barnizados, los cortinajes de la gran cama y la túnica de mandarín de Julia prestaron a la escena un aire de pantomima, de cueva de Aladino.

Hacia el final de la velada, cuando llegó la hora de marcharse, flaquearon sus ánimos.

—No podré dormir. ¿Quién se queda conmigo? Cara,
carissima
, estás cansada. Cordelia, ¿querrás acompañarme una hora en este mi Getsemaní?

Por la mañana le pregunté a Cordelia cómo había pasado él la noche.

—Se durmió casi enseguida. A las dos fui a ver cómo estaba y a avivar el fuego; las luces estaban encendidas, pero se había vuelto a dormir. Debe haberse despertado y haberlas encendido; tuvo que levantarse de la cama para hacerlo. Creo que le asusta la oscuridad.

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